8 de marzo de 2021 | Joaquín Rayego Gutiérrez
De buena tinta
- "El viento de la historia duerme en las chimeneas. El viento las quiere desbaratar. El fuego las despierta"
De buena tinta
Piojos y chinches fueron los comensales más habituales en nuestros años de colegial.
Largos pupitres de madera, con tinteros de plomo encajonados en su superficie, acogían en su regazo a toda una tropa de xilófagos y parásitos que chupaban la sangre de tan tiernos invitados, cuya única defensa consistía en un buen ataque a punta de bolígrafo.
Aquel mediodía los escolares estaban castigados, obligados a permanecer sentados y en silencio, ocupados en estudiar "de pe a pa" la lección.
Los más diligentes y serios limaban fallos de memoria, y posibles problemas de concentración, tapándose los oídos; los tenaces y teatrales leían el texto como quien dice una oración, o como el creyente que recita en voz alta una Sura del Corán; los temerosos se encomendaban a Dios; los nerviosos y traviesos "chinchaban" al vecino de puro aburrimiento; y los más, acuciados por las necesidades fisiológicas que impone el reloj, valoraban la bondad de un cocido, o se echaban mano a la tripa, como quien busca alivio a esa negra que llaman necesidad.
En las crónicas de antaño aparece reflejada esa clase de castigo, practicado en colegios de mucho bombo y latines, de encerrar al alumno en el denominado "cuarto oscuro", carbonera, calabozo, o " cuarto de los ratones".
Así lo confirman al menos personalidades de la talla de D. Francisco Rodríguez Marín, y D. Santiago Ramón y Cajal, uno de aquéllos que, por padecer hambre y persecución, ostentan el título de " bienaventurados".
Desde que el mundo es mundo siempre hubo quienes sufren, y quienes prefieren hacer sufrir.
Chávez y Nogales cuenta en una preciosa biografía dedicada al torero Juan Belmonte que, en el tiempo en que vivió en la sevillana calle Roelas, se erigió en vengador de uno de sus discípulos, al arrojar un tintero a la cabeza del maestro, que se recreaba en el castigo.
No obstante, los psicólogos afirman que, pese a todo, lo que en realidad mueve al hombre es el deseo de ser feliz
En el fiel de la balanza los más jóvenes debían optar entre coger el portante, e irse, o sufrir "una buena educación" que en el futuro les permitiese el uso, y abuso, de autoridad.
Fue un joven de pelo rizado y rubio, uno de esos arcángeles de los que se dice que dan a las almas la posibilidad de redimirse antes de morir, quien encontró la solución.
Supo llegada su hora, como uno de aquellos suizos de encomiable precisión, y sin decir " esta boca es mía", se abalanzó sobre los tinteros, y con atinado pulso fue escanciando en su interior uno de aquellos " humores" que Hipócrates asoció con el fuego.
Concluida la faena, y devuelto cada uno de los recipientes a su correspondiente vacío, el rubio aquél dejó escapar una exclamación de alivio.
Y es que, por lo general, la felicidad admite mejor las minúsculas: se paladea en las cosas pequeñas, y se disfruta a sorbitos.
Aquel condiscípulo de inolvidable recuerdo se llamaba Miguel, como el arcángel que proclamara con su espada flamígera la justicia divina.
Miguel, de incienso y romero. Miguel de generosa sonrisa.
¡Gloria a los justos; y a los espíritus volanderos, que nacieron para ser libres!
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