25 de noviembre de 2021 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Hermano lobo

─ “Bestia temerosa, de sangre y de robo, / las fauces de furia, los ojos de mal: / el lobo de Gubbia, el terrible lobo,…”

Hermano lobo
Hermano lobo
Hace pocas fechas los medios de comunicación acogían la noticia del homenaje póstumo que un grupo de amigos dedicaba a la memoria del jiennense Guillermo Marín.
A la sombra del monumento que el pueblo barcelonés de Cubelles erigiera en su día al payaso “Charlie Rivel”, compañeros de vivencias, y artistas de la talla de Isabel Jover, Felipe Sérvulo, César Reglero, y Antonio Monterroso, entre otros, ofrendaban al amigo la magia de su palabra, y la corona de laurel de su estima.
Prescindiendo de toda clase de adjetivos un artista es un hombre de su tiempo que, como todo el mundo sabe, forjó un estilo tras largas horas de estudio, de solitario esfuerzo, y desasosegada meditación.
Pero lo que a los asistentes al acto debió resultarles particularmente emotivo ─ por lo sustantivo de su originalidad, y por la intensidad del momento─, fue aquel romántico y enternecedor “aullido” que, a la manera de Charlie Rivel, la comitiva elevó a los vientos como expresión espiritual de un mismo destino, y como ritual de un amoroso acompañamiento.
El lobo, una presencia inquietante y aterradora en nuestra cultura, convertida en benéfica por mor del juego, y de la feliz intuición de un payaso de la calidad humana de Charlie Rivel.
El juego, que nos hace niños y nos vuelve confiados e ingenuos, es una fórmula habitual del arte que favorece la creatividad, que mueve al diálogo, que invita a la fiesta, y que eleva al individuo a una dimensión ideal en los límites con la realidad: “¡Al cielo voy!”, que dicen los chicos jugando a “la rayuela”, con la ayuda de un tejo y en el interior de un mágico espacio de tiza.
Ya en el siglo XVII el filósofo Thomas Hobbes sentaba las bases de una teoría que sostiene que “el hombre es un lobo para el hombre”: que el ser humano es pura materia, cuyo movimiento rigen las leyes del Universo; y que su relación con los demás de su especie se establece en razón de intereses tales como el dinero, el poder, y las apariencias.
Y algo de verdad habrá en tamaño aserto que nos iguala en maldad con el lobo, como en ocasiones se empeña en mostrarnos la realidad, y como se transparenta en las distintas manifestaciones del arte y la mitología.
Así el capítulo aquél de la historia de Edipo, o aquel otro en el que Zeus abría en canal a su padre para rescatar del interior a sus hermanos, que tan rico material proporcionaron a Freud para argumentar sus teorías acerca de la pulsión sexual de los humanos.
En esa imagen nos muestran también infinidad de relatos; así el nicaragüense Rubén Darío en “Los motivos del lobo”, poema en el que rectifica la historia del “hermano lobo” atribuida al santo de Asís, cuya divina intercesión bastó a aplacar la furia del lobo, pero no a cambiar la terrible condición de los hombres.
En “El hombre que ríe”, el francés Víctor Hugo nos presenta en inferior escala moral a la del lobo “Homo”, amigo y acompañante del trapecista “Ursus”, y del comediante Gwynplaine, convertido por obra y gracia de la cirugía, y por decisión del tirano de turno, en el más logrado bufón:

─ “Él no podía despojarse de la risa que le grabaron en la frente, en las mejillas, en las cejas y en la boca; se la dejaron indeleble en el rostro; era una risa automática e irresistible, pues estaba en él petrificada. La boca tiene dos convulsiones comunicativas: la risa y el bostezo. A consecuencia de la misteriosa operación que sufrió Gwynplaine siendo niño, todas las partes del rostro contribuían a darle el aspecto indicado; y todas sus emociones, fuesen de la especie que fuesen, acrecentaban aquella extraña imagen de la alegría, o, por mejor decir, la agravaban. Figuraos una cabeza da Medusa alegre…”.

Pero ni la influencia del medio, ni los condicionamientos culturales, ni los extravíos del subconsciente, ni toda la literatura contenida en bibliotecas y museos serían capaces de explicar al ser humano en su total dimensión:

─ “Cuando la naturaleza formó nuestra especie nos dio unos cuantos instintos: el amor propio para nuestra conservación, la benevolencia para la conservación de los otros, el amor que es común con todas las demás especies y el don inexplicable de combinar más ideas que todos los demás animales juntos”.

En el mismo pensamiento amable en el que se expresa Fernando Savater abunda el filósofo británico G. K. Chesterton cuando dice que el ser humano puede aspirar a ser perfecto, pero el cocodrilo no.

Y en esa intencionalidad de mejora surge el arte como expresión de unos cauces vitales que buscan nuevas y sorprendentes salidas, y que hacen las horas del día más intensas, más nobles, y menos aburridas.
Sabemos de la capacidad que el arte tiene de armonizar en un solo trazo el humor y la tristeza; el brochazo elegante, y la caricatura; la perfección, y la deformidad; la visión diáfana, y el estrabismo de la mirada con respecto a una mala sensación que oprime el pecho, y que cada cual saca a luz como puede:

─ “Yo tuve el proyecto de vaciarme los ojos y conseguir que me diesen la perra para que me sirviera de lazarillo”, escribía el bohemio Silverio Lanza, como quien exorciza un muñeco de vudú.

El hombre es así, ni mejor ni peor que una manada de lobos.
Hace unos días leí que la inspección educativa de Asturias había expedientado a un profesor empeñado en poner un Sobresaliente a todos sus alumnos; nota que repite desde hace ya la friolera de diez años, colgando medallas a tutiplén sin más argumento que aquél de que " todo el mundo vale para algo". Libertad de cátedra…
A mí personalmente me parece “de arte” como fórmula para combatir los terribles aullidos de lobo: la ineficacia y el cinismo que encierran las últimas reformas educativas, la intranquilidad y el miedo con que se trajina a los enseñantes, y los problemas aledaños surgidos a raíz de la promulgación de leyes que no premian el esfuerzo, que abundan en el obsequio a los políticos de títulos y “másteres”, que insisten cada año más en el desproporcionado corte de notas como exigencia para entrar en determinadas carreras, y otros etcéteras...
Es más que probable que tamaña idea la arroparían también personalidades del carácter de D. Antonio Machado, alumno mediocre en su tiempo, pero de una humanidad tal que a sus alumnos les resultaba difícil suspender la asignatura de Francés.
Porque entre los calificados como “no aptos” los hombres “buenos” como él incluirían también a los enemigos de echarse a las espaldas obligaciones y compromisos , a los pretenciosos del politiqueo, a los estúpidos de medalla, a los esclavistas del gesto, a los enchufados a dedo, a los absurdos ─ que, como la palabra dice, son los que se muestran “sordos” a la voz de los demás─, a los comensales de lo ajeno, a los parásitos de paraísos ─ de “paraísos fiscales”, me refiero─ a los que no tienen a bien señalar a los corruptos, ni defender al necesitado, por cosa del interés.

─ “¿Conoce el acusado sus derechos?”, preguntaba el individuo de negros ropajes.
─ “¡Auuuuhhh…!”, respondía en off el lobo de la revista…
 
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