10 de noviembre de 2018 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Recuerda ...
Recuerda ...
“Es una lata el trabajar; todos los días te tienes que levantar…” decía una melodía que propugnaba el amor como la panacea ideal contra toda clase de contratiempos:
─ “Aparte de esto, gracias a Dios, la vida pasa felizmente si hay amor”.
En un tono parecido al de Aguilé se expresaba Bertrand Rusell en su libro “Elogio de la ociosidad”; que para el filósofo galés la moral del trabajo es la moral de los esclavos en un mundo que no tiene la necesidad de esclavitud; y el concepto de deber “un medio utilizado por los poseedores del poder para inducir a los demás a vivir para el interés de sus amos más que para su propio interés”.
Unos matices más alarmistas manifiesta el escritor ruso Evgueni Ivánovich Zamiátin, quien en “Nosotros” pinta una sociedad donde la imaginación es amputada mediante una sofisticada cirugía, y donde el poder se satisface en su propio fuerza y en condenar al pueblo a la ignorancia, a la hambruna, y a la rutina del día a día que nos vende, con sus lacitos de adorno, el “Constructor” del “Integral”:
─ “Cada mañana, con la precisión de seis ruedas, nosotros, millones, nos levantamos al unísono, a la misma hora y en el mismo instante. Millones empezamos y terminamos de trabajar al unísono, a la misma hora. Y, fusionándonos en un único cuerpo de millones de manos, en el instante designado por las Tablas de la Ley, nos llevamos la cuchara a la boca, al mismo tiempo salimos a pasear (…), y nos vamos a dormir”.
Y cuántas buenas razones amparan la teoría de Zamiátin cuando vemos el trágico destino de esos locos del progreso que atan su vida a una máquina, de los grandes flujos migratorios de los que buscan un trabajo honrado con que alimentar a su prole, de los que huyen de la hambruna y de las guerras, de los que no se resignan a trabajar casi gratis para satisfacer los caprichos de un jeque, o el pragmatismo comercial de una marca de zapatillas deportivas.
Cuántas buenas razones le animan cuando vemos al “Tío Trampas” vendiendo el progreso y el rigor de unos números, luciendo con desparpajo su melena democrática, mientras en su país cincuenta millones de almas carecen de un seguro que les asista en la enfermedad:
─ “Yo le pregunto ¿a qué reza la gente? ¿Con qué sueña desde la cuna? ¿Con qué se atormenta? Con alguien que les diga de una vez por todas en qué consiste la felicidad y que luego les encadene a ella”.
Aparte de tanta desgracia, de tantas calamidades, y de todas las ideologías habidas y por haber, “la vida pasa felizmente si hay amor”, como proclama ese simpático cantante de enormes gafas, ridículo sombrero, y desproporcionada corbata de doble largo.
Y gracias a Dios cada año, en la época lluviosa en la que hace su entrada el otoño, unas hermosas setas de álamo resurgen de las más negras de las profundidades para traer a la luz gratas nuevas del amigo que se fue, y del que guardaré en mi memoria la elegancia gentil de su porte, su acogedora sombra, y la música de sus ramas.
─ “… donde con dulce sueño reposaba, / o con el pensamiento discurría
Por donde no hallaba/ sino memorias llenas de alegría”.
Que la memoria, según dice el diccionario, es la “facultad de recordar”; la “facultad de reproducir en la conciencia ideas o impresiones pasadas”, etc…; lo cual, y hasta cierto punto, induce a la confusión, pues estas definiciones valdrían también para ilustrar el significado de términos como “evocación”, o “recuerdo”, que son palabras sinónimas.
Y tratando de entenderme a mí mismo, la memoria sería pues ese corpus histórico de imágenes que a diario pasan ante nuestros ojos, y que nuestra mente selecciona o no, para subir las más llamativas de ellas al “disco duro” del subconsciente; la memoria sería, a mi entender, como una especie de “nube virtual” donde almacenamos palabras, sensaciones, escritos, retazos de nuestra vida, relaciones de sucesos que glosan distintas historias…
De “hablar de memoria” se dice, en un cierto lenguaje familiar, que es un modo de “hablar de modo irreflexivo o sin fundamento”; y es por ello que los que aprendimos las lecciones “de memoria”, amén de hacer el esfuerzo de repetir las mismas frases del libro, pasado el tiempo nos veíamos en la tesitura de tener que “rebobinar”, y “rumiar” lo aprendido, para así no hablar de corrido, como loros, y tal y como lo harían los profesionales de la política.
(“¡Qué derroche tanto coche, / tanto coche a troche y moche!”).
El “recuerdo” de la magdalena de que hablaba Marcel Proust, introduciría pues un valor añadido a esos datos de memoria.
Si la memoria se reduce a una sucesión de imágenes, el recuerdo consistiría en releerlas, en contrastarlas con otras, en estudiarlas en nuestro interior, en aquilatar su valor, y en pasarlas por el tamiz del corazón con el hilo de seda de los sueños y de la imaginación.
No hay que olvidar que en su etimología latina la palabra “recuerdo” proviene de “recordari”, compuesta de “re”, de nuevo, y “cordis”, corazón.
Luego recordar sería algo así como repensar una idea, una palabra, una imagen…, y verterla al corazón, con el fin de identificarse con ella, o conocerla de nuevo (“re─ cognoscere”).
Lo de la magdalena, pues, sería el mismo proceso mental que lleva a Daniel García Gallardo, desde su columna de “El Periódico”, a evocar “La Tienda de Ubitas Negras”, la cordialidad de su propietaria, y la amabilidad de un café con leche; a describir sus inviernos en un campo “vestido de un blanco brillante”, y adornado de unos árboles “que parecían haber sido pintados de armiño durante la noche, y a los que los primeros rayos de sol les producían brillos semejantes a los procedentes de los pequeños diamantes”.
Qué lejos tanta poesía del afanoso pragmatismo de los mandarines de la cultura, de los que han dado en llamar “Memoria Histórica” ─ “¡Remember El Álamo!”, “Recuerda El Maine!”, “¡Arrea!”─ a todo aquello que les conviene, como si toda memoria no implicara en sí misma una “historia”, o un relato…
¿No llaman tautología a esa fórmula retórica que consiste en repetir sin decir nada nuevo? ¿O acaso es para evitar confusiones con la “memoria fiscal”, o con la desmemoria de una democracia mangoneada por los mismos perros pero con distintos collares?
El olor, la ternura y la caricia de una humilde magdalena es lo que todos nosotros queremos sentir cuando escuchamos la melodía de una música del alma, de un nombre tantas veces ensoñado y repetido, cuando creemos reconocer una imagen querida en un álbum de fotos, cuando reconstruimos una historia que nos resulta familiar pero que vivía de incógnito en lo más profundo de nuestras raíces.
Hace tan solo unos días me vino a ver una visita inesperada: un viejo condiscípulo de la Universidad que me invitaba amablemente a una reunión con los compañeros de promoción.
Curiosamente le reconocí en un segundo; no ya por el tono de su voz, le reconocí cuando dijo: “Yo soy Pepe, el de Morón”.
“El de Morón”, dijo. Y aquí la imagen verbal, almacenada en mi hemisferio izquierdo, se reconcilió en un instante con la imagen visual de un joven, de sonrisa ancha y pelo negro, que en otro tiempo conocí, y que acudió a mi llamada en una especie de convocatoria mental…
Y como aquel que conduce un vehículo, al tiempo que escucha las razones de su acompañante, y va viendo las imágenes que le devuelve el espejo retrovisor, así me sentí en esos pocos minutos de conversación telefónica.
Por mi mente pasó la película de aquella reunión de amigos en el piso de Mari Carmen: la alegre celebración de “la konga de Jalisco, que va y viene caminando”, y el rubor y los colores de aquella amorosa pareja a la salida del ascensor.
Lo que me divertí aquel día bien merecería figurar como efemérides en el álbum de mis recuerdos.
El otro detalle que recordé consistía en uno de esos asuntos que te ayudan a saber quién eres, y a conocerte a ti mismo.
Era uno de aquellos días en que los pasillos de la vieja Fábrica de Tabaco, ocupados en tiempos por las humildes trabajadoras de Triana, recobraban el espíritu de D. Antonio Machado Núñez, y de esos otros espíritus revolucionarios, que sacaron sus conocimientos enciclopédicos de entre los muros de la Universidad, para llevarlos a la calle.
Y de pronto, el cataclismo. Los enormes portalones del aula se abrieron de par en par para dejar pasar como un vómito a un exaltado grupo de estudiantes que proclamaban a voz en grito la palabra libertad, y que ese día, y por h… se celebraría una reunión, y se suspenderían las clases.
A mi lado una voz de mujer, aterciopelada y amable, se atrevía a susurrar: “¡Por Dios, siempre nos toca a los mismos. ¿No podrían hacer sus reuniones en otra parte?”
Allí eran de ver las expresiones soeces de un individuo que, con patológica dureza se ensañaba contra un compañero─ “¡Facha, que eres hija de un militar!”─, y que con felina agilidad saltaba de dos en dos los enormes escalones a la toma de un ilusorio castillo.
Al día siguiente, como se repitiera la historia de la toma de Granada, y como el enemigo se hiciera con la tribuna, y con el arma de un micrófono, no perdí punto en saltar de mi asiento, como movido por animoso resorte, para clamar contra aquél: “Deja el micrófono de una puñetera vez, y no acapares la palabra. Deja que hablen los demás”.
Alguien me dijo una vez que nací para guerrero, y no lo quise creer; pero aquella frase, dicha así con desigual furia, debió desarmar al enemigo, y sonar como un atronador grito en mitad de aquel silencio.
Y allí mis nervios, en tensión, se disponían al ataque, y a proferir toda clase de barbaridades e insultos cuando ─ ¡Hay Dios! ─de entre las primeras filas del aula surgió la figura amable de Pepe, “el de Morón”, quien con voz calmosa y reposada habló en favor del compañero, haciéndole saber que allí había un grupo de estudiantes que le apoyaba, y que se oponían a cualquier tipo de manipulación.
Creo que fue eso lo que oí, que en tan precisos momentos las emociones son más poderosas que uno mismo.
Me senté en mi asiento, y respiré de indignación.
Hasta hoy no había contado semejante vivencia, ni había transmitido a Pepe el mayor de mis agradecimientos.
Gracias, amigo. No sé si, más allá de seis o siete, sabré reconocer a nuestros compañeros de promoción; pero no obstante, me alegraré de volverlos a ver, y de compartir con ellos aquellos momentos vividos.
En cualquier caso siempre habrá unas palabras cordiales, una sonrisa amable, un espacio de amistad…
Es cosa de agradecer.
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