15 de enero de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez
“Hablar por hablar”
“Hablar por hablar”
Qué sería de los pueblos sin bares, sin plazas y sin bancos donde pegar la hebra y donde hablar, de vez en cuando, de política y de cuernos. Qué de nuestros grandes problemas, ya petrificados por la inercia y el aburrimiento, si nadie los oyese. Qué de esas interminables parrafadas, de las que solamente se escucha el eco, si nuestro interlocutor pudiera entrar en la razón primera que las provoca.
Conversaciones de viejos estancadas en monólogos, que a todos nos resultan ajenas a fuerza de ignorarlas.
Ganas de remover los problemas sin ánimos de resolverlos.
Qué sería de los noctámbulos sin la dulce voz de Adriana Morelos; sin ese afán desmedido de “hablar por hablar” de que hacen uso unos pocos radioyentes.
“Parole, parole, parole…” Qué buen fondo musical para los que tienen necesidad de dormir.
Según los auténticos escoceses, cumplidores de sus tradiciones: “Un hombre de verdad no lleva nada debajo”.
Para algunos, el ideal sería que tuviéramos el cuerpo transparente, cual las alas de los insectos, para que nos pudiéramos conocer de un vistazo sin perder ni un segundo de tiempo; para otros, sería ésta la fórmula más estúpida: la de ofrecer el pellejo a los cazadores, como “El lobo desollado vivo” del cuento, o como aquellos individuos de que hablaba José Balza:
-Dos hombres han trabajado en una misma fábrica. Y son enemigos. Solo vuelven a encontrarse mucho tiempo después, cuando uno de ellos es un asesino (secreto y genial). Uno de ellos lee en los labios del otro, a distancia, en la barra de un bar, cierta frase clave que lo delata: había aprendido a hacerlo debido al ruido de la fábrica.
Si todo el mundo hablara de sus fobias sin ninguna clase de prejuicio, si cada uno pintara el paisaje dolorido que lleva dentro, se podría hacer una enorme enciclopedia sobre la infamia del hombre, sobre la frustración del amor y sus múltiples desencuentros.
Sería un magnífico logro que los individuos nos comunicáramos en silencio, para no ser groseros con nadie, como suelen hacer los poetas:
“Oye, hijo mío, el silencio/ Es un silencio ondulado/ Un silencio (…)”.
“Esa soledad sonora/ de musicales silencios”.
“Ese inaudito, invisible/ saber y sabor del tiempo”.
Es completamente normal en corazones enamorados que la amada prescinda de sus guedejas para regalarle a él su hermosa mata de pelo; o que el enamorado prescinda de su cálido bisoñé para comprarle a ella una peineta.
Pero no es la única realidad. Si queremos oír la verdad, si separamos la voz profunda de los ecos, veremos que hay silencios de metal, afilados cuchillos que matan y que no reciben el castigo adecuado por parte del Sr. Juez.
Anoche oí cómo denunciaba esa clase de crimen una mujer. Tiene tres hijos, un marido, y cuarenta y cinco años de casada.
Con su consorte comparte la indiferencia y el más absoluto silencio.
Sus hijos la tratan como señores a los que no es de recibo molestar con torpes impertinencias.
Su marido es su patrón, pues de su pensión depende. Él siempre se negó a que trabajara fuera de casa; y ella cuidó con primor a su marido y a sus hijos, la comida, la ropa, la costura, la plancha, etc…
-Desde un primer día me prohibió cualquier tipo de relación con las amigas. Es muy celoso, aunque aquello no tenía razón alguna de ser. Me maltrató de palabras. Decía que su verdadera familia son sus hermanos, y siempre se sumó a ellos para cualquier tipo de celebración. “Se ríe mucho más con sus hermanas que conmigo”.
Yo hace tiempo que perdí a mis padres, que eran mi único apoyo.
No soy vieja, aunque lo pudiera parecer. Me casé muy joven.
Padezco esclerosis múltiple y algunas enfermedades más.
Pasé las Navidades en la cama de un Hospital, y nadie me vino a ver.
Llamó mi hija para preguntarme cómo estaba, como si el tema fuera nuevo y en modo alguno le afectara. Le respondí que “divina de la muerte”, como decía Carmina Ordóñez. Qué otra cosa podía hacer. Los otros hijos no llamaron, y no me dieron lugar a decirles tan graciosa frasecita.
-Qué otra cosa podríamos hacer, señora María, Sólo se puede decir lo que una gallega escribía hablando de “el indulto” de un asesino que tenía amenazada de muerte a su mujer:
- ¡Qué leyes, divino Señor de los cielos! ¡Así los bribones que las hacen las aguantaran!- clamaba indignado el coro- ¿Y no habrá algún remedio?
- Dice que nos podemos separar… después de una cosa que le llaman divorcio.
- ¿Y qué es divorcio, mujer?
- Un pleito muy largo.
O mejor, lo que dijo el Sr. Cura a sus feligreses, moviéndoles a vivir:
-Mirad, hijos míos: cuando el trigo está maduro es preciso cortarlo; cuando se ha sacado el vino es preciso beberlo; cuando la copa está sucia es menester lavarla y lavarla bien. Esto es la gracia que os deseo. ¡Amén!
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