10 de octubre de 2018 | Joaquín Rayego Gutiérrez

El diablo en El Terrible

“Los trabajadores que a tan desangeladas horas se dirigían a la Fundición hurtaban la mirada a tan denigrante escena, y uno de ellos comentaba: “¡Se llevan al republicano!”

El diablo en El Terrible
El diablo en El Terrible
Cuando allá por los 80 el poeta Abelardo Linares visitaba la ciudad de Buenos Aires se acercó a conocer al también poeta y escritor Jorge Luis Borges─ destacado hombre de letras al que la política, y no los méritos propios, escatimó el Nobel de Literatura─, quien le habló de su estancia en Sevilla, del movimiento Ultraísta, y de un personaje que a su entender ostentaba el mérito de ser uno de los mejores sonetistas de nuestra lengua: el malagueño Pedro Luis de Gálvez.
El grado de sorpresa del editor sevillano iría a más cuando el octogenario escritor se lanzó a recitar un soneto de Gálvez, inspirado en un retrato de Zuloaga:

─ “Cardenal español. Recio. Cetrino. / Mollera escasa. Autoritario empaque.
Más que de cardenal, tiene de jaque. / Nada en su frente acusa lo divino.
Como la piel, reseca la conciencia. / Gestos de inquisidor. Entre los dedos,
Descabalgados penden los quevedos / con que a rezar se ayuda Su Eminencia.
Un fámulo galán, de rostro hermoso, / frena con la actitud sumisa y grave,
De la envidia el acervo doloroso.
Es acaso el sobrino. Acaso el hijo. / Ganímedes tal vez… ¡Nadie lo sabe!
(Ausente de la escena, el Crucifijo)”.

¿Pero quién era aquel desconocido que tales capacidades artísticas mostraba a los ojos del ilustre ciego?
Para sus contemporáneos Pedro Luis Gálvez fue uno de esos individuos sin otro oficio conocido que el de medrar; de esos que todos decimos que es un “alma de Caín”, que “no es trigo limpio”…
Sin ir más lejos, para D. Pío Baroja resultaba ser un individuo “extravagante y satánico”.
En “Un hombre que se va” el también bohemio Eduardo Zamacois se hacía eco de las palabras de la actriz Carmen Sanz, la jovencísima esposa de Gálvez a la que un marido desalmado había puesto a la venta por el módico precio de cincuenta duros.
Una historia similar referiría González─ Ruano a quien Gálvez pidió que le acompañara hasta su casa para, una vez allí, desnudar a zarpazos a Teresa Espíldora ─ la madre de sus dos hijos, y la amante esposa que le acompañó en sus últimos veintidós años─, con la malvada intención de obtener del periodista los diez duros que necesitaba.
Para no ser menos el sevillano Rafael Cansinos Assens, en “La novela de un literato”, se haría eco de aquella macabra anécdota, tantas veces referida, en la que el escritor paseaba una cajita con los restos de su hijo, para mover a sus amigos a la compasión.
En “Los bohemios y sus anécdotas”, de Editorial Renacimiento, el profesor José Esteban recoge una muestra de los “sablazos” de Gálvez, como el que consistía en fingirse moribundo y, tras recibir los Sacramentos, obtener la caridad de un billete que las damas protectoras dejarían sutilmente bajo la almohada del enfermo.
En su “Galería de tipos de la época” el escritor Pío Baroja se arriesgaría a más cuando dijo que durante la Guerra Civil Gálvez se jactaba de haberse cargado a doscientos hombres en el transcurso de una semana.
Y Ramón Gómez de la Serna, en sus “Retratos Completos”, se limitaba a hacer las maletas para viajar al extranjero, viendo la estremecedora imagen de Gálvez con sombrero de ala ancha, ropa de mejicano, y dos pistolas en los costados.
Que con tales argumentos de matón fue que un buen día a nuestro hombre se le ocurrió presentarse en la Cárcel Modelo, donde se encontraba preso Ricardo Zamora, para proclamar con voz estentórea su amistad con el famoso guardameta:

─ “He aquí a Ricardo Zamora, el gran jugador internacional de fútbol. Es mi amigo, y muchas veces me dio de comer. Está preso aquí y esto es una injusticia. ¡Que nadie le toque el pelo de la ropa! ¡Yo lo prohíbo!”.

Al parecer el furibundo bocazas besó y abrazó a su ídolo, que a los dos días salía a la calle con más miedo del que ya tenía antes de entrar en la cárcel.
De muy distinto signo es la historia que se llevaría la vida del comediógrafo andaluz D. Pedro Muñoz Seca, a quien al parecer Gálvez fue a visitar dando órdenes estrictas a sus carceleros de que se lo cuidaran bien, reservando para sí el “derecho” de matar a tan distinguido colega:

─ “Ya sabéis que a éste no le mata nadie más que yo”.

Y tras ser llamado por un tribunal a rendir cuentas de si en sus comedias se había burlado de los obreros, o no, el autor de “La venganza de don Mendo” amanecería fusilado en Paracuellos, sin que su fino humor sirviera para justificar a sus verdugos:

─ “Podréis quitarme la cartera, podréis quitarme las monedas que llevo encima, (…); podéis quitarme hasta la vida; sólo hay una cosa que no podréis quitarme, por mucho empeño que pongáis: el miedo que tengo”.

¿Quién era este D. Pedro Luis Gálvez, si no fue un ser de “ficción”?
¿Era tal vez un mentiroso compulsivo que presumía de matón, como alguien dijo, para sacar a sus amigos de las checas?
¿Y qué circunstancias le llevarían a ejercer de “sablista”, y de verdugo, con las grandes cualidades artísticas que le atribuían?
¿Fue tal vez el “ángel─ diablo del alcohol”, del que hablaba Rubén Darío, su más ilustre consejero?
En sus “Entrevistas literarias”, Alfonso Camín preguntaba la razón de que no escribiera con mayor asiduidad, y Gálvez le contestaba: “Para que no me lean los tontos”.
Una respuesta tan falta de sentido para quien dice ser republicano como la de aquella señora “de izquierdas”, amiga histórica del Sr. X, que evitaba ir a “Continente” para no ver la raja del culo a los “horteras” que se inclinan para coger unas latas de cerveza, o bien una caja de leche.



El hombre es un precipitado de agua y sales minerales, según dicen, con apariencia de espejo que pregona claridades; todo un cúmulo de experiencias y de sentimientos que, debidamente decantados, se presentan al microscopio como un reservorio de bacterias.
Luces y sombras que afloran a la hora del retrato. El oficio de hombre del que dice el cardenal Bergoglio que nos lleva a hacer camino, y a mancharnos las botas de barro.
“El que esté libre de culpas que tire la primera piedra”, que dijo alguien; pero que si hubiera que expurgar los manuales de texto, o los rótulos de la calles, o volver a escribir la Historia, habría que cuidarse mucho de voceros, que una cosa es admirar el arte y otra muy distinta aplaudir las “salidas de pata de banco” de una estirpe de tiranos.
¿En orden a qué habría que aceptar las afectadas mentiras que algunos se inventan para su propio provecho; en orden a qué clase de ética, de estética, o de méritos elaborados en las Cátedras de los Privilegios, la Desvergüenza, el Amiguismo y la Mentira?

En las seiscientas páginas de su libro “Las máscaras del héroe” el escritor Juan Manuel de Prada amén de referir con toda suerte de detalles la vida y milagros de la “santa bohemia”, incluye una carta de ficción ─ la que Pedro Luis Gálvez envía a D. Francisco Garrote Peral, inspector de prisiones─ en la que explica en forma novelada la triste historia de nuestro fingido “héroe”.
Pedro Luis de Gálvez y López nació en el barrio del Perchel, en Málaga, un 1 de mayo de 1882; y cincuenta y ocho años más tarde, a finales de un mes de abril de 1940, murió fusilado en Madrid, pese a elogiar en sus versos al vencedor, como hizo Manuel Machado.
Hijo de un general carlista, Pedro Luis fue educado en la Compañía de Jesús, pero escapó de sus garras según él mismo confiesa en una entrevista a D. Alfonso Camín:

─ “Siendo seminarista en Málaga compuse una sátira contra mi profesor de latín, y de aquella inocente burla provinieron todas mis desdichas. El catedrático me tiró de las orejas hasta hacerlas sangrar. Yo le metí entre ceja y ceja un tintero de vidrio”.

A sus dieciséis años la economía familiar estaba ya por los suelos, y la familia hubo de trasladarse a Madrid donde Pedro Luis ingresó en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, obteniendo un segundo puesto tras el granadino José María López Mezquita.
El problema surgió cuando el rígido padre tuvo conocimientos de la afición de su hijo a las modelos, a sus desnudos, y a importunarlas con descarados tocamientos…
El siguiente paso llevaría a nuestro hombre al correccional de Santa Rita, de donde escapó para trasladarse a París, la Ciudad de la Luz en la que mal vivió de sus dibujos y caricaturas, y de cuyo infierno salió gracias al guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, que se encargaría de comprarle el billete de vuelta hasta Irún.
Y ya en la ciudad guipuzcoana Gálvez tuvo la fortuna de recibir ayuda por parte de D. José Nakens, editor de “El Motín”, periódico sevillano fundado en 1881, en cuyas páginas sentaría plaza de “alabardero” el osunés D. Francisco Rodríguez Marín.
Este Nakens fue el mismo que escribió aquel incendiario poema: “Cristo en el Vaticano”; el mismo que admitió haber cobijado en su casa al anarquista Mateo Morral, tras su famoso atentado; el que promoviera una campaña contra el vate Campoamor, por plagiar en sus versos a Víctor Hugo; y el que a la pregunta de Alfonso Camín “¿Qué le movió a desagraviar al poeta?”, respondiera con tan leales palabras:

─ “No haberlo defendido ninguno de sus compañeros. Ni cuatro líneas en favor de él. Yo me desesperaba. Entonces yo defendí a Campoamor contra la envidia de los demás, contra el silencio de los demás, y contra mi propio ataque”.

Como ya subrayábamos con anterioridad, el hombre es un “combinado” de agua, y de sales minerales; y a Gálvez le debió de gustar tanto la generosidad, y la sal del viejo anarquista que, sin pensárselo dos veces, puso su brújula hacia el Sur.
Cádiz, Jerez y San Fernando serían testigos de su renacido espíritu revolucionario.
Y sería por un encendido discurso sobre el “Alma andaluza”, y por unas palabrillas de más, referidas a la sífilis del monarca, que la Guardia Civil se vería obligada a llamarle la atención.
Lo que acaso no esperaban era que Gálvez sacara un revólver, y pusiera tierra de por medio disfrazado con los hábitos de cura que un amigo de su padre le prestó.
Su nuevo destino sería el pueblo minero de Pueblo Nuevo del Terrible (Córdoba), donde por esas fechas ya se había plantado la semilla de la “Escuela Moderna”, que alentaba el pedagogo catalán D. Francisco Ferrer:

─ “Tu nombre vive en la memoria humana.
Su roja luz envolverá mañana
el limpio amanecer de la Anarquía.
Arma la más terrible (…) fue la “Escuela Moderna” que fundaste.
Y, en tu negra y helada sepultura
grita una voz que hasta nosotros llega
“¡La cadena del Pueblo es la incultura!”

“El grito del hambre” de que habla el cardenal Bergoglio, tenía en estos pueblos mineros su más lograda plasmación.
El grito que Gálvez lanzara a los cuatro vientos en la Plaza Mayor de El Terrible─ “que, por cierto, ostentaba en su centro una picota, como símbolo premonitorio y de mal agüero”─, donde el furibundo orador no se andaría con rodeos, a vueltas con la anarquía, y la sexualidad pervertida del rey, y donde se jugaría la cárcel a una sola carta, como muestra la foto que aparece en uno de los libros de Camín, bajo el epígrafe de “Pedro Luis de Gálvez en la cárcel de Pueblo Nuevo del Terrible”, en que la que vemos a un joven melenudo, sentado a la mesa de la única celda del calabozo, aplicado en la escritura, con la estimulante presencia de una botella de vino.
Todos esos lances de guerra los explica el interesado en un libro que titula “En la cárcel” (Cádiz, 1906), que no nos ha sido posible consultar, pero de cuyo contenido tenemos noticias gracias a los trabajos de Javier Barreiro en “Letras de la Subbética”, de Iznájar (Córdoba).
La obra, según refiere Barreiro, se abre con una cita de Schopenhauer: “El mundo es el infierno y los hombres se dividen en almas atormentadas y demonios atormentadores”.
Los capítulos de la primera parte son de carácter autobiográfico, y aparecen fechados; así en el primero de ellos ─ “De Pueblo Nuevo del Terrible a Bélmez. 1─IV─1905”─ se describe la salida del reo de la cárcel, en plena madrugada, al amor de las estrellas, subido en burro, y con cadenas en los tobillos.
Los trabajadores que a tan desangeladas horas se dirigían a la Fundición hurtaban la mirada a tan denigrante escena, y uno de ellos comentaba: “¡Se llevan al republicano!”
El capítulo dos, “De Bélmez a Espiel”, fechado el 2 de abril, nos muestra a Gálvez a la sombra del castillo de Bélmez, acompañado de tres asesinos, autores del llamado “crimen de Hinojosa”, del que la única víctima el prestamista Pablo Gallego García.
El capítulo tres, “De Espiel a Córdoba. 3 ─IV ─1905”, refiere la corta estancia de Pedro Luis en el calabozo de Espiel, donde compartirá celda con un anarquista condenado por no “descubrir” su cabeza ante la presencia del Sr. Alcalde. En tales circunstancias alguien lamentaría que ya no se permitieran en la cárcel ni las “jembras”, ni el juego.
En el capítulo cuarto, “De Córdoba a la Isla de San Fernando. 21─IV─1905”, se habla del viaje en tren hasta Utrera, donde los presos y sus vigilantes habrían de tomar el exprés de Cádiz. Por su puesto, a costa del dinero de los propios condenados.
Finalmente, la llegada a San Fernando, el mismo día que Jesús entra en Jerusalén, en palabras de Gálvez.
En el capítulo quinto, “De San Fernando a Cádiz.3─IV─1905”, el malagueño hace referencia a los continuados careos y declaraciones a los que se ve sometido, y la delicada situación judicial a la que se verá abocado tras una estricta condena de catorce años, luego reducida a los cuatro largos años que pasó en el penal de Ocaña, donde la mayor parte de su tiempo la pasaría el reo con la pierna atada a una corta cadena.
Dejaremos para otro momento el indulto, obtenido gracias a la campaña orquestada desde las filas del periodismo; el abandono de su esposa Carmen; su periplo por Europa, que recorrió sin un céntimo en los bolsillos; su amistad con el príncipe Wied de Albania, y con el esteta italiano Gabriele D´Annunzio; su estancia en Portugal, como corresponsal de “O Mundo”; su presencia en África, como corresponsal “El Liberal”, y como testigo de la masacre española en el barranco de Lobo; su pertenencia a la CNT, y al partido de Ángel Pestaña.
Una vida tan movida, y al tiempo tan similar a la de Alfonso Vidal y Planas, bohemio como Pedro Luis, hijo de militar, estudiante en un Seminario de donde se fugaría por falta de fe, soldado en las batallas del Gurugú, y del barraco de Lobo, víctima de un Consejo de Guerra, loco de atar, novelista, vividor, etc...
Un 11 de abril de 1939 nuestro escritor sería detenido en Valencia, y traslado a Madrid, a la cárcel de Porlier, donde el autor de “El sable. Arte y modos de sablear” permanecería encerrado hasta su alevosa muerte a manos de un pelotón de fusilamiento.
Genio y figura. Dicen que sus últimos momentos Gálvez los dedicó a charlar con sus amigos, y a escribir unas letras para su mujer y sus hijos; que cuando fue invitado a confesar sus pecados alegó que era teósofo, y que no necesitaba de un cura para hacerle de intermediario ante Dios.
¿Tan demonio fue Pedro Luis Gálvez? ¿Pero y esa otra imagen paternal en la que aparece el escritor sosteniendo sobre sus rodillas a sus hijos Pedro y Pepe?
Supongo que alguien como él, tan “sensible” a la justicia social y a la belleza, tampoco se habría perdonado; que entre el dicho y el hecho…
Probablemente se habría destruido en señal de protesta, como muy recientemente hizo el pintor Banksy con su cuadro “Niña con globo”.
 
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