11 de junio de 2018 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Marea Blanca por una Sanidad Pública

“Andaluces de aceituna, nacidos entre guitarras, y forjados en los yunques torrenciales de las lágrimas…”

Marea Blanca por una Sanidad Pública
Marea Blanca por una Sanidad Pública
Mediodía en el reloj del Ayuntamiento de la sevillana Plaza Nueva.
Con aire festivo de domingo una ingente manifestación de ciudadanos avanza ordenadamente a lo largo de la Avenida de la Constitución, en otro tiempo frecuentada por los clérigos de la catedral de Santa María de la Sede, y por avispados comerciantes que acudían al calor del dinero, cual las moscas al olor de la miel.
Al llegar a la Puerta de Jerez, donde antaño las murallas se abrían al campo, la densa columna desvía su marcha en dirección hacia la calle San Fernando, donde la vieja Fábrica de Tabaco, para discurrir a continuación por el Paseo del Cid, y de las Delicias, a la suave sombra de los plátanos, y a la caricia malva de las jacarandas en flor.
Allí las rimas y eslóganes, agitadas al aire en sendas pancartas, son vivos colores de la sal de esta tierra ─ “Susana no sana”─ no exentos de una comedida dosis de indignación popular: “Nos estáis matando ¡Cabrones!”.
Llegando al Palacio de San Telmo, sede de la Presidencia de la Junta de Andalucía, un nutrido grupo de personas se lanza a cantar el himno de Andalucía, dejando entre los oyentes una sonrisa en la boca y un nudo en el corazón al oír los acordes de tan filantrópicos versos: “¡Sea por Andalucía libre, España y la Humanidad!”
Más allá, en los Jardines del Cristina, punto final de la manifestación, una placa de mármol dedicada al sevillano Vicente Aleixandre recuerda a los asistentes el tono elegante y democrático que ha de presidir una concentración de ciudadanos, que no necesita de la aquiescencia de los partidos políticos, ni de los medios de comunicación afines al poder, para plantar cara a la injusticia y a la mentira:

─ “Era una gran plaza abierta y había olor a existencia.
Un olor a gran sol descubierto, a viento rizándolo,
un gran vuelo que sobre las cabezas pasaba su mano,
su gran mano que rozaba las frentes unidas y las reconfortaba”.

El busto del gaditano D. Emilio Castelar, arropado por dos mujeres que representan la Oratoria, y la Justicia, recuerda a todos que es el momento crucial de los buenos oradores, del verbo fogoso de Jesús Candel, fundador y líder de la Asociación “Justicia por la Sanidad”, movimiento reivindicativo nacido al calor de unos profesionales de la Salud consternados por los recortes, y por la mala deriva de la Sanidad andaluza.
Entre la gran cantidad de detalles que apunta el doctor Candel, anotamos algunos, cuales son: la corrupción; la mala gestión sanitaria; la falta de transparencia en la publicación periódica de las listas de espera; la nula información en lo referente a la externalización de servicios y conciertos con la sanidad privada; la necesidad de un aumento de plantillas en hospitales y centros de salud; el escaso tiempo con que cuentan los médicos para atender con garantía a cada uno de sus pacientes; la necesidad de que sean cubiertas las ausencias de larga duración en las plantillas; la falta total de una valoración justa, que posibilite la promoción de los equipos dirigentes por una demostrada capacidad profesional, y no por obra y gracia del dedo índice…
(A mi lado un señor mayor atiende con gestos afirmativos las palabras del orador: “Soy de la profesión, y éste sabe muy bien lo que se dice”.)
Entre una salva de entusiastas aplausos se levanta la reunión.
Son las tres y cuarto de una de esas hermosas tardes primaverales. En Andalucía, la hora mágica de la siesta:

─ “La siesta de paz y oro/ en los umbrales se acuesta.
De soledad y silencio/ toda la casa se llena.
Por el aire de la estancia/ los pensamientos navegan”.

“Andaluces de aceituna, nacidos entre guitarras, y forjados en los yunques torrenciales de las lágrimas…”
Andaluces de Córdoba, de Jaén, de Huelva, de Cádiz, de Granada, de Almería, de Motril, de Salobreña… ; representantes de las más diversas asociaciones, y profesionales de la Medicina, se arriman calladamente a la sombra de un árbol, o a la umbría de una pérgola, para tomar un refresco y un bien merecido piscolabis.
Mientras esperan pacientes la llegada del autobús, sueñan: sueñan que un día la historia habrá de cambiar; que no habrá desaprensivo capaz de cerrar una planta entera de hospital para uso propio, mientras haya un solo paciente tirado en mitad de un pasillo; que habrá un día en que la Justicia tome partido por los justos; que, como dice Candel: “¡Ya están tardando demasiado!”.
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