29 de diciembre de 2014 | Joaquín Rayego Gutiérrez
A menudo los hijos se nos parecen
EN LOS RELATOS DE BENEDETTI LA VIDA TAMBIÉN ADQUIERE ESOS TINTES TAN CÓMICOS Y TAN ABSURDOS QUE SALPICAN NUESTRO DÍA A DÍA
Foto J. Rayego
Acabo de releer unos versos que retratan magníficamente el inapelable tránsito entre las ínfulas de juventud y los estragos de la vejez:
Que la vida iba en serio/ uno lo empieza a comprender más tarde
como todos los jóvenes, yo vine/ a llevarme la vida por delante
(…) Pero ha pasado el tiempo/ y la verdad desagradable asoma
envejecer, morir, / es el único argumento de la obra.
Sólo por un pequeño detalle no me atrevería yo a refrendar los versos de quien gozó de la aristocracia de unos apellidos, pero al que no acompañó la suerte de tener un hijo como insustituible compañero de viaje.
Entiendo que para pequeños burgueses, como lo podría ser el poeta Miguel Hernández, condicionados por antiguos códigos socio- familiares, el hijo sea el mejor proyecto y la mayor inversión; o el más gracioso de los remedos, como diría Serrat: “Esos que se menean con nuestros gestos”; que “cargan con nuestros dioses y nuestro idioma,/ con nuestros rencores y nuestro porvenir”.
Que con todas sus virtudes y sus fallos, me parece éste mejor proyecto que el que correspondería a un rey; que nunca oí decir a mi madre lo que acostumbraba a decir la de Fernando VII referido a aquel marrajo:
─Eso no es hijo de rey. Es el regalo de un fraile de El Escorial.
Está claro que ser padre conlleva un plus de alegría, de gratitud, de sacrificio, y de todo eso que no todo el mundo está dispuesto a sentir.
No hay peor condena para un padre que sufrir la maldición de no ver nunca más a un hijo; ni dolor comparable a su pérdida, como he podido observar en mi ámbito más cercano. Por eso no sabría explicar el parricidio de Pilas; y mucho menos el cinismo de una sociedad que señala a la parricida con el dedo y luego aplaude en televisión aquello de: “Aunque fue un niño querido aborté para no aguantar a mi suegra; porque estaba en mi derecho, y porque soy mayor de edad”.
En los relatos de Benedetti la vida también adquiere esos tintes tan cómicos y tan absurdos que salpican nuestro día a día. Así en “Jacinto”, el chico sordomudo a quien su familia acoge para librarle de la orfandad. Enamorado de su prima, con quien tuvo encuentros a espaldas de sus padres, un buen día se enteró de que estaba embarazada; y saltando de gozo, y con la cara desencajada, Jacinto repitió una y mil veces la palabra “¡Niño!”, para quien le quisiera oír y participar de su alegría.
Una experiencia distinta es la de aquel otro relato de Horacio Quiroga, no exento de realidad, que lleva por título “Estefanía”. Después de la muerte de su mujer, todo el cariño del señor Muller se concentró en su hijita. La criatura iba creciendo y su carácter apasionado llenaba de orgullo a su padre, sufridor de sus excesos. Cuando la joven tuvo dieciséis años, y concluyendo de comer, se sentó en las rodillas de su padre y le dijo entre besos que le quería mucho, pero que también le quería mucho a él. Como hay cosas que pasan de largo aquel ensimismamiento se superó, y atrás quedó el negro vestido con que la apasionada joven enlutó durante meses su apasionado amor. Y así volverían a resonar en la casa las locas ternuras de la hijita. Y un buen día, como de improviso, apareció un nuevo amor. Y acabó también en ruptura. Y cuando parecía todo superado la jovencita preguntó al Sr. Muller si le daría mucha pena que ella se muriera. Tenía dieciocho años y su madre había fallecido cuando sólo tenía dos. El Sr. Muller hizo un gesto resignado, sin saber qué responder. Y esa terrible noche la detonación de un revólver le despertó.
Cuando leo a la periodista Marujas Torres ─Diez veces siete ─, abandonada por su padre cuando sólo tenía siete años de edad, poco mimada de su madre ─ “pobre mujer castigada, que no sabía qué hacer conmigo, ni cómo educarme, que me dejaba sola con mis miedos” ─, y en un tris de ser defenestrada por su propio padre, entiendo por qué somos así de malas las personas, y las tesis enrevesadas de Sigmund Freud, y que haya gente resentida contra toda la humanidad.
Porque lo que es totalmente normal es que unos padres lo den todo por sus hijos, como dignos émulos de Belén Esteban o de Guillerno Tell; e incluso soportar el ridículo, o buscar una respuesta a lo que no encuentra explicación, como en el cuento de Aldecoa en que la madre empieza echando en cara a su “niño” que se ponga bisoñé, para acabar justificando su “extraño” modo de proceder:
─ En el sentido estricto no son juergas, mamá, es desesperación.
─ ¿Desesperación?
Cuchín alzó el gallo y se manifestó con un gran mimo:
─ Sí, desesperación; porque yo ya no tengo porvenir, porque yo ya no puedo llegar a más. Madre, madre mía, porque todos mis sueños se han deshecho y yo nunca llegaré a ministro.
La madre se enterneció.
─ Me lo debías haber dicho antes.
─ Sí, mamá, perdóname. Yo nunca llegaré a ministro.
La madre tuvo un arrebato de emoción.
Cuchín, con soflama, humillaba el gesto.
─ Mamá, ¿me perdonas?
─ Sí, Ramón.
─ Un hombre necesita de vez en cuando divertirse.
─ Sí, Ramón.
Y la madre confesó la falta del progenitor de Cuchín, disculpando a su hijo.
─Tu difunto padre, que Dios tenga en su gloria, también de vez en cuando echaba su canita al aire.
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