30 de octubre de 2018 | Joaquín Rayego Gutiérrez
La Muerte y yo
─ “Un sueño soñaba anoche, soñito del alma mía/ soñaba con mis amores, que en mis brazos los tenía.”
La Muerte y yo
El día 2 de Noviembre tiene lugar en todo el orbe cristiano la celebración del Día de los Difuntos.
La presencia de la Muerte en nuestras vidas es un tema recurrente en la historia del arte y de la literatura, y muy particularmente en la etapa medieval y en el Barroco, donde “La Parca” se nos hace familiar en pinturas, relieves, esculturas…, en coplas, cuentos, apólogos, digresiones morales…, o en la pluma de escritores de la talla de Gonzalo de Berceo, el Arcipreste de Hita, el canciller Pero López de Ayala, el Infante D. Juan Manuel, el rabino don Sem Tob de Carrión, el cordobés Juan de Mena, etc…
─ “Estos reyes poderosos/ que vemos por escrituras/ ya pasadas,
con casos tristes, honrosos/ fueron sus buenas venturas/ trastornadas.
Así que no hay cosa fuerte, / que a Papas y Emperadores/ y Prelados,
así los trata la Muerte/ como a pobres pastores/ de ganados”.
De un contenido análogo al de estas coplas del palentino Jorge Manrique es el mural que lleva por título “Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central” (1948), del que es autor el mejicano Diego Rivera.
Similar por el tono pedagógico que en la referida composición se respira, y por la larga lista de personajes que aparecen en sus cinco metros de altura por quince de largo.
El mural, que en principio estuvo destinado a adornar las paredes del Hotel El Prado, figura en la actualidad, junto a otras obras del citado artista, en el Museo Mural Diego Rivera, en la Alameda Central de la Ciudad de Méjico.
En tan monumental obra se recoge a manera de “collage” toda la historia de México desde la llegada de los españoles, con la clara y encomiable finalidad de reconstruir la identidad del país; que como dijera el mejicano Octavio Paz en un magnífico ensayo que lleva por título “El laberinto de la soledad”: “Ser uno mismo es, siempre, llegar a ser ese otro que somos y que llevamos escondido en nuestro interior, más que nada como promesa o posibilidad de ser”.
No obstante el gran interés de la obra, se nos figura, como el Premio Nobel mejicano apunta, que “el arte público de México es un arte estatal, hinchado como un atleta de circo. Su único gran rival es el arte soviético. Nuestra especialidad es la glorificación de las figuras oficiales (…), pintadas o esculpidas con el conocido método de la amplificación”.
Siguiendo un criterio cronológico que va de izquierdas a derecha el gran “sueño” de Rivera plantea, en forma de síntesis, toda una visión personal de la historia de Méjico, que llevan al pintor a expresar opiniones como la de que “Dios no existe”, que le habrían de exponer a la más inclemente de las censuras.
La temática del mural está tratada en tres unidades, correspondientes a las distintas etapas históricas del país, estructuradas cada una de ellas en forma piramidal.
La primera está presidida por la figura de Benito Juárez (1858─ 1872), “Benemérito de las Américas”, que sostiene entre sus manos el libro de la Constitución. A su sombra figura toda una galería de personajes: Ignacio Ramírez “El Nigromante”, quien sostuvo la idea aquélla de que “Dios no existe”; Hernán Cortés, con las manos manchadas de sangre; Fray Juan de Zumárraga, sanguinario Inquisidor y primer Obispo de Méjico; capirotes que reflejan las llamas del Quemadero de la Inquisición; Sor Juana Inés de la Cruz, destacada poetisa, y defensora de los derechos de la mujer; el emperador Maximiliano, y la emperatriz Carlota; el general Santa Anna, junto al invasor norteamericano Winfield Scott, etc…
En la parte central del mural se nos muestra en lo más alto la figura adormecida del presidente Porfirio Díaz, en uniforme de gala. A su izquierda un globo aerostático, símbolo de la esperanza, que se eleva hacia los cielos.
Y debajo, toda una galería de personajes referidos a un pasado inmediato: destacadas personalidades de tiempos del dictador; la primera mujer, y la hija de Porfirio Díaz, vestidas de rojo, y de azul; el poeta modernista Manuel Gutiérrez Nájera, con una flor blanca en el ojal de su frac, que descubre su cabeza para saludar al autor de “Versos Sencillos”, el cubano José Martí…
Y lo más curioso de todo. En un primerísimo plano, con una sierpe de plumas alrededor de sus hombros, se nos muestra la Muerte Catrina, elegantemente vestida, y cogida del brazo de José Guadalupe Posada, su amoroso pintor.
A la derecha de la Muerte, agarrado de su mano, un niño con pantalones cortos y sombrero canotier; de los bolsillos de su chaqueta sobresalen un sapo y una culebra; en su mano derecha luce un paraguas, y en sus ojos se refleja una expresión de viveza y atención. Es Diego Rivera, el autor del mural, retratado como un niño.
Tras él la pintora Frida Kahlo, posa su mano derecha sobre los hombros de Diego, mientras con su mano izquierda sostiene el símbolo del Yin y el Yang.
Por último, y en lo que sería la tercera parte del mural, Francisco Madero, que ocupa el vértice de la pirámide, saluda bombín en mano. A su derecha, y en un destacado plano, la figura a caballo de un revolucionario. Y más abajo, hombres con granadas y fusiles, y banderas con leyendas de “Viva Zapata”, y “Tierra y Libertad”.
Sobre el poder regenerador de la Revolución se expresa con tono crítico el mejicano Octavio Paz:
─ “Las revoluciones del siglo XX han sido como como la revolución liberal mexicana del siglo XIX: tentativas por imponer esquemas geométricos sobre realidades vivas. Han engendrado monstruos.
(…) La Revolución no ha hecho de nuestro país una comunidad o, siquiera, una esperanza de comunidad: un mundo en que los hombres se reconozcan en los hombres y en donde el “principio de autoridad” (…) ceda el sitio a la libertad responsable”.
De uno a otro extremo, en la parte inferior del mural y como contrastando con las medallas e insignias que luce el poder, vemos el hermoso colorido del pueblo llano, representado en las figuras del “descuidero” que roba la cartera a su víctima, del anciano que duerme a los sones de la música, del vendedor del periódico “El Imparcial”, del globero, de los vendedores de dulces y de caramelos, de la joven indígena vestida de amarillo, del joven obrero y de su familia, expulsados de La Alameda por las fuerzas del orden, etc…
Como dice Andrea Kettenmann en su libro “Diego Rivera, 1886─ 1957. Un espíritu revolucionario en el arte moderno”, la de José Diego María Rivera es la gruesa anatomía de un hombre manso y vital.
Pero ahondando un poco más en tan “mansa” biografía, bien puede decirse que la vida de Diego Rivera es el fruto de una clara disonancia entre la apariencia y la realidad.
En el colmo de su fantasía, que tanto nos recuerda la del gallego Valle Inclán, Diego nos dice que fue caníbal, que participó como revolucionario con los zapatistas, etc…
Pero la verdadera personalidad del pintor la desvela la escritora Elena Poniatowska, en su libro “Querido Diego, te abraza Quiela”, de la Editorial Tmpedimenta
Allí podemos leer las angustiosas cartas de amor de “Quiela”, diminutivo con el que firma Angelina Beloff, dirigidas a su querido esposo.
En 1907 el mejicano había llegado a España, gracias a una beca. Aquí había conocido a Ramón Gómez de la Serna, y entrado en contacto con la vanguardia (Picasso, Gris, etc…). Por esta razón Diego viajaría ese mismo verano hasta Francia, y de allí a Bélgica, donde conocería a una pintora rusa seis años mayor que él: Angelina Beloff.
El 11 de agosto de 1916 nacería el niño Diego, que fallecería un año más tarde a consecuencia de una gripe.
En su carta de 15 de noviembre de 1921, Angelina le recordaría a su amado la muerte de Dieguito ─“Aún puedo escuchar sus chillidos que fatigaban tanto tus nervios”─, al tiempo que solicitaba para ella unas letras de cariño:
─ “Mi mayor alegría sería ver entre mi escasa correspondencia una carta con un timbre de México, pero este sería un milagro y tú no crees en los milagros”
Angelina pasa hambre en Europa, y no recibe ni un triste chavo de su amado pintor.
Y para mayor agravio, es a través de ella que su esposo le pasa una pequeña pensión de 300 francos a Marika, la hija que no tuvo a bien reconocer, fruto de sus relaciones extra ─ conyugales con la artista rusa Marievna Vorobiev Stebelska, a la que conoció en 1915, en París:
─ “Marievna tiene una hija tuya que está viva y crece y se parece a ti, aunque tú la llames “la hija del Aemisticio”. Tú has sido mi amante, mi hijo, mi inspirador, mi Dios, tú eres mi patria”.
De la pequeña Marika le dice Angelina que “me han dicho que ella se te parece muchísimo”; pero ni toda la ternura del mundo es suficiente para reblandecer la dureza de corazón de un ególatra redomado:
─ “Ella me dio todo lo que una mujer le puede dar a un hombre (…) En cambio recibió de mí todo el dolor en el corazón que un hombre puede causarle a una mujer”.
Para el gran artista mejicano todo se resuelve en una huida hacia adelante, en no reconocer su paternidad, en dejar tirada a su mujer, y en volver a su casita, que para él es “como si hubiese vuelto a nacer”.
Tras una nueva relación con Guadalupe Marín, de la que tiene dos hijas, vendrán nuevos escarceos con la fotógrafa Tina Modotti.
Y más tarde un viaje a Moscú─ ya por entonces Diego forma parte del comité ejecutivo del Partido Comunista de México, junto a pintores de la talla de David Alfaro Siqueiros, Carlos Mérida. Javier Clemente Orozco…─, y un tercer matrimonio con la pintora Frida Kahlo.
Y tras la muerte de Frida, su casamiento con la editora Emma Hurtado.
Toda una colección de amores y amoríos, que tienen su fin un 24 de noviembre de 1957, cuando el pintor sufre un infarto, y la Muerte Catrina corre a su encuentro para ofrecerle su mano:
─ “Un sueño soñaba anoche, / soñito del alma mía,
soñaba con mis amores,/ que en mis brazos los tenía.
Vi entrar señora tan blanca,/ muy más que la nieve fría.
─ ¿Por dónde has entrado, amor?/ ¿Cómo has entrado, mi vida?
Las puertas están cerradas,/ ventanas y celosías.
─ No soy el amor, amante:/ la Muerte que Dios te envía”.
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