23 de diciembre de 2019 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Sin acritud
─ “¿Qué es creer? En un país como España es más difícil averiguarlo que en otros más sosegados.”
Sin acritud
De belenes con mis amigos, en el singular teatrillo en que tiene lugar la representación de la vida, la conversación discurría por temas de actualidad, en un diálogo de sordos tan sólo justificable por el ruido ambiental, por problemas de coherencia en la frase, por falta de comas y puntos, por disonancia en la articulación, o por un cierto gregarismo en el gusto: “masa amasada en sombras” que nos llevaba a discutir opiniones y creencias.
Entre bambalinas la voz del genial Antonio Ozores ponía contrapunto a semejante polifonía con su farragoso discurso ─ “¡No hija, no!” (…) Y en lugar de pitos la guardia urbana llevará saxofón…”─ cuando, en un momento de inspiración, mi aguerrido amigo, el Sr. X, lanzaba su capa a los vuelos ─ ¿Pero tú crees en Dios? ─para rematar la pregunta con una ceñida verónica: ─ ¿Pero crees en los milagros? Yo sólo creo en la Razón.
(“Una tarde Dios alzó el vuelo en el calvario/ desde entonces los hombres lo buscan en vano”).
Confieso que en ese momento estuve en un tris de echarme a reír, pues volando cual abejorro pasó por mi imaginación una anécdota que Rafael Alberti refirió en “La arboleda perdida”. En ella podemos ver la figura de Juan Ramón Jiménez, de paso por Argentina, esperando la licencia de Ramón Gómez de la Serna para subir a su piso. Y D. Ramón, desde el rellano de entrada, manifestándose a voces:
─ ¡Un momento! ¿Puedes explicarme, antes de subir, por qué escribes Dios sin mayúscula últimamente? A Dios le han quitado ya todo en la tierra. Y ahora vienes tú y le quitas lo último que le quedaba: la mayúscula. Promete que se la devolverás.
Confieso que, por contraste de ideas, al segundo siguiente pensé en la quema de iglesias en Chile, y en los Autos de Fe con los que la Inquisición castigaba a judíos, heterodoxos y disidentes en el Quemadero del sevillano Prado de San Sebastián.
Pronto rechacé lo negativo, porque mi amigo ni apoya el terror, ni nunca desearía el mal de nadie.
Molesto, sí, por lo poco que lucen las largas charlas entre amigos cuando no se les presta atención, sólo atiné a formularle la misma pregunta que el señor Calixto hizo a quien abundaba en llamarle con un nombre distinto al suyo:
─ ¿Pero por qué me llama usted D. Carlos?
─ ¡Hombre! Pues porque yo no tengo la confianza suficiente para llamarle Carlitos, como le llaman sus amigos.
El Sr. X es uno de esos intelectuales formado en un colegio religioso de prestigio, que imagina a la grey espiritual de monjas, frailes y curas, como una bandada de brujas de un aguafuerte de Goya; y es por ello tal vez que, a las primeras de cambio, le espetará, si a mano viene, al más próximo de sus íntimos: ─ ¿Cómo es posible que tú, siendo tan inteligente, creas en “esas patrañas”, y vayas los domingos a misa?─ ; lo que habría que entender como “un acto de amor” hacia el prójimo, o como una expresión de disgusto por la mala marcha del amigo.
Por analogía o contraste con esa “máscara” personal que todos llevamos puesta, el Sr. X se confiesa devoto de una religión que en otro tiempo tuvo su parcela de “paraíso” en la Rusia de Stalin, en la China de Mao, en la Cuba de Fidel, o en la Camboya de Pol─ Pot; una “religión del amor” que busca salvar a descarriados de camino hacia los Infiernos, y atender las necesidades del grupo, como justifican las palabras de Freud en su “Psicología de las masas”:
─ “En el fondo, toda religión es una religión de amor para sus fieles y, en cambio, cruel e intolerante para aquellos que no la reconocen.
(…) Cuando una distinta formación colectiva sustituye a la religiosa, como ahora parece conseguirlo la socialista, surgirá contra los que permanezcan fuera de ella la misma intolerancia que caracterizaba las luchas religiosas (…)”.
En “De la superstición al ateísmo”, D. Julio Caro Baroja se hace eco de una anécdota que guarda cierto parecido con la que acabamos de contar. En ella un pedagogo muy radicalizado, seguidor de D. Giner de los Ríos, dice refiriéndose a otro del oficio: ─ Ya ve usted, don Alberto. ¡Qué hombre más atrasado! Todavía cree en Dios.
Y saliendo al paso de tamaña impertinencia D. Julio se limita a expresar sus atinadas razones:
─ Crea usted que Dios no existe. Bien; pero no me quiera imponer su creencia. Crea usted que Dios existe; pero no me pida el restablecimiento de la Inquisición. No crea usted poco; pero actúe como si creyera poco. Al menos cuando se trata de coaccionar. De lo contrario otra vez quemas de iglesias, de conventos, de imágenes. Otra vez juntas de fe, tribunales de purificación o depuración. Según las tornas (…)
─ ¿Pero crees en Dios? ¿Crees acaso en los milagros?, recalcaba nervioso mi interlocutor, esperando de mí una tajante respuesta que sólo Juan de Mairena, el “alter ego” de D. Antonio Machado, se animaría a contestar en medio minuto de campana, que es el tiempo máximo que dura la atención de mi interlocutor:
─ Pero Dios existe o no existe: hay que creer en El o negarlo: no cabe dudarlo.
─ Eso es lo que usted cree.
Entrañable Juan de Mairena de quien mi amigo hubiera preferido que dijera aquella frase final de “Dios ha muerto”, como expresión de modernidad; que muerto el perro…, pero Mairena, como Unamuno, como Machado, como Juan Larrea, y como tantos otros, es un amigo del pueblo, de ese pueblo analfabeto que expresa razones sencillas desde lo más hondo de su corazón, que resultan más cordiales y creíbles que esas otras de tinta negra y cuello duro, a las que mueve el narcisismo, y los hilos del poder:
─ Pues claro que creo en los milagros. No voy a de creer si el país aún sigue en pie, a pesar de la corruptela, de las mentiras oficiales, de los ladrones de oficio, de los contadores de cuentos: de la fábula del burro flautista, del cuento de la buena pipa, de los ERES y de los OTROS, de la historia del rey que rabió, etc…
Para el surrealista Juan Larrea, como para tantos , el enigma planteado sólo encuentra solución en la complejidad de un verso:
─ “El ojo lava su párpado al borde confuso de la duda”.
Puente, borde, grieta, filo, orilla… realidades escindidas entre el ser y “el no ser”, como supo reflejar el genio de Luis Buñuel y de Salvador Dalí en aquel fotograma del ojo disecado por una cuchilla, de “Le chien andalou”.
Y es que en el interior de los humanos hay numerosas avenidas que conducen hacia una misma estrella ─“versión celeste de una misma experiencia vital”, que dice el poeta─ ; un camino de renuncias en el que, a falta de los hilos del razonamiento, cuesta encontrar las betas de la lógica.
Seguir la música “al pie de la letra” se convierte entonces en un empeño imposible, en un laberinto de espejos; como imposible es también la justificación a toda costa del fantasma de la razón, en ese caos con el que a diario nos sorprende la vida.
Como si la magia existiese para animarnos a soñar…
Alberti, un ateo confeso, hablaba en su día “Sobre los ángeles”; a menos que fuese tan sólo la temática que tomó prestada de José María Hinojosa, y que le dio pie a lucirse.
***
En la cruz del desperezo, y entre dimes y diretes, se levanta mi país con la mirada puesta en un nuevo día que preste armonía a tanta disonancia social; un día mágico, de colores, surgido a la luz del diálogo, de un diálogo cordial que preconizara el bueno de Machado con la máxima aquélla de que “un corazón solitario no es un corazón”:
─ “Quien dialoga, ciertamente, afirma a su vecino, al otro yo; todo manejo de razones ─ verdades o supuestos─ implica convención entre sujetos; o visión común de un objeto ideal. Pero no basta la razón, el invento socrático, para crear la convivencia humana; ésta precisa también la comunicación cordial, una convergencia de corazones en un mismo objeto de amor”.
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