13 de marzo de 2020 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Hombres─ Torres
─ “Hombres /con hombros/ para otros hombres; / Hombros, / Hombres, / Hombros... /Torres”
Hombres─ Torres
Estamos en tiempo de crisis, más problemático aún por la historia del coronavirus.
En el día de ayer el Gobierno Andaluz acordó el cierre de todos los Centros Educativos, de Museos, y de Centros de Día para personas mayores.
Los Erasmus han vuelto a casa, se cierran las fronteras, y es previsible que siga el flujo de emigrantes, abocados en sus países a la hambruna y a la guerra.
Para evitar la transmisión del virus los expertos aconsejan lavarse las manos, no salir de casa, limitar los viajes, y prescindir del contacto físico: besos, apretones de mano, bailes, cenas de amigos...
El objetivo primordial es no colapsar los hospitales, preservar la salud de la población vulnerable, y hacer responsables a los ciudadanos de no convertirse en transmisores del virus, en una sociedad donde la burla, y el miedo al ridículo, juegan un papel importante.
Se aconseja también no difundir falsos bulos, ni provocar alarmismos.
Sobreviviremos a la situación…, como ya sobrevivimos a la peste negra, al cólera morbo, y otras tantas epidemias, en un tiempo en que todo se ponía en manos de Dios, y en el que los personalismos y las utopías no eran tan acusados como ahora, en que millones de almas, cada una con su propio infierno y paraíso incorporados, cree tener la solución del problema.
A escala humana es una solución que para algunos empieza por desnudar las estanterías de los supermercados de geles, mascarillas protectoras, latas de conservas, y toda clase de productos que sirvan para pertrechar a todo un ejército en tiempos de guerra.
Una solución que para los habitantes de la Italia rica consiste en marchar hacia el Sur, al tiempo de enterarse de la que se les venía encima.
Tal vez ahora los italianos, tan parecidos a nosotros, recuperarán aquellos hábitos que les hicieron famosos: la familia, la mesa, la conversación,...
Libres de asistir al colegio tal vez los menores tengan la satisfacción de encontrar nuevos rincones en casa donde pasar desapercibidos; amén de aquellos regalos que su abuelo disfrutó: una bola de cristal, un mocho de madera, una cometa, la música de la naturaleza, o la magia del reino animal...
Verdad es que la escuela es un tormento chino, imposible de evitar. Ni la fuerza de un Hércules, ni las patadas de un caballo, podrían romper esos barrotes que impone la sociedad; y qué mayor emoción que una puerta al campo en compañía de los amigos, bañarse en el río, o tomar prestadas las frutas prohibidas del frondoso árbol del Paraíso.
Tal vez en estos días nuestros adolescentes podrán prescindir de la “litrona”, y hacer gala virtual─ en poemas, en canciones, o en cartas escritas a mano─, de un trasnochado romanticismo que a todos nos enfermó; de ese ideal de pareja que a ellos tanto trastorna, y que a la postre es una utopía imposible de cumplir: “el rayo de luna” que Manrique, personaje becqueriano, perseguía en inútil desvarío.
Tal vez en estos días de reflexión el coronavirus nos ponga las pilas a los adultos, y nos invite a pasar del carnaval de los egos, del juego de las apariencias, y del baile de máscaras ─ que en algún caso es la negación de aquel otro que fuimos─ al que nos aboca la cultura del fragmento, del consumismo, y de la basura.
Y posiblemente en estos días lleguemos a la conclusión de que las soluciones no sirven sólo para gozar de la vida a toda pastilla, o adobar discursos vacíos, que más allá de las apariencias hay cosas que solventar en común, como apuntaba el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo:
─ “Oyendo aquellos discursos tan vacíos, tan vulgares, yo suponía que mis tres amigos pertenecían a la casta apolillada de los escribientes de ministerio. ¡Cuál no fue mi sorpresa al enterarme una noche, después de un debate tempestuoso, de que uno de ellos era diputado, otro catedrático, y el tercero redactor de El Imparcial! …”
No hay duda, pues, de que urgen soluciones por parte de los que mandan; pero también un mínimo de implicación por la parte que nos toca; y espíritus receptivos, que no es cosa de perder el tiempo explicando la receta, cuando existe internet; ni hablar en balde para quien ni atiende, ni quiere entender ─ que diría Camilo José Cela en esa tremenda frase: “El que venga detrás, que arree”─ bajo pretexto de que no nos han enseñado, o de que no tenemos la obligación de aprender.
Como la experiencia muestra nadie aprende por intercesión divina; enseñan las circunstancias, la curiosidad, la constancia, el tropiezo, y el hábito de levantarse para ayudar al que viene detrás.
“Con frecuencia me pregunto─ solía decirme un amigo─ si yo sería capaz de dar de comer a mis hijos en tiempos de guerra, como mi padre hizo conmigo”. Y a fe que trabajó para ello como si le fuera la propia vida…
Que tampoco es cosa de convertir a nadie en mártir, o en esclavo de los demás, aunque se trate de un hijo. Se supone, como alguien dijo, que lo importante es enseñar a pescar, para que nadie esté al pairo de un mal viento.
El cielo está por venir, pregonaba Tomás Moro allá por el siglo XVI. Y en su elogio de la razón, faltaba la prueba del tiempo; que ni la tecnología, ni la ciencia, ni nadie, estamos libres de un error, de un infortunio, o de las trabas del tiempo, como venía a decir Charles Chaplin en la película “Tiempos Modernos”.
Todos somos pobres hombres, y el cielo hay que ganarlo cada día, con nuestro particular esfuerzo.
En palabras de Martin Heidegger, “el pensador debe vivir sus días fuera del orden habitual de lo cotidiano”, pero de qué valdría la abstracción si no explica lo vivido.
En ese punto la vejez es el arte de conjugar la teoría y la práctica, el pensamiento abstracto y la experiencia de cada día; si bien es sabido que hay hombres simples, y niños prodigios que derrochan sabiduría.
A las personas mayores nos agobia la cercanía de la muerte, el miedo al futuro, la inseguridad económica, los problemas de salud, y la incapacidad de hacer frente a un mundo que supera en mucho nuestras expectativas, y nuestra capacidad para ilusionarnos; de ahí que nuestra reacción ante los problemas sea en algún caso la palabra medida, y en otros el grito del miedo al vacío.
No nos vale con decir que ya en el pasado siglo las necrológicas la engrosaban ejércitos de niños, como se prueba en las páginas de “La Ilustración Española y Americana”.
¡Pero qué narices de eutanasia, con lo bien que vivimos..!
Los pueblos, y las utopías, también envejecen junto a nosotros; y cuando el despoblamiento, el paro, la desilusión, o la economía, nos oprimen el pecho, la actitud más frecuente es culpar a los demás, o sentarnos al sol para ver pasar el cadáver de nuestro enemigo. “Al enemigo, ni agua”, tan frecuente en la política, es un axioma que nos legaron nuestros mayores.
Y es en tamañas circunstancias cuando luce el hombre─ torre, un bastión al que la lucha no le arruga; constantes en el cumplimiento de su obligación, y merecedores siempre del mayor de los respetos: el hortelano, el albañil, el maestro, el periodista, el médico, o el deportista, entre otros muchos, son esos mismos personajes a los que Daniel Solano nos acerca cada día.
Jacinto Jiménez del Villar, “el hombre de los mil recados”, es uno de esos valientes que alegran el paisaje, y las calles del barrio, cuya vida y milagros rebasarían las páginas de un simple libro.
Natural de Punta Umbría, su infancia transcurrió en un negocio familiar, y entre chozas de pescadores. En ese tiempo no había en su pueblo ni sacerdote, ni maestro, ni médico, ni practicante, ni perrito que te ladre…
Cuando falleció su madre la fortuna familiar salió por la puerta trasera de la casa. Hasta allí, y entre recuerdos felices, todo le había ido bien.
Tres embargos consecutivos hundieron la moral del padre, y aquello animó a los hermanos a salir de casa en busca de un trabajo que les procurase de comer.
Con tan sólo trece años Jacinto ya se batía el cobre en los barcos de pesca:
─ Con dieciséis años ya tenía el título de mecánico de barcos. Aquella especialización me sirvió para ser llamado a filas un año antes de mi edad, con motivo del conflicto del Sáhara. A mis diecinueve años ya estaba embarcado en un buque de guerra, frente a la costa de Sidi Ifni. Allí vi morir a un amigo del pueblo…
El mar, muy posiblemente, influyó en su fuerte espiritualidad. No le apetece contarlo porque no se rían de él, pero, con gran entereza de ánimo, me ha llegado a confesar es la fuerza que le empuja, y que le ayuda a ser feliz.
Después de casi una década de trabajos Jacinto dejaría el mar a un lado, por su otro amor: la guitarra. Y allí vendrían Barcelona, El Paralelo, los cabarets, y las salas de diversión de la Costa Brava, donde dedicaba a su guitarra una media de siete horas diarias, y donde en los contratos figuraba la prohibición expresa de relacionarse con las chicas del elenco.
─ Y qué iba a hacer yo, si eran ellas las que me invitaban a disfrutar de la playa…
Salí de allí lo mismo que había entrado, como la Virgen de Fátima…
Amo mi profesión, pero no he vivido para trabajar…, trabajé para vivir.
─ ¿Que qué pienso de la libertad? Pues que es una ilusión, una entelequia, que llega hasta donde llega la libertad de los demás.
─ ¿De dictadores? Ni hablar… todos ellos se igualan en el reparto de muertos.
Frente a mi pueblo la Isla de Saltés sirvió de campo de concentración para unos pobres hombres, que tuvieron la desgracia de vivir la guerra en el bando perdedor; pero de Franco, tras unos primeros años de represión cruel e innecesaria, entiendo que fueron años de tranquilidad, que es lo que apetece un viejo…
Verdad es que no se podía hablar de política; pero mi verdadero interés era dar de comer a los míos. Y ahí me supe defender.
─ ¿De la economía? Si ya con Franco no se podía sostener el gasto público, imagina ahora que sumamos diecinueve autonomías, diecinueve planes de estudios, diecinueve planes de salud, una pila de consejeros, etc…
─ ¿De política? Ya dijo Aristóteles que el hombre es un ser político.
Por lo general el ser humano actúa movido por el interés, y con el ánimo de ser feliz. Y en este punto la política es una empresa, un negocio, un trabajo para que vivan los vivos.
Y no habría nada que objetar si en tales logros los beneficios se extendieran a todos; pero la honradez se fue al garete, y el lastre de la política es la falta de credibilidad que el ciudadano percibe.
─ ¿Del pasado? Normalmente nos lamentamos de lo que no pudo ser, pero siempre se está a tiempo de rectificar. En mi caso me cundió para sacarme el título de mecánico de barco, para ejercer la mecánica en un taller de coches de carrera, para estudiar Teología, para leer el Corán, y para enseñar a los jóvenes de mi pueblo a leer, y a tocar la guitarra. Veinte años enseñando sin cobrar ni un duro.
Marinero, cocinero, guitarrista, mesonero, pastelero, fueron algunos de mis oficios…, amén de fundador de la Peña Flamenca, y de la primera Cofradía que hubo en mi pueblo.
─ ¿Del presente? El presente es mi mujer, que como sabes es dependiente de una bomba de oxígeno; y acudir, si me necesitan, a la academia de baile de María Ángeles Renshaw, donde aún conservo el rango de guitarrista; y ayudar en lo que pueda: al ciego, a cruzar la calle; al anciano, a llevar el carrito; recoger unos cartones del suelo; llevarle un café a Joaquín,… son actividades ni molestas ni insalubres, que hacen felices a otros.
(Jacinto, amigo, contigo no puede nadie; ni siquiera el “cuernavirus”.)
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