2 de marzo de 2022 | Joaquín Rayego Gutiérrez

La guerra cruel

“Por más egoísta que quiera suponerse al hombre, evidentemente hay algunos elementos en su naturaleza que lo hacen interesarse en la suerte de los otros”

La cruel guerra
La cruel guerra

Cuando un individuo se mira al espejo lo primero que puede observar es la expresión de los ojos, las canas, las consabidas arrugas, y los efectos producidos el paso del tiempo; nadie, por lo general, se pregunta si el retrato que allí ve está derecho o torcido.
Lo de izquierdas y derechas es una dimensión espacial que depende en gran medida de las referencias que se tomen a ambos lados del espejo, y en modo alguno responde al aforismo socrático del “conócete a ti mismo”, que en una lámina de cristal no cabe un confesionario.
¿Acaso la espiritualidad y el materialismo son conceptos evaluables que se puedan controlar, diagnosticar, y calcular como un traje a la medida? Se cuantifican los delitos cometidos, y el dinero que los justos les roban a los paganos, evidencias elevadas por ley a la categoría de intangibles que a menudo pasan por inexistentes, por pura invención, o que simplemente prescriben con el paso del tiempo.

─ "La vida, como el viento tiene todos los cuadrantes a su disposición" ─ escribía el valenciano Max Aub ─, y " a nadie se le ocurrió pensar que el viento soplara siempre en la misma dirección".

¿A qué viene tanto rollo de controlar al personal con pobres definiciones, que en otros casos les lleva a establecer dieciséis clases de sexo para mayor gloria del D.N.I?
Fueron la familia y la sociedad las que forjaron nuestro “sello”, y nosotros le dimos la pátina; quienes nos ayudaron a ser aquello que somos: buena gente, formal, sensible, respetuosa, y solidaria, en la mayoría de los casos; y en no pocas ocasiones ─ como le sucedió a Baffer Bings, el joven protagonista de “Aceite de perros”─ la irregularidad, el terror, la violencia, y el delito, la líneas que marcaron las reglas del juego.
Desde niños aprendimos que bajo la apariencia de una rana se esconde un príncipe azul; que un “enano saltarín” es un peligro mortal para el poderoso; y que no hay que pisar a Garbancito por si acaso se atraganta, y le anima voluntad de vencer.
Aprendimos que la inocencia es un atributo de ángeles buenos; el silencio, la dialéctica del hombre prudente y sabio; y la fluidez de palabra, el maná del humilde que comparte con los demás lo poco o lo mucho que tiene: el comentario jocoso, los problemas de salud, el recelo a quien mueve los hilos, la fe del carbonero, o los reproches a la factura de la luz…
Aprendimos que el matón no da nunca la impresión de saber lo que es el miedo ─por más Ceaucescu, o Mussolini que sea─, pero que desde que se le cruzó un gato negro el pánico le domina, y aquello probablemente es la causa de su actitud.
“¿Libertad para qué?”, clamó la momia de Lenin ante la mirada atónita de D. Fernando de los Ríos. Y el ilustre humanista rondeño se tragó aquella mosca como quien se traga una aceituna.
Ardor de estómago debieron sentir mis estimados vascos ante esa misma pregunta, e igual reflejo tuvo un servidor cuando, allá por el año 83, un ginecólogo de Tolosa nos confesaba sin ambages su miedo a ETA, y el oprobio que sentía de tener que pagar el impuesto revolucionario a unos asesinos.
Náuseas y vergüenza sintió, según él mismo refiere, quien tuvo “la suerte” de conocer a los Putin, Chaves, Raúl Castro, Bashar- al Asad, y otros "fascistas de izquierdas" ─como alguien los califica─, cuando pudo probar de propia experiencia cómo viven los tiranos ─ cuantiosas fortunas, mansiones de lujo, hospitales privados, etc...- mientras el pueblo se desangra, sin presentes ni futuros que echarse a la boca, ni siquiera en sueños.
El mismo disgusto arrastramos quienes tuvimos la suerte de conocer a los Andriy, Andrea, y Osana, ucranianos de Triana; tan blanquitos ellos, y tan educados, que es difícil no pensar en lo mal que lo estarán pasando en estos momentos tan duros para su país.
Jóvenes tan inocentes como aquel sordomudo del cuento ─ me refiero a “Chuckamauga”, del norteamericano Ambrose Bierce─ que un buen día se vio perdido en el bosque mientras jugaba a la guerra, y cansado se durmió sin percatarse siquiera de que en el transcurso del sueño había tenido lugar una batalla; y cuando despertó pensó que aquella macabra escena formaba parte del juego; y al volver a casa vio su mundo destrozado, y despertó a la realidad de no tener a lo que agarrarse: ni padres, ni casa, ni nada con que soñar.
Y es que ningún espíritu noble, por muy sordomudo que sea, puede ver con buenos ojos lo que un régimen dictatorial impide ver, poniendo muros a la inteligencia
Lo de “la viga en el ojo” para nada justifica la falta de “memoria histórica” del pueblo ruso; ni los tejemanejes de la economía deberían ser obstáculo para repeler la política totalitaria de un personaje de la estirpe de los Lenin, Stalin, y Hitler, entre otros de la lista.
Que como diría Adam Smith:

─ “Por más egoísta que quiera suponerse al hombre, evidentemente hay algunos elementos en su naturaleza que lo hacen interesarse en la suerte de los otros de tal modo que la felicidad de éstos le es necesaria, aunque de ello nada obtenga, a no ser el placer de presenciarla”.
 
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