13 de enero de 2020 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Memoria del Paraíso
Memoria del Paraíso
─ “Nadie entre en esta escuela que crea saber nada de nada, ni siquiera de Geometría que nosotros estudiaremos, acaso, como ciencia esencialmente inexacta”. (A. Machado)
Hubo un tiempo en que nuestros padres gustaban de llevar negros ropajes, como para subrayar su sobriedad de carácter, su aristocracia moral, y la fidelidad a unos principios de caballerosidad, y de “limpieza” de sangre;
─ “Esas puertas se defiendan/ que no ha de entrar, ¡vive Dios!, /por ellas, quien no estuviere/ más limpio que lo está el sol”.
un tiempo de “hijos de algo” venidos a menos en que la palabra dada, y el honor, primaban sobre sobre otras muchas consideraciones;
─ “¡Oh, si supieses mozo qué pieza es ésta! ¡No hay marco de oro en el mundo por que yo la diese!”, le decía el arruinado hidalgo a Lázaro de Tormes, mientras acariciaba el acero de su espada toledana.
en que lo terrenal era “un valle de lágrimas”, y el de los cielos un gratificante paraíso al que sólo podían acceder los hombres de fe, los espíritus confiados, y los llagados por el amor divino ─ “tras un amoroso lance” y en “un ciego y oscuro salto”─, despojados previamente de todo lo inútil y accesorio que nos hace esclavos del poder, como escribieron nuestros místicos:
─ Por una extraña manera/ mil vuelos pasé de un vuelo
Porque esperanza de cielo/ tanto alcanza cuanto espera.
Un pasado de quijotes y de sanchos, de brujas y celestinas, de astrólogos y nigromantes, que entendían la vida en su globalidad como un conglomerado de fuerzas misteriosas a las que había que combatir con acciones caballerescas, con ritos y ensalmos, con oraciones y hechizos, capaces de encantar al mismísimo Merlín, o desencantar, a la princesita del cuento.
Un pasado desprestigiado después por la Razón y las Luces; por el método que consiste en descuartizar la realidad en rajas, como si de un melón se tratase, para estudiarla, clasificarla, atomizarla, esquematizarla, y reproducirla a continuación ya sea en forma de puzzle, de mecano, o de un Doctor Frankenstein capaz de ponerle al espectador los vellos de punta.
Me pregunto qué habría sido de aquellos quijotes si hubiesen tenido que lidiar con molinos eólicos, como ahora se estila. Seguro que se quedarían pasmados, como niños en noche de Reyes.
No tendrían nada más que salir a la calle, y ya a las puertas de casa algún devoto les abordaría con el propósito inconfesable de venderles un carné, un seguro de vida, o la última y más nueva versión del paraíso.
Probablemente les asustarían con mesiánicas citas aparecidas en Internet, o con el argumento científico de las últimas estadísticas, donde se insiste en las consecuencias que para la salud tienen el insomnio, los Planes de Pensiones, o la influencia de la Luna en los cálculos de Hacienda.
Y tal vez, para justificarse, nuestros antepasados echarían mano de una excusa, o harían uso de la ironía para decir aquello tan socorrido de “Sólo sé que no sé nada”, o balbucear sonidos ininteligibles, a la manera que hacen los niños cuando les preguntan una cosa que no entienden:
─ “Tú tanquila, chiquilla, que ahora te saco…”, que diría mi nieta de dos años simulando dialogar con su muñeca, encerrada en una casa de madera.
Es lo bueno de estos tiempos, que con sus dudas y contradicciones cada cual es dueño de su propio paraíso: ora enganchado al televisor, ora a la pantalla de un móvil, ensimismado y moviéndose en círculos como quien da cumplimiento a un “mandala”.
Y si bien la felicidad se viste hoy en día con una amplia gama de colores ─incluidos el rosa chicle, y el verde lechuguino─, la opinión más generalizada es que infancia y la adolescencia son las flores más preciadas que crecen en el paraíso. Al menos así lo estima Rafael Lasso de la Vega, un bohemio de aristocráticas formas:
─ “Cuando yo era niño/ en todos los lugares donde me llevaban la primera vez/ había cosas nuevas/ desconocidas para mí. / Y yo las recordaba sin embargo. / Cosas que me miraban fijamente/ hablándome a los ojos/ como espejos/ con un lenguaje de cuentos. / Espejos de historias sin palabras/ que sólo yo entendía. / Y esos espejos eran poemas. / Y los poemas/ algunos son los mismos que yo escribí después. / Y los otros/ son los que no se escribirán jamás”.
Para el escritor sevillano esos poemas “que no se escribirán jamás” son los mismos que guarda en lo más profundo de su intimidad, que “la soledad humana es un hecho biológico sagrado”, que diría Josep Pla, y “el hombre es un animal cerrado en sí mismo, impenetrable, inexplicable, incapaz de ser expresado de fuera adentro ni de expresarse de dentro a fuera”.
De tan sagrado derecho, y del derecho de “elegir”, sin que otros nos manipulen, y nos impongan su voluntad, o su visión de la vida, es de lo que habla Vladimir Nabokov en un cuento que lleva por título “Nube, castillo, lago”, y que es posible encontrar en las páginas de Internet.
El protagonista del relato es el afortunado receptor de un viaje de placer obtenido en una rifa benéfica.
Junto con cuatro mujeres, otros tantos hombres, y el encargado del viaje, Vasiliy Ivanovich se ve obligado a compartir provisiones, habitación, canciones, y juegos de mal gusto, que para nada le apetecen; y aunque al principio advierte una cierta simpatía hacia él, luego la malevolencia se habría de convertir en el santo y seña de aquel grupo.
Y fue en una de aquellas excursiones cuando nuestro hombre descubriría de repente la verdadera felicidad con la que en tiempos entretuvo sus sueños: un paisaje sorprendente, un lago azul, un castillo, y una nube rosa presidiendo las alturas.
Y para acrecentar su emoción Vasiliy tiene la suerte de encontrar a un interlocutor con el que se entiende, que se ofrece a alquilarle una habitación a su gusto, con aquella vista “maravillosa hasta derramar lágrimas”.
Pero, por más que nuestro protagonista insiste en quedarse, y para siempre, en aquel lugar, topará con la cerrazón de tan incómodos acompañantes, que no sólo le tachan de loco, sino que además le obligan a regresar hasta su lugar de origen, un sitio desagradable donde nunca deja de llover.
Son los pros y los contras que hay cuando se trata de vivir en sociedad. Que como no somos ángeles…
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