27 de septiembre de 2019 | Joaquín Rayego Gutiérrez
El corazón de las piedras
“En este país hay demasiado vicio y la gente se ha acostumbrado a la sopa boba”
El corazón de las piedras
─ “Yo aprendí junto a ella y Paco, su marido, el lenguaje secreto que comunica a los pastores con una cultura rural ancestral y mítica que hunde las raíces en la Madre Tierra”.
Que un completo extraño sea capaz de concitar tu interés en el espacio que media entre dos paradas de autobús es algo que no deja de ser un misterio.
Es lo que me sucedió hace unos días cuando, viajero con niña en brazos, la sonrisa abierta de un anciano me vino a ofrecer generosa la magia de la palabra y la seguridad de un asiento:
─ ¡Qué linda es la niña! ¡Y qué ojos tan bonitos tiene! ¿Es usted el padre?
─ ¡Ca, hombre: soy su abuelo..! ¡Me hace un gran favor usted!
─ ¡Y qué..! ¿No es Julio Iglesias mayor, y sin embargo tiene hijos..?
Y una vez cogido el hilo aquel señor dicharachero me habló de ovejas y perros, del trabajo de pastor, de la picaresca del trato, y de esos curiosos detalles que dan gracejo a la conversación.
Le oí decir a una joven poetisa cacereña que el motivo de su escritura era conocer historias de su interés, de las que posiblemente tenía cabos sueltos, pero de las que desconocía lo más importante porque nadie las había escrito, o dado a conocer.
Como quien oye una melodía, la sensación que sentí ante el mágico tropel de palabras de aquel desconocido me evocó un lugar y un paisanaje que ya existían dentro de mí.
─ ¿Sabe..? ─ concluyó el octogenario en tiempo de despedida─ Usted y yo congeniamos…
“Congeniar” es un término, en cuyo verdadero sentido no había caído hasta entonces, que se aplica a personas “del mismo genio” y “de idéntico carácter”; como cuando veo venir por una calle del barrio la jovial figura del amigo Juan Blanquer de la mano de su nieto, y a su inevitable Daniel Serrano, en charla distendida y amable:
─ “La memoria de un pueblo no reside en su materia; en la cal y en las piedras de sus casas y edificios, sino, más bien, en los hechos y las palabras, en el alma de las personas que lo habitan, incluso en aquellos que en otro tiempo lo habitaron y, a pesar de estar lejos de él, aún lo recuerdan de una manera auténtica y profunda.”
Con “Juanito” y Daniel tengo concertado un viaje a nuestra tierra, a espera de fecha y hora.
Para la ocasión llevaré al más versado de los cicerones: un libro que lleva por título “El viento derruido”, de Alejandro López de Andrade (Villanueva del Duque, 1957), un magnífico escritor, autor de once novelas y de numerosos poemarios, que ostenta el honroso título de Hijo Predilecto de su pueblo.
Del referido libro ha dicho el novelista Julio Llamazares “que es literatura pura, literatura hecha de dolor y de amor a un mundo que el viento del progreso ha derruido poco a poco, pero que forma parte de todos nosotros”; y el jiennense Antonio Muñoz Molina, que es “una elegía de la naturaleza y del tiempo”.
El libro, que tiene por referente la comarca de Los Pedroches ─punto en que confluyen las regiones de Andalucía, Castilla la Mancha, y Extremadura─, recrea una época ya pasada en que Villanueva tenía un censo de población de 5.000 personas, y las minas de galena de las Morras daban trabajo aún a un centenar de mineros.
Como guía topográfica para que el lector se sitúe figuran aquellos hitos que imprimen su particular carácter a la zona, tales como la ermita de San Gregorio, ya por entonces en ruinas, donde los mineros hacían un alto para rezarle a Santa Bárbara; las minas de los Poles; las minas de El Soldado, junto al nacimiento del río Cuzna; el Cuartanero; Villaralto; la Bozuela, Fuente la Lancha; el Horcajo; el castillo del Viñón; Peñasblancas; la Barreonda; la zona del Lentiscar y del Malacate; las sierras de Peñalsordo y Zarza Capilla; el monte más alto de aquellos pagos: “la Chimorra”; la cruz de la Dehesa; la cruz antigua del Cerrillo ─ en el barrio del Cerrillo─; la finca de los Claveles, en el término municipal de Peñarroya; etc…
Referencias de nombres, de hombres, y de historias que el viento derribó y arrastró hacia las turbias aguas del olvido: el bar de Juanón, la bodega de Emilio, los bailes en la terraza─ casino de Inocente, o en la del Califa, donde tocaban “Los Piratas”; personalidades conocidas: Galo el barbero; Pedro Salado, propietario de un cortijo; el maestro D. Antonio “ el Manco” defensor de la vieja pedagogía de “la letra con sangre entra”; el maestro D. José , apodado “Fátima” por atribuirle a la Virgen un falso milagro que sirvió al docente de torpe justificación ante sus alumnos, a quienes robó el bocadillo; D. José López Navarrete, maestro, Hijo Predilecto de Alcaracejos, y gran conocedor del folclore local; Francisco Fernández “Cartones”, hortelano y tratante de ganados; Barberucho, Gallo, Fermín, Rafael el Cucas y el Colorín, componentes del conjunto musical “Los Piratas”; etc…
El libro en sí es todo un compendio de sensaciones que para algunos evoca el ruido del agua en la fuente pública, el piafar de caballos, el sonido de cascos sobre las piedras, el trino de los pájaros, o el pitido humeante de “el viejo tren de plomo” de vía estrecha, que comunicaba con la comarca del Guadiato, y cuyo principal cometido era transportar personas, animales, y el mineral extraído de aquellas minas.
“Un libro lleno de libros” ─como lo define Llamazares en las palabras del “Prólogo”─, que trata del paso del tiempo, de la despoblación del campo, de la memoria dormida…
De sus 276 páginas las que más interesantes me resultan son las que abarcan hasta el capítulo IV, ya rebasada la mitad del libro; pero a decir verdad uno solo de aquellos capítulos me habría bastado para darle la mejor de las calificaciones: me refiero al capítulo II, el que lleva por título “La lengua de los pastores”, que para mí es una historia impregnada de poesía.
En un frío atardecer de finales de 1958 los lectores asistimos a la llegada al barrio obrero del Verdinal de un carro atestado de muebles; viene desde la estación, y en él una familia de pastores procedentes de Peñarroya─ Pueblonuevo.
Bibiana, su marido Paco, y los niños ─ María del Carmen, de seis años, y Antonio, de sólo diez meses─ son esos nuevos vecinos, una familia humilde que comparte con los demás lo poco que tiene.
Confiesa el autor de este libro que de Paco aprendió “el lenguaje secreto que comunica a los pastores con una cultura rural ancestral y mítica que hunde las raíces en la Madre Tierra”; de Bibiana su vitalidad, y un hondo sentido de la vida:
─ “A su modo, ella cree de un modo panteísta y se encuentra con Dios en las señales de los campos; en el borriquillo que nace (…) en esas señales flota Dios, porque el infinito poder de su creación suele manifestarse en lo sencillo, en esos detalles pequeños, y tan minúsculos, que saben leer quienes viven en el campo”.
Con Bibiana, con Paco, con la perrilla “Toni”, con la burra “Pepa”, y con los niños metidos en sendos serones de esparto, nos imaginamos viajando en su compañía “en las tardes azules y cálidas del estío del año 1967”, hacia “Tierra Abajo”; o bien compartiendo un “joyo” de pan con aceite y azúcar en ese Belén de dos piezas, “sencillo, aunque entrañable”, que era su casa.
En el capítulo III vivimos los avatares de Digno Sánchez Español y su esposa Eufrasia.
Digno Sánchez ofició de carbonero en los años en que vivió con sus padres en una casa del Viñón, allá en plena sierra.
Nos cuenta López Andrade que “en los años 50, había numerosas familias de mi pueblo que habitaban la sierra desde el Viñón al Gavilán, pasando por la Romera, el Barranco de los Pobres, Puerto Rubio, la Alcornocosa o el Cuartanero”.
Y en ese ambiente de chaparros, encinas, y monte bajo, Digno aprenderá a hacer carbón, a engavillar las ramas y las támaras de los chaparros, a valorar la importancia del carbón de brezo en los trabajos de herrería…
Con la llegada de la Guerra Civil la familia de Digno se trasladará a Peñarroya, donde vivirá un suceso espeluznante: un amanecer, junto a la carretera de Fuente Obejuna, y mientras conducía un rebaño de ovejas hacia el matadero de Peñarroya, vino a sorprenderle un fuego cruzado entre rojos y fascistas del que pudo escapar de puro milagro.
En el capítulo IV ─ el que lleva por título “La voz de la lluvia”─ el autor recoge los impagables datos que María Josefa Español y sus hijos le aportan al relato.
Por su boca nos enteremos que hasta mediados de los sesenta la captura de lobos estaba muy bien pagada en el valle de los Pedroches; que a comienzos de esa década fue cazado el último de ellos “en la sierra que se extiende entre los términos de Belmez, Peñarroya, Villanueva del Duque, Espiel…”; y más aún, que “la fiera alimaña, hecha un guiñapo, fue paseada en carrillo por todo el pueblo y los niños, en gran comitiva, vociferaban y daban gloriosos vivas al cazador que había conseguido la descomunal proeza”.
Por ellos sabemos que entre los serranos se usaban albarcas, en lugar de zapatos: un trozo de manta con la que “nos envolvíamos bien los pies atándolos con una cuerda”.
Con María Josefa Español recuperamos la fe en el sentido mágico de la vida, que siempre adornó a la gente de pueblo; por ella supimos del valor terapéutico de la oración para curar las culebrillas y el mal de ojo:
─ “Y estas oraciones tienen que aprenderse pa que hagan su efecto el Día de la Ascensión, en la hora santa, que ocurre al medio día”.
Por ella nos enteramos de las distintos métodos usadas por los pastores para pronosticar el tiempo, tales como las cabañuelas; la observación de las piedras en el día de San Juan; la observación del cerco de la luna; la observación del estado de ánimo de los animales, etc….
Como conclusión final del libro entresacamos las palabras que dicen dos de sus protagonistas; de una parte Juanín, hijo de Digno, convencido de la pérdida de las raíces que como pueblo nos caracterizan:
─ “Entonces pasábamos penas─ dice serio─ y había mucha escasez. Esa es la verdad (….) Pero los vecinos estábamos unidos y la gente era más familiar, mucho más sencilla. Hoy to es muy distinto. Cada persona va a los suyo…
De otra parte Bibiana, la mujer generosa que convirtiera su humilde estancia en “La Casa de los Niños”; la persona incapaz de falsos debates, de verdades a medias, y de oscuras atrocidades, como las que actualmente ilustran el mundo de la política:
─ “En este país hay demasiado vicio y la gente se ha acostumbrado a la sopa boba”.
Ahí quedan esas tremendas palabras para que las analicen los estudiosos; un verdadero “almuerzo al desnudo” en tiempos de carnaval en que las ideas más estúpidas se sirven en bandeja de oro, en un cierto tono gris, aburrido y monocorde, como falsa expresión de belleza, de verosimilitud, de equilibrio…
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