10 de julio de 2018 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Ojos de gato. (A Elizabeth en silla de ruedas)
Ojos de gato
Paseaba por el campo y, al ir a saltar un regato, me vino a ver la mala suerte al resbalar sobre un carámbano que el relente había formado.
Aterrizaba sobre la hierba húmeda y ya enseguida noté la gravedad del percance.
Fue un año de salas de espera, de médicos y hospitales, de dolorosa rehabilitación, y de idas y venidas capaces de agotar la paciencia del santo más santo; pero fue también un año que me sirvió para apreciar los estrechos lazos que nos unen a la familia; para reunir en casa a los amigos, sin miedo a los habituales prejuicios del "¡Pues yo más limpio que tú!"; para compartir su comida, que traían de casa para regalar a todos; para cantar viejas canciones en coro, y evocar el espíritu burlón de los frailes goliardos; para leer en voz alta obras de teatro, como aquella “Farsa del cornudo apaleado", en que cada cual representaba un papel que le asignaban los demás, y que le venía como anillo al dedo,…
En el día a día era mi propia familia la que tiraba de mi pesada anatomía y de mi sillita de ruedas, para llevarnos juntos a cualquier parte.
Y en una ocasión, de camino a la rehabilitación, una lluvia pertinaz sorprendió de improviso nuestro paseo a orillas del río, y para salir de allí no hubo más leña que la que arde, ni más remedio que tirar de ambos, contenido y continente, a pulso y por una empinada escalera. Y por cosas del destino, allí se obró esa especie de milagro, que ni quien tiraba pensó que tendría tanta fuerza, ni yo tanta confianza en salir de aquel trance con buen pie.
Pero tanto apoltronamiento y holganza me sirvió sobre todo para "ver".
Sí. Para ver a mi alrededor, y para mirar dentro de mí con la curiosidad de un Narciso.
Como continuamente me sacaban a respirar del aire menos viciado, pronto pude hacer amistad con los que, a falta de carro, sacaban a su perrito a pasear por el parque; y escrutar la vida y milagros de un montón de pájaros que desconocía que vivieran tan cerquita de mi casa: martinete, martín pescador, fochas, cormoranes, garzas reales, y ánades, que pronto se habrían de convertir en mis mejores amigos.
( “¡Misterio indescifrable de las cosas! Imágenes que ya no volveremos a tener. No volveremos a tener con la pristinidad de ahora”).
Y no digo nada de nuestros amigos los árboles. Qué decir, si con su armónico porte y con su amplia paleta de colores nos brindan todo un mar de sensaciones: árbol del amor, paraíso, olmo, palmera, naranjo, jacaranda, plátano, magnolio, ficus, tipuana, falsa acacia… ¡ qué “buena sombra” me disteis, y cuánto más fácil me hicisteis las asperezas del camino!
Porque no sé si caí en decir que, amén de esa incomodidad que raya el trasero, la silla de ruedas te proporciona una visión diferente a la normal.
Una visión “infantil” que nos resulta distinta: ni la prepotencia del de mira desde arriba, ni el tono democrático de quien ve a una misma altura, antes bien, la humildad del que necesita un báculo, y de quien se deja llevar por la confianza del que siempre va a su lado, que ya es mucho decir…
─ “Hilos invisibles de las vidas humanas que se cruzan y entrecruzan en el espacio infinito. Imperio del azar. El azar de las nubes que va revistiendo formas diversas y el azar de las vidas humanas. Y encerrado el entendimiento del hombre en la prisión de las representaciones. ¿Realidad de las cosas? ¿Existencia de una realidad que no podemos aprehender? (…) El tejerse y destejerse, con un ritmo que desconocemos, de las vidas humanas”.
De tan obligado tiempo de ocio, que se remonta ya a algunos años, pensaba escribir un artículo que hablara de ese sexto sentido que pintores, investigadores, oculistas, pícaros y oftalmólogos con tanto celo cultivan: la mirada.
─ “Carcelera, toma la llave / que salga el preso a la calle.
Que vean sus ojos los campos, los mares/ el sol, la luna y el aire”.
Lo pensaba titular "Ojos de gato", pues al parecer los egipcios llamaban al gato "mau", que significa "ver", atribuyendo al felino el "arte" de la adivinación.
Así mismo el utchat, icono que representa el ojo sagrado, me haría tal vez de amuleto para defenderme esta vez de una segunda caída.
No me podía sorprender de que se le atribuyese a este animal una inteligencia de "adivino", si por referencias sé de su agudo sentido de la orientación, y de esa especie de reloj biológico que rige su destino, que le pone sobre aviso en catástrofes ambientales, y que le hace regresar al lugar del que partió.
En Egipto la acción de matar un gato era considerado un crimen; y cuando un gato moría se vestía de luto la casa y, en su honor, sus moradores se afeitaban una ceja. Como hacen los modernos.
Tal era el ascendiente espiritual del felino que los ojos de Ra, el dios del sol, eran representados por Bastet, la diosa con cabeza de gato, y por Sechmet, el dios con cabeza de león.
A Bastet, la Dama de la Vida, que representaba la fertilidad y la maternidad, todas las primaveras se le rendía culto en la ciudad sagrada de Bubastis, y hasta allí acudían sus fieles navegando las aguas del Nilo.
También para otras culturas que hunden sus raíces en las tinieblas del tiempo el gato era la representación del sigilo, de la velocidad, y de las “artes adivinatorias” que se trasluce en su fría mirada.
Los mosaicos de Pompeya, los Bestiarios de la Europa medieval, los grabados y pinturas del siglo XIX ─ los de Gustavo Doré, Auguste Renoir, y otros─, y una gran cantidad de relatos, como “El gato con botas”, o como “Alicia en el País de las Maravillas”, son una clara muestra del prestigio que alcanzara en la historia de la cultura.
En Perú, el gato alado que lanzaba rayos de luz por los ojos era la viva imagen del mal, al igual que lo fuera en la Europa medieval donde era perseguido, y donde cundiría la especie de que las brujas acudían a los aquelarres a lomos de gatos, o montadas en escobas impregnadas de ungüentos alucinógenos que las ponían a volar.
Sea como fuese, la realidad es que hubo un tiempo en que el hombre se “miraba” en los demás, más allá incluso de la caja tonta del televisor; y que disfrutaba hablando con sus vecinos en la partida de mus, en la Plaza de Abastos, en los descansos del cine, a la puerta de su casa, o en los bailes del casino.
"En la aldea se puede uno poner libremente a la ventana, mirar libremente desde el corredor, pasearse por la calle, sentarse a la puerta, pedir silla en la plaza, comer en el portal, andarse por las eras, irse hasta la huerta, beber de bruces en el caño...", escribía fray Antonio de Guevara, mucho antes de que brotaran como hongos estas colmenas que llaman ciudades.
Luces y sombras. Auroras y nubes. Claridad y misterio. La naturaleza espejada en el arte, y el arte como fiel reflejo de la propia naturaleza.
“La belleza es la conexión de las varias partes, y en esta misma variedad estriba la belleza del todo”, escribía el poco ortodoxo Giordano Bruno.
En el laberinto de Dédalo Ariadna tira del hilo, mientras Penélope cose y descose la tela, en espera de su marido.
Edipo interroga a la Esfinge, y Stendhal, cansado de tanta pregunta inútil, lía la madeja de un síndrome.
Gracias a los ojos de gato, y a nuestra mirada de niño, nos hacemos partícipes de tantas y tantas claves como el universo encierra.
¿Se ha fijado, por casualidad, de que la historia de la pintura está llena de gente que mira, y de respuestas imposibles?; ¿de fotógrafos, cineastas, y escritores que nos hacen la pregunta, y que nos invitan a contestar?
¡Cuánto misterio encierra la vida, y cuántos interrogantes por resolver!
Lo de mirar con criterio algunos lo aprendimos un poco tarde, y a estas alturas de vida ya cuesta; que de otro modo habríamos sido policías, cotillas, pintores, artistas, internautas, o tal vez investigadores de postín.
Lo poco que aprendimos fue gracias a la curiosidad de James Stewart, personaje de ficción en "La ventana indiscreta", la película de “suspense” con la que Alfred Hitchcock nos puso el corazón en un puño, y los ojos en unos prismáticos.
Lo poco que aprendimos fue gracias a esos personajes herméticos que nos hablaban desde las páginas de un libro, como queriendo decir.
Lo poco que aprendimos fue gracias a Berthe Morisot, Gustave Caillebotte, Edward Hopper, y tantos y tantos pintores que nos enseñaron a ver.
Lo poco que aprendimos fue gracias a la mirada ensimismada de un gato, de un niño, de un poeta, o un pez, que nos llevan a formularnos siempre la misma pregunta:
─ ¿Y en qué cree usted que estará pensando?
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