12 de diciembre de 2014 | Joaquín Rayego Gutiérrez

El jardinero ideal

Óleo de José Cándido Carballo Santiago
Óleo de José Cándido Carballo Santiago
En el trazo de compás que dibuja el Río Grande entre los puentes de Triana y Chapina hay un jardín que frecuentan jóvenes enamorados y estudiantes. Allí, mientras se toma la lección, la imaginación se deja ir hasta el mar, espejando entre marismas y arrozales. Pasan los ánsares en perfecta formación, planea a ras de agua el cormorán y la garza real ensaya un vuelo de majestuosa elegancia.
Un anciano que paladea las palabras en un tonillo patriarcal matiza las explicaciones que imparte un profesor al grupito de alumnos:
─ Perdone usted que le corrija: El que diga que Triana es sólo un barrio se equivoca. Triana es un sentimiento, imposible de definir.
Y luego de sentar cátedra, se toca el ala del sombrero y sigue su camino adelante, como un viejo galeón.
A pocos pasos de allí, afanado en el diseño de un parterre, un hombre de mediana edad replantea el lugar donde deben de ir las plantas, los arbustos y los distintos adornos florales.
No es un trabajador al uso a quien se paga una nómina, es un vulgar ciudadano cuya autoridad se la otorga la voluntad de ayudar a su país y la pretensión de hacer del paisaje que le rodea una extensión de su hogar.
Los que pasan por allí sonríen al ver lo que ha conseguido con un esfuerzo de años. A nadie se le ocurriría pedirle la documentación, arrancarle de cuajo las rosas, o pisarle las begonias para que no luzcan su esplendor. Nadie le tacharía de forastero, ni le echaría en cara la falta de papeles que regula su vocación; ni invocaría el artículo X de las reglas del diseño, ni le metería una bronca por llevar, en sendos cubos y a mano, agua de río para regar.

“No sabiendo los oficios los haremos con respeto.
Para enterrar a los muertos como debemos
cualquiera sirve, cualquiera... menos un sepulturero”.

Viendo el amor que este individuo comparte no he dejado de pensar en un famoso jardinero que tuvo mi pueblo. Le llamaban Raimundo. Cultivaba abrótano macho, para regalar a quienes tenían miedo de la calvicie; y tenía tan lustrosas las flores del Llano que olerlas ya era pecado o una devota oración.
Si la felicidad es competencia de uno mismo, y compartir con los demás, aquel Raimundo alto y recio debió de ser muy feliz.
Y para ejemplo de navegantes: Aquí el hombre que nunca hizo uso de la porra, del latrocinio, o la mentira, porque sabía otros idiomas que alegraban la vida a los demás y hacían su mundo más intenso y respirable.

También habrá jardineros que, no teniendo más ciencia que la que les procure la rutina estén tocados por el dedo amable de la suerte.
Tal el protagonista de la película “Bienvenido Mr. Chance”.
Chance, fidelísimo jardinero, personaje “plano” dependiente en todo de los demás, está obligado a abandonar la casa en la que trabaja, tras la muerte del dueño. El imperturbable personaje ─hombre de poco espíritu que no da la impresión de que se altere por nada, y a quien no parece afectar ni el terrible drama de la muerte ─ ajusta su calendario al cuidado del jardín, y reduce toda su sabiduría a frases que escucha en el televisor.
Recogido por una familia adinerada, tras sufrir un estúpido accidente, Chance resulta ser un agradable convaleciente que no plantea ninguna clase de reivindicación, y que se gana el cariño de todos con su espíritu servil y sus respuestas “calcadas” de personajes televisivos.
Hasta el mismo presidente de Estados Unidos trasladará a su oratoria sus metáforas florales ─frases banales como que “después del otoño viene el invierno”─, que servirán para explicar los complejos problemas de política o economía, a modo de "brotes verdes", o de otra palabrería similar.
Ese mismo tema es el que trata Mark Twain en uno de sus relatos. Scoreby, un militar torpe, un estúpido, un tonto de capirote que sólo comete errores, consigue ascender gracias a su asombrosa suerte:
─“Mire su pecho, está repleto de condecoraciones nacionales y extranjeras. Pues bien, señor, cada una de ellas es el producto de una u otra evidente estupidez".

Comenta Fernando Arrabal que la partida de ajedrez entre Kasparov y Anand se celebró en el último piso del World Trade Center por cuestión de “seguridad”. Quién había de pensar que el piso más seguro de New York sería arrasado por los motores de un avión. Lo azaroso de la vida…
Porque un paseante aplastó un ratón no habrá este año conejos en la Dehesa de Abajo; porque un avión cambió de rumbo cayó en bloque, y de sopetón, la moral de cien naciones.
Y todavía habrá ingenuos que con la tabla periódica en una mano y una reglita en la otra piensen ponerle puertas al aire.
Para otra clase de idiotas, como el que pinta Chejov en “La celebridad”, lo mejor que podría haberle pasado era salir en los periódicos, gracias a haber sufrido un golpe accidental con la lanza de un carro.
Pero los peores de todos, a mi corto entender, son los que por añadidura son gafes, como el divertido protagonista de "La cena de los idiotas".
Porque idiota de atar es el que le come la alegría y la moral a su gente; el que aplica sus sueños a disfrutar del poder, de las influencias ajenas o del dinero mal ganado a costa de los demás; que su "relativa" suerte no ha de ser un bien inagotable. Permitid que a ese individuo le regale las palabras de un escritor al que la deprimente política arrebató el Premio Nobel:
─Eres la semilla de las flores de azar diseminadas en el aire; (…) estás en aquel que fuiste ayer, en un renglón de tu vida, en un instante que pasará o que pasó; en el libro de los libros que alguien escribió con tinta indeleble.
 
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