10 de enero de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez

¿Quién teme a un ruiseñor?

¿Quién teme a un ruiseñor?
¿Quién teme a un ruiseñor?
“Lo ridículo es una especie de lo feo”, decía Aristóteles.
Aún recuerdo con una media sonrisa cómo estuve en un tris de prenderle fuego a una casa por una mala interpretación. Bajaba desde el Llano en dirección al caserón de los abuelos cuando alguien me llamó, en ese tono entre apurado y chillón con que se anuncia un descalabro, para que echara un vistazo a su leñera. Había visto allí unos bichos poco habituales y extraños y, como “tu familia es gente de campo, en cuyos conocimientos se puede confiar”, se encomendaba a mí para solucionar su problema.
Y cuando alguien con pocos años se sabe merecedor de la confianza de un vecino no es cuestión de defraudar así que, hurgando por la leñera, estuve en un tris de aparecer en las portadas de los periódicos con honores de pirómano.
Para que te fíes de las apariencias y de los hombrecitos cabales.
Hacen mal los que fían su bienestar en un político, en un periodista, en un vendedor de coches, en un prestamista, en un obispo, en un imán…

Lo digo con propiedad, pues hace ya algunos años un amigo picarón me presentó como su abogado por una historia que tenía contra su comunidad.
Estaba en su casa de invitado y el susodicho me advirtió que pusiera cara de picapleitos, como haría cualquier actor. Puse cara de “mojama”, y al parecer coló.
Mi amigo es el tipo más advertido que se pasea por mi barrio.
Por la calle camina como un detective de primera división. Un ojo en la frente, como Shiva, y otro en la nuca, como uno de esos seres que viene de fuera, de un planeta superior:
─ Tú vigila a ése, mientras yo protejo a las mujeres. No me da buena espina, y es preferible que te retrases por si tenemos que reaccionar.
Quizás porque su madre no le creía le fue imposible convencerla de los mecanismos de ficción que utilizan los colegas de su gremio. Hasta que vino en su ayuda la diosa Oportunidad:
─ Mañana, en el programa de Encarna de Noche, salgo yo. Te pido, mamá, que permanezcas atenta a tu locutora preferida.
Y en efecto, al día siguiente, tras el festivo anuncio del cava, mi amigo salió a las ondas caracterizado de pescador, en el frío glacial de Groenlandia:
─ ¡Feliz Navidad, desde España! ¡Capitán, diga usted unas palabritas!
─ ¡Que muchos besos a la familia! Y que no se preocupen de nada, que estamos todos muy bien, y que ya está preparada la cena para esta noche,…
(Y “brum”, y “rataplán”, y el rugido de un motor, y el incansable murmullo de olas, y la directora de programa gritando a toda pastilla desde la popa de un micrófono):
─ ¿Capitán, me escucha…? ¡Perdemos la conexión…! ¡Gracias a su valor llegará hasta nuestras mesas un bacalao de primera! ¡Por favor, vuelvan sanos! ¡Los queremos aquí! (Pausa musical, con salpicadura de emociones).
¡Ustedes, los radioyentes, son formidables! ¡Y la radio, el lazo de unión en un día como éste! Esta noche nuestros marineros que navegan los siete mares, no se sentirán solos. La Cadena del Amor estaba también allí para brindarles compañía…
Qué te podría decir yo de lo serias que son las mentiras del llamado “cuarto poder”. Incluso provocan guerras. Si supieras cómo se las gasta nuestro “Ciudadano Kane”…

Producto de la falta de experiencia, de la ingenuidad, o de los humores hipocráticos, el niño y el humorista siempre nos endulza el café con sus graciosas hazañas y sus tesoneros chistes.
Dadles unos lápices de colores y tendréis una mirada que os invitará a volar, a desterrar vuestros miedos y prejuicios, a diseñar un mundo nuevo en el que no todo va mal:

Tu risa me hace libre/ Me pone alas
Soledades me quita/ Cárcel me arranca…

El humorista y el niño son espitas del desenfado en las situaciones de histeria colectiva a que se ve abocada cualquier cultura o sociedad.
Al oriolano Miguel Hernández la cuchilla de sus verdugos le multiplicó hasta el infinito el eco generoso de su voz.
A Pedro Muñoz Seca, que nunca se metió en política, tampoco le perdonaron su espíritu dialogante y su sentido del humor.
Se cuenta de él que había ido a una visita de pésame acompañado de su mujer y sus cuñados. Los hombres se hallaban en el comedor, y como era frecuente entonces se hablaba de todo, menos del muerto.
Se comenzó a hablar de teatro y, menos Javier del Arco, todos tenían mala opinión del autor de “La venganza de D. Mendo”.
En esto que entró una criada anunciando que las señoras de Muñoz Seca y Del Arco esperaban a sus maridos. La noticia puso en los allí presentes una inesperada tensión; y D. Pedro, encarándose con su cuñado le dijo:
─ Querido Muñoz Seca: siento mucho el mal rato que le han hecho pasar estos señores; yo opino lo contrario: creo que es usted un gran autor.
Y marchó de la sala dejando a los otros dar todo tipo de explicaciones a su acompañante.
Conocidas son las palabras que pronunció en los momentos difíciles:
─ Podréis quitarme la cartera, podréis quitarme las monedas que llevo encima, podréis quitarme el reloj (…); podéis quitarme hasta la vida; sólo hay una cosa que no me podréis quitar: el miedo que tengo.
Probablemente sea un chiste, pero que tiene razón de ser en alguien que ha combatido el miedo y la intransigencia con la gracia de su pluma.
El terrible asesinato de doce trabajadores de la revista “Charlie Hebdo”, en París, es una consecuencia más del fanático adocenado que contamina nuestra estructura social.
Y es en situaciones tan dramáticas como éstas cuando le da al humorista
por pensar si no sería cuestión de elegir la advocación de un santo más transigente; uno de la misma humanidad que San Cucufato, que nos enseñe a disculpar a esos tipos peligrosos y serios, y a no incomodarnos con sus “bromas”; al tiempo que nos ayude a encontrar el sentido del humor que sólo atesoran los espíritus que nacen libres:

Cantando me he de morir/ cantando me han de enterrar (…)

Que como diría Martín Fierro, por más que lo pretenda la banda del tirachinas jamás podrá acallar el canto de un ruiseñor.
 
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