9 de junio de 2018 | Joaquín Rayego Gutiérrez
La vida que nos espera
─ “Sin luna y sin destellos, ¿dónde encontrarán albergue/ Los mártires de un camino malo?”
La vida que nos espera
Llueve sobre la ciudad. Bajo el refugio de un paraguas las espaldas de la joven que me adelanta unos pasos parecen combarse ante el peso de la duda: “¡La vida que nos espera..!”, comenta con voz triste y contenida, el alma pegada al teléfono móvil cual enfermo que espera un dictamen fatal.
La ciudad para algunos es el reino de la desesperanza y de las aristas, de la mentira y los ascensores, de la angustia reflejada sobre el mapa de unos rostros.
Por el contrario, para otros la ciudad es la aventura diaria, el soniquete de las monedas, el runrún de los motores, el placer de lo prohibido…
El frutero de mi calle se dispone alegremente a recibir el agua mansa de lluvia en mangas de camisa, con una abierta sonrisa del joven crecido entre pámpanos que echa a volar sus manos al aire para saludar a la clientela con un expansivo gesto:
“¡Qué buen veranito nos espera!”
¿En qué quedamos?, me pregunto, deshojando la margarita de una improbable votación virtual: ¿Merece la pena vivir la vida que nos espera?
Supongo que sí, porque si es vida no deja de ser un regalo de Dios, y “si hay vida, hay esperanza”, por mal que la cosa nos venga.
Lo que sí me quedó claro es que, tras siete décadas de paz social la gente ha tenido tiempo y ocasión de manifestarse en voz alta: de manifestarse, y de pensar; de pensar a su manera, no con la mentalidad del hormiguero, dirigida siempre a un fin práctico, la mano o el puño en alto, donde el disentimiento y la rebeldía se pagan con la muerte, o bien en un campo de concentración.
Pensamiento y expresión repletos de esas maneras que distinguen a cada uno, necesitados de afecto, sí, pero capaces de dibujar con una simple frase, o con un gesto, toda la espiritualidad que un alma de niño encierra.
Es porque la gente piensa, y porque asume su propia verdad, por lo que cuelgan de sus balcones esos trocitos de tela compradas en los chinos, que para ellos tienen todo el hermoso simbolismo de una canción de amor, que a algunos nos recuerda al “Boto”, personaje de ficción en un cuento de Rodríguez Marín que lleva por título “Un vengador de Hernán Cortés”.
Cansado aquel español de que, en una mala noche de farra, sus compañeros de juerga le recordasen con mucho “malage” el árbol de la Noche Triste, donde “yoró un español tuíta una noche”, no encontró este torero mejor modo, para vengar a los suyos, que echar mano de un grueso y pesado garrote para poner a aquel coro de grillos en vergonzosa huida:
─ Yo no conozco a ese Hernán Cortes ná más que pa servirlo; pero ya que siendo españó le jisieron yorá aquí una noche, esta noche, aquí mesmito, van a yorá tos los cochinos guachindangos que están presentes.
Es por sentimientos tan arraigados como éste que los viejos nos echamos un buen día a la calle a protestar contra la infamia y la indignidad de una propina, y de espaldas a los políticos, gestores de una “timocracia” ─ término que tomo prestado al sevillano Rubén Sánchez, que de timos sabe un poco…─ donde lo importante no es la verdad, sino el fin y las apariencias.
“La lluvia en Sevilla es una maravilla”, que decía el traductor de una famosa rima ─ “The rain in Spain stays mainly in the plain”─ con la que el profesor Henry Higgins se empeñara en mejorar la pronunciación de su joven protegida, aquella espléndida actriz del musical “My Fair Lady”.
Alegres y fervientes rimas que los políticos y los malos periodistas hacen, como las que en sus crónicas escribiera el granadino Pedro Antonio de Alarcón, llamando a la guerra contra el moro, y a la expansión de España hacia las regiones del Mediodía.
Festivos versos, como las fotografías que mostraban a los españoles que la guerra de África era un paseo victorioso donde merecían figurar toda una colección de políticos, de oficiales y jefes de tropa, de lugares exóticos, y de bellas edificaciones, que nada tenían que ver con el sufrimiento de unos valientes soldados, y menos aún con el infecto olor de la sangre derramada en mil combates.
Lo que puede un mal artículo, una foto manipulada, una mala rima, una traición consensuada, una mentira, por poco creíbles que sean, y aunque prescindan de una gran parte de realidad.
Ya lo decía el humorista aquél en uno de aquellos chistes “de tiempos de Franco”. Corría el tren por la llanura, y a uno de los pasajeros de aquel vagón de madera le dio por leer en voz alta la noticia de la construcción de un kilométrico pantano. Como tamaño suceso fuese puesto en cuarentena por un viajante de comercio, un tercer parroquiano no pudo reprimir su ideología al contestar: “Pues más vale que viaje menos, y que lea más”.
Así también, a la manera de tan sectario contertulio, lo entiende la elogiada poetisa Susana Díaz, para quien el simple cambio de una vocal ─ “MontOro” por “MontEro”─ presta tal trascendencia al asunto que de ahora en adelante, por prescripción de la ministra, “Bocatas Manolo” pasará a vender productos “Cinco Jotas” en lugar de choped, sin que ello afecte el bolsillo de su clientela habitual.
Porque mira que prometen cosas que permanecen de por vida olvidadas en el baúl de los recuerdos.
Pero tal es la cuestión, hablar por hablar, y hacer rimas primorosas, en la promesa de un mundo feliz que tan sólo a la casta alcanza; como escribe el periodista Francisco Rubiales en su libro “Periodistas sometidos. Los perros del poder”:
─ Es imprescindible neutralizar las malas noticias y los reveses propios con buenas noticias y éxitos que, si no existen, deben inventarse con la imaginación marketiana, si es posible desfigurando y exagerando.
En “La decadencia de la mentira”, el escritor Oscar Wilde ya decía que la naturaleza imitaba al arte, y no al revés.
En efecto, el arte ─ la pintura, la escultura, la arquitectura, la música, la fotografía…─ colorean de tal modo la realidad que a la larga se erige en un mundo virtual, en una fórmula magistral, en una mecanismo de poder que suaviza las greñas propias de la naturaleza, acomodando la vida a la moda, para hacer más vendible el producto.
En “El hombre que compró un automóvil”, de Wenceslao Fernández Flores, una de las cosas que interesaban al vendedor era conocer previamente es si su futuro cliente gastaba calzoncillos largos, que en tal situación la publicidad, y las buenas palabritas, poco le habían de valer.
A finales de los cincuenta al verdugo Antonio López Sierra le hubieron de conducir borracho hasta el patíbulo, porque se negaba a la ejecución de Pilar Prades Expósito. Qué coherencia de quien necesitaba un trabajo, por mala prensa que tuviese, para asistir las necesidades de una humilde familia.
Y a cuántos de estos, de la que Valle Inclán llamara “La Corte de los Milagros”, no les cuadraría mejor ese título de verdugos honorarios en ese mundo virtual de la trampa, los papeles, las leyes, y la mentira.
Lo dijo Tierno Galván ─ “el crucifijo no hace daño a nadie, es signo de paz”─ defendiendo el vivo ejemplo de un buen samaritano, que soportó la traición de Judas, la indeterminación de Pilatos, y la hipocresía de los fariseos, dejándose arrastrar a la cruz por amor hacia los demás.
Y lo dijo también Antonio Gramsci, que “la verdad es revolucionaria, y la mentira reaccionaria”.
Y nos lo vuelve a repetir, por activa y por pasiva, Francisco Rubiales:
─ El panorama, éticamente desolador de la propaganda política queda completado con dos principios tan importantes y eficientes como pestilentes e inmorales: el primero es aprovechar en beneficio propio los peores sentimientos que anidan en el alma humana, el segundo proyectar sensaciones de unanimidad, convenciendo a la ciudadanía…”
Qué panda de inmorales estos que tanto se prestan a salir en la foto; qué hemiciclo del descrédito, garduño de los enredos, y estangurria del contribuyente…
Propongo que los políticos aparezcan lo menos posible en los medios de comunicación; y no es sólo porque nada tienen que decir, y por simple ahorro; también por cuestiones de salud pública, para evitar un cólico miserere a esa buena gente que tiene en el agua y el fuego, en el rayo y el huracán, en el rostro del vecino, en la verdad de su familia, y en la caricia de un paisaje, su manual de religión:
─ “Voy por las calles lleno de intención/ y me sostiene siempre un canción”.
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