28 de enero de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez
¡Viva mi dueña!
A MARÍA DEL CARMEN MUÑOZ SANTOS, IN MEMORIAM
Grafitti
Por la calle Sol, desde El Calvario, por la calle de la Luna y la cuesta de Los Leones pululaba la grey infantil en dirección al colegio “San José”.
Unos repetían para sus adentros las declinaciones latinas del “rosa- rosae” y del “qui- quae- quod”, otros recitaban en voz alta el nombre de las cordilleras y los cursos de los ríos; los más, simplemente se arropaban con la dulce tela de la ensoñación:
─¡Válgame Dios..! Ahora caigo en dónde estoy…
Los ojos almendrados de Peñalta, atolondrados por los rugosos rebordes que en ocasiones delimitan el olvido de la realidad, miraban atónitos a su compañero de banca. Respiraba con dificultad, a causa de unos pólipos, y acababa de percatarse de que estaba allí, atrapado en el muro de las desdichas, desplazado de su asiento de autobús, y lejos ya de su casa y del instante tibio del Cola Cao…
A aquellas horas tempranas los más pequeños no se acordaban del desayuno hasta sentir la cercanía de un puesto ambulante que lucía su azucarada mercancía protegida por un cristal. Allí los bollitos cachondos y los rellenos de crema pastelera ocupaban el top teen de entre los preferidos:
El bollero, cha, cha, cha
Que quiere conquistar el mundo entero, cha, cha, cha
Vendiendo los bollitos por dinero, cha, cha, cha
Vendiendo los bollitos a real…
Aquel cristalito, velado por el peso de los años y la levedad del recuerdo, sería fiel testigo del antiquísimo tinglado de la farsa; el mismo escenario por el que, no tardando mucho tiempo, los colegiales desfilarían junto a una inagotable colección de pícaros, matones, mesías…, y otros “tipos” de Carnaval, como los que lucían los mineros por la calle de los Leones y la barriada de El Cerro, con su ropa alternativa y sus caretas de cartón:
Ay, chacarrá, chacarrá/ Chacarrá que no te quiero
Ay, chacarrá, chacarrá/ porque no tengo dinero
Que no te quiero/ que estás chalao
Que quiero a otro/ más resalao
Por la época de la que hablo el puesto de los bollitos era tan sólo el teatrito de los deseos para los niños: el sabroso colorido del sábado- tarde, en sesión continua, a la puerta del cine Andalucía; y los domingos en las taquillas del Gran Capitán, Cervantes y Zorrilla, compartiendo protagonismo con Joselito y Marisol; o embriagados por los evocadores paisajes y los lejanos horizontes que surgían tras la desafiante mirada de los Richard Widmark, Robert Taylor, Gary Cooper , John Wayne…
En la feria del pueblo era el teatro de los cristobitas el dulce más apetecido; allí la bruja Fatidia infundía miedo pánico a los niños más ingenuos; el valiente D. Cristóbal, pertrechado de una porra, arengaba al personal; y el más astuto de los escuderos, el prudente Chacolí, buscaba siempre la respuesta que dictaba el sentido común, como conviene a los vivos:
─ ¡A la guerra!
─ ¡A la porra!
─ ¡A la lucha!
─ ¡A la ducha, que hace mucho calor!
Sabéis ya de lo que os hablo. Aún os estoy viendo allí, recogiéndoos las rodillas entre los brazos, gritando todos, al unísono, advirtiendo a D. Cristóbal de la presencia de la bruja despeinada. Os observo, entusiasmados, desde la puerta de la sombrerería de Miguel Merelo, o desde el balcón central del Salón de Billar de Luciano.
Quizás no sepáis quién soy, pero me conocéis bien porque muchas de esas historias las hemos vivido codo a codo.
Me llamo Baldomera. Soy la palmeta de madera que fabricaba Marcelino, el carpintero. Para los menos, la ley; para los más el miedo, el abismo, la letra con sangre entra, el dios Cronos que devora a sus hijos,….
No vengo desde tan lejos para disculparme contigo, porque yo no fui la mano ejecutora que blandía la sinrazón. Es otro mi espíritu. Como sabrás soy parte de aquel árbol centenario que dio cobijo a Deméter, y que taló un rey cruel para su propio desprestigio.
Por eso mismo te digo que supe bien de tu mirada prístina y del origen de tus miedos −que nunca perdona un niño la crueldad innecesaria y la injusticia sin ton ni son−. A todos os llegué a querer como brotes nuevos de mis ramas.
A Miguel Ortega, el titán más sensible, el niño que anteponía a cualquier tipo de interés el amor de su abuelita y que distraía su ocio con el vuelo sin motor de una paloma mensajera; a Juan Manuel Montoro, de mirada noble, de anchas manos trabajadas desde niño, y una invocación al honor: “¡Tengo que aprobar! ¡Tengo que aprobar! No te pares a hablar con las niñas!”; a Rafael Calderón, educado, estudioso y de trato exquisito; a Antonio Valencia, “Nono”, siempre risueño y familiar como el olor de las tostadas mañaneras rebozabas con el amor de Pepa, su madre; a Pepe Fuentes, el Apolo de pelo negro, magnífico, y en estado continuo de revisión; a Fernando Prieto, extremeño y juguetón; a Mari Carmen Muñoz Santos, rebosante en simpatía y cálida madrecita con sus condiscípulos; a Antonio Moya, esforzado en travesuras, que cuando el diablo no tiene qué hacer, con el rabo mata moscas; a Mari Loli Heredia, de mirada plácida y terciopelo en la voz; a Lina Beorlegui, émula de la llama y ensoñación del ocaso, con su carita de rosa; a Marce Adillo; a Alfonso Gallardo; a José Luis Almena; a Manolo Agredano; a Gregorio Gallardo; a Rafael Colorado; a Coronado; a José Manuel Madrid; a Rafa, Manolo y María del Carmen Carrión −“la alegría de la huerta”, que es la mejor definición para quienes respiran los serranos perfumes de El Hoyo−,…
Recuerdo viejas historias. Como cuando Mª del Carmen te decía que estaba por tu pelito, y tú, Pepe, Pepito, te lo echabas hacia atrás y ponías un aire compungido, como quien tiene dificultad en salir del embrollo; que componías un mohín, arrugabas huraña la frente, y te mostrabas incómodo y alagado a la vez, como un niño consentido por aquellas mujercitas que estaban sólo por ti…
¿Y cómo se llamaba aquel otro, a quien no me quisiera dejar atrás, que transmitía esa alegría tan especial de quien pasa de los libros? Le decían Tito Chele. Era huérfano de madre y un soplo de aire fresco para los demás, acosados por la responsabilidad y por el peso de los libros.
Nunca se me olvidará aquel lunes. Llegó muy contento a clase porque durante el fin de semana se lo había pasado superior en compañía de su padre.
A mí, que soy tan solo un listón de blando y reverdecido chopo, se me quedó un regusto de emoción cuando oí hablar de la armonía de aquella pareja de amigos, melodiosa como un tango.
A toda aquella chavalería aprecié por los valores que les asistían. Tampoco tuvieron muchas posibilidades de comunicarse entre ellos, ni un alegre día de campo, ni una foto de grupo que echarse a los ojos, al menos para ponerse a considerar los estragos del tiempo, o aprehender aquellos hermosos recuerdos que el tiempo se ve forzado a amarillear.
Qué se podía esperar de tan desarmado ejército de niños, acostumbrados a no molestar, mal tratados por la más burda Pedagogía –“¡que si a las manos le hubiese!”, como diría el romance…−, por el simple hecho de no repetir la lección como el lorito del cuento:
─ Alejandro Magno, hijo de Pipino el Corto entró en Italia y venció a los Lombardi.
─ ¡Que no, hijo, que no! ¡Que no has dado ni una en el clavo, ni mereces un altramuz! ¡Que en el libro dice Carlomagno, y dice Pipino el Breve, y también que los Lombardos..., y no lo que se haya querido inventar el señor..!
Para quienes no vivieran con el alma en un puño aquellos cambios de escenario que se perpetraban contra la Geografía e Historia, contra las leyes de la Física, o de la Biología, debía de ser divertido, y digno de figurar en una sabrosa Antología del Disparate; pero para quien se haya puesto a pensar en la dignidad que encerraban aquellos pequeños aquél era un castigo inmerecido y atroz, que ninguno de vosotros consentiría que ensayaran con sus hijos:
─El altísimo sentido moral de Las Coplas, su tono austero grave y resignado, y hasta su versificación armoniosa y expresiva, han hecho imperecedera esta obra que según Lope de Vega…
( ¡Párate un poquito, Antonio, que te dé tiempo a regurgitar todito lo que jalaste..! ¡Que te va a entrar un sofoco..!)
Porque hablar de la moral de la tropa, de su grado de austeridad y resignación era un poco como cargar las negras que llaman tintas. ¿O acaso no era palpable que, muchos de aquellos sábados, alguien que sufría el desencanto de tan vana realidad no se encerraba a estudiar entre cuatro paredes? ¿Y que sentía en sus carnes el miedo al fallo y la posibilidad del castigo?
Sus padres probablemente le traerían unos pastelillos de “La Cordobesa” porque les daría grima pensarle en tan oscura celda encerrado.
Y cuando ya no podía mantener por más tiempo la concentración en los libros, el prisionero compondría un aire de pasmo y se dedicaría a mirar una cerámica de Manises o un cuadro de los del montón, en la que un hermoso ciervo, orgullosa la testuz, perseguido por tres perros, le invitaría a soñar. Y soñaría, ensimismado, que corría por los campos, detrás de soberbios atletas, y en gozosa libertad.
Y luego, en los tórridos meses de junio, cuando se hacía forzoso pasar el duro escollo de los exámenes el “Luis de Góngora”, de Córdoba, estaría esperándoles allí, a los pies de Las Tendillas, con el rasgueo de guitarra de “Serranito” saliendo de las entrañas del reloj mientras ellos se afanaban en repasar las cuentas o en componer una cursilada de redacción sin faltas de ortografía.
Después, con el paso de los años, vivirían el extrañamiento de la pensión “Pompeyo”, los paseos por La Concepción, por la Judería, por el río…; y aquel repetitivo atolondramiento de quien no sabe adónde va...
Y otro día, en que el tren llegó tarde a la estación de Córdoba, comentabas tú, Joaquín, que entraste echando el resuello en el examen de Física. Te atendió un señor mayor. Cuando le dijiste de dónde venías se apiadó de ti y te trató con cortesía. Hasta llegaste a pensar que sería un paisano, o un conocido de tu abuelo, que a tanta gente decía conocer… Su cara no la olvidarías jamás.
Pasado ya mucho tiempo, en felicísima ocasión, conociste a alguien que era una copia exacta de aquel individuo: Se te presentó como José Miguel, profesor de Física. Fue el tipo más gracioso, el compañero más humano que siempre es grato recordar. Padecía una extraña enfermedad que le hacía dar traspiés, y que mal interpretaron sus alumnos. Él te regaló con sus mejores chistes, con sus instantáneas de Córdoba y con sus numerosas muestras de humanidad. Y tú solías darle tu brazo para que se apoyara en él, como tantas veces lo ofreciste, que sin un cordial apoyo más de uno iríamos dando mil y una “cambayás” por los inciertos recodos de la vida.
Cuántas historias más que en la placidez de estas vetas que dibuja la madera quedaron prendidas, tantas como viejos recuerdos adormecidos en tu joven corazón…; y lo peor de todo es que nunca supe expresarte que yo, la temible Baldomera, no tuve nunca vocación de palmeta y que confié siempre en tu perdón; que yo tan sólo habría querido ser un juguete surgido de la sensibilidad de unas manos artesanas, la fantasía colorida de un niño, o un magnífico bastón para ayudarte a vencer los obstáculos de la vida.
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