23 de febrero de 2021 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Cuando un amigo se va
- " Cuando un amigo se va/ una estrella se ha perdido..." (Canción)
Cuando un amigo se va
- "Sabes algo de Miguel? Hay una fecha en su wasap que me aprieta como un zapato, y no me deja dormir".
- "Siento decirte que nuestro amigo falleció el pasado 20 de marzo, a la semana del confinamiento.
Sabes, igual que yo, que era un espíritu libre, de los que se echaba un cigarrillo a la boca, y se dejaba llevar por sus pies. En los últimos momentos su mayor deseo fue que le sacara a pasear en carrito por las calles del barrio, pero sólo nos estuvo permitido hacerlo por el aparcamiento en superficie de su comunidad.
No resistió el encierro..."
Hay ángeles que pasan a ras de suelo, rozándonos con sus alas, y nos envuelven en un vuelo, y nos hacen soñar con un paraíso en el que el amor, la belleza, y la armonía, son las únicas cartas posibles.
Cartas no marcadas, ya sea para una buena educación de los hijos, ya para merecer la estima de quienes a diario nos acompañan.
Sin palabras, con las buenas maneras heredadas de una cultura ancestral, y con la elegancia de quien se sabe de paso por la vida.
A Miguel lo conocí en la panadería de Vicente, en uno de esos días luminosos en los que solía pasar del mostrador a la puerta, y de la puerta al mostrador, a la caza de un tertuliano con quien conversar.
Apuraba una taza de café solo cuando una frase mía requirió su atención; y con la suavidad y pericia de un explorador indio se fue arrimando a la tertulia, para poner la flecha de su ingenio en el punto más sensible del pastel.
Mi amigo era un espíritu clásico, uno de esos renacentistas a quien las ciencias y las letras armonizaban sus gustos
Profesor universitario, brillante matemático, y economista de pro, ejercía con agrado su labor de docente cuando un cáncer lo trajo hasta aquí, al calor de los suyos.
Salvando los desniveles que marca la "cultura oficial" mi amigo me recordaba a mi padre, ora por su espíritu generoso y conversador, ora por su afán de aprender de la gente, de quien tiene algo bueno, e interesante, que decir.
Qué no habrían dado los dos por una conversacion al amor de la lumbre, como aquella en que D. Quijote ilustraba a los pastores sobre las excelencias de una Edad de Oro.
A Miguel le tengo que agradecer el regalo de brindarme su confianza.
Fue en una llamada telefónica que me hizo con su habitual discreción:
- "Quería pedirte un favor, pero sin que te sientas obligado".
- "El favor ya lo tienes en tu mano", le dije.
Y resultó que tan sólo me pedía que le llevase a La Puebla del Río en mi coche, y que le permitiese disfrutar de la belleza, tantas veces referida por mí, de la Dehesa de Abajo.
Y allí nos fuimos los dos, aprovechando el día libre de analíticas, quimios, y toda clase de martirios.
Y entre olores silvestres, y fragancia de pinares, nos supimos peregrinos por caminos que llevan a Roma.
Alegraban la conversación el vuelo pausado de una cigüeña, el susurrar de un arroyo, o la relajante vista de la laguna, con el espejismo rosado de bandadas de flamencos.
La mañana, con sus suaves caricias, era la agradable visión de un paraiso soñado.
A eso de las tres y media, cuando el cuerpo dijo basta, marchamos hacia el vehículo para buscar una umbria donde reponer fuerzas.
La casualidad nos llevó hasta uno de esos poblados rurales donde cuatro casas, un gallinero, y una pequeña ermita, humanizan el paisaje.
Nos sentamos a comer al aire libre. El camarero, joven y dispuesto, nos ofreció lo que había: yo me decidí por un par de huevos fritos; Miguel se decantó por un plato de espinacas con garbanzos, que hacía tiempo que no probaba.
- " No los comerán mejores que los que hacemos aquí. De hecho, los huevos se los acabo de robar a las gallinas", aplaudió el camarero la feliz decisión.
Regalo de Dios, que no simples bocados de cardenales, el que disfrutamos, servido en humilde mantel.
A continuación un postre casero, que supo a gloria, y un café solo, que a mi amigo le trajo el recuerdo de aquel otro que había tomado en Venecia.
Como la magdalena mojada en té que tan placenteros recuerdos despertara en Marcel Proust, así aquella estimulante bebida, motivo de confianza: meses antes mi amigo había viajado, en solitario, hasta Roma, para despedirse de los mágicos rincones de una ciudad que le hizo feliz.
Aquella tarde Miguel no consintió en modo alguno que yo pagara la nota. Sobre la mesa dejó cinco euros de propina, como señal de agradecimiento al buen trato recibido.
Y allí me dijo una frase que, a mi entender, es más propia de un santo que de un soberbio; de una de esas almas humildes que lleva al día el cómputo de aciertos y errores, y que acostumbra a entonar a diario el " Yo, pecador ":
- " Tú eres una buena persona, pero sabes poco de la vida. Si supieras bien quién soy..."
Sólo digo lo que vi; y tú, Miguel, eres amigo entrañable; ameno conversador; espíritu justiciero, que gusta de beber en la fuente, e ir sin miedo al encuentro de la verdad, esté donde esté...
Espero que allá arriba te la hayas topado.
Por lo que a mí respecta te buscaré siempre en la memoria reservada a mi gente, en nuestro paseo habitual, en la tertulia- café de Vicente, en la fragancia de los pinos, o en el noble metal de una voz :
- " A las aladas almas de las rosas/ del almendro de nata te requiero, / que tenemos que hablar de muchas cosas, / compañero del alma, compañero".
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