10 de febrero de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Amor de madre

A comienzos de los setenta estuvo de moda una leyenda, que aún luce tatuada en la piel de algún caballero legionario, pregonero de una pasión: “Amor de madre”.
Y a principios de este mismo año, entre las páginas de un libro que tomé prestado de la Biblioteca Municipal, encontré la carta de una madre, y no pude menos que recordar aquel viejo tatuaje, rotulado en el brazo cual mandamiento de ley.
Estaba escrita la carta en el dorso de una hoja de consulta hospitalaria.
De una parte se describía la dramática situación de una enferma, con palabras técnicas y en pequeños apartados: Comentarios a la evolución/ Del estudio que hemos realizado…/ Diagnóstico/ Tratamiento de la infección VIH/ Otras recomendaciones terapéuticas...
De otra, se derramaba a chorros un corazón triste ─ “Señor, cuánta angustia puede guardar un corazón” ─ burilado en una elegante y bien trazada grafía; un náufrago en el mar de la tinta, que buscaba la aceptación de sus hijos; una víctima de guerra que lamentaba la ingratitud de su karma, los garrafales errores cometidos, la falta de comprensión y la dureza de trato de una sociedad tan rígida que, aún embutida en camisón y pantalón largo, se remoja tan sólo hasta la rodilla para poder criticar a los demás.
Para un lector pusilánime a quien una simple gota de sangre se le figure un volcán aquellas palabras encierran la más dura de las reflexiones sobre la condición humana; la mirada doliente que golpeara en el pecho del individuo más áspero, hasta implicarle en el drama y moverle a compasión.
Para el viejo peregrino es una historia de siempre: la de unos jóvenes amantes a los que el destino unció al yugo de una hoja de laurel, cobijó bajo la espesa sombra de un manzano, y permitió que saciaran su sed en el más mullido tálamo. Luego vino la alegría de unos hijos y después, cuando el desamor extendió las nieblas de su mortaja, la caída de telón.
Para el crítico de arte vendría a representar una pintura de guerra: un esbozo del natural capaz de hacer sentir al espectador la fogosidad de un caballo salvaje, el ruido metálico de sus cascos, la desmesura de sus belfos, la férrea dureza de su bocado, la espuma de su dolor, la mala baba de unas espuelas clavándose en sus ijares, el trueno ronco de su relincho, el látigo de la droga y de la desazón…
Para aquel afamado dramaturgo que argumentó que la vida es sueño, el motivo de la carta vendría a ser la aceptación, por parte de un espíritu valiente, de que la vida humana es poco menos que una prisión; la presencia de unos barrotes que nos cercan, invisibles, y que impide al Segismundo de turno toda clase de comunicación.
Para un crítico literario la referida epístola constituiría toda una declaración de amor para el día de San Valentín; un texto que cualquier antólogo ilustrado podría incluir en un Tratado de la Pasión.
Para el hombre del común─ como tú y como yo─ que sabe que el amor y la amistad son prendas que nos facilitan comulgar con nuestros semejantes, el dilema se plantearía en forma de interrogación:
¿De qué piel están hechos esos hijos que permanecen inmunes a los gritos de dolor de una madre; dónde las caricias de Abelardo, con quien aquella Eloísa compartió un tesoro de festiva intimidad; dónde los “coleguitas” con los que tanta risas se regaló; dónde la caritativa sociedad, trastornada cual colorido semáforo, y que todo lo dispone a tono con su moralidad…?
Trajinamos, a diario, en un ambiente en que los conocidos “piensan algo, sienten poco y trabajan mucho”; en una sociedad aparentemente abierta y permisiva, pero muy “reservada” en tiempos de necesidad. En esa meca del ruido, del cuchicheo mentiroso y de los porfiados malentendidos ni los sentimientos propios ni las experiencias vitales son compartidos con el mejor de los amigos, por no levantar recelos, o bien por no molestar; y vendrá luego quien nos pida que prescindamos de un dedo de nuestra mano como clara muestra de aprecio.
Ser persona y ciudadano requiere de una situación de igualdad en el trato y de una extraordinaria sensibilidad a la hora de vivir esa medianía que separa y une, a la vez, una propiedad adosada. Que mientras más se conozca al inquilino que habita de la otra parte del muro más se equilibrarán los afectos y más prescindiremos de nuestros vicios: la envidia, la ironía, la falta de compasión…
Que un buen día ─ como esta madre del cuento─ todo el mundo juegue a intercambiar palabras de amor en el día de San Valentín, aunque haya que escribirlas al dorso de una multa de tráfico, o en una hoja de exploración.
Porque no sería de recibo tener que darle la razón a aquel pretencioso que, en un momento de disputa sobre la incidencia del dólar en nuestra porfiada estabilidad ─ y esto fue antes de que las agencias aseguradoras nos amargaran la vida con la peor de las crisis─ nos espetaba a bocajarro y con retorcido mohín:
¿A estas alturas y sin plan de pensiones? Eso hay que hacerlo cuando uno es joven, no cuando se tiene tu edad.
 
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