19 de abril de 2018 | Joaquín Rayego Gutiérrez
He recibido una carta
─ “Mi carta, que es feliz, pues va a buscaros, / cuenta os dará de la memoria mía”
He recibido una carta
Si el hombre es un “animal simbólico”, como sostiene Ernst Cassirer, es porque el arte, el lenguaje, la religión, y el mito…, son los cimientos que aguantan tan complicado edificio.
En el lenguaje humano confluyen cual líneas de coordenadas dos dimensiones: tiempo y espacio, sustantivo y verbo, ficción y realidad, intelecto y espíritu…; y gracias a ello hemos podido soñar, expresar los sentimientos, comunicarnos, y preservar la memoria de multitud de vivencias y conocimientos.
Y con toda esta enorme carga de magia y de simbolismo, el lenguaje escrito será el indicado para plasmar todo ese cúmulo de novedades, y para establecer las líneas de separación entre historia y prehistoria.
En Egipto, por ejemplo, la escritura jeroglífica se asimilaba a la “palabra de Dios”, y los escribas conformaron una clase privilegiada, como proclama la “Sátira de los Oficios”; lo mismo sucedería con aquellas Tablas de la Ley, escritas en piedra por “el dedo de Dios”.
La misma historia del abecedario, colmado de connotaciones mágicas en que la “A”, por ejemplo, se nos muestra como la representación esquemática de la cabeza de buey, y el “abracadabra” de los hechizos…
Cómo entender pues que, ya en madera, ya en arcilla, o bien en hojas de papiro, el hombre fuese a desperdiciar la oportunidad de comunicarse con los “ausentes”.
Tan es así que tanto en el arcano Egipto como en la culta Atenas la redacción de cartas fue un ejercicio escolar destinado a educar a los más jóvenes.
Y más tarde, en la Edad Media, con la introducción del papel en Europa, la penetración la letra gótica, y el uso de la pluma animal cortada a bisel, la escritura tendría un importante empuje, en el que habrán de jugar un gran papel los amanuenses, y las escuela monásticas y catedralicias.
Así en el epistolario que mantienen Pedro Abelardo y su amada Eloísa, saldrá incluso a relucir la costumbre de los grandes filósofos de cartearse con los amigos:
─ Las cartas de los amigos ausentes siempre son bien recibidas. El mismo Séneca nos da buena muestra de ello cuando escribe este pasaje en una carta a su amigo: “Te agradezco tus frecuentes cartas, pues es la única manera de hacerme sentir tu presencia. Siempre que las recibo tengo el íntimo sentimiento de que estamos juntos”.
Idéntico tono al de esta misiva la que, siglos después, “El Caballero de la Triste Figura” haría llegar a manos de su amada Dulcinea:
─ Soberana y alta señora:
El herido de punta de ausencia, y el llagado de las telas del corazón, dulcísima Dulcinea del Toboso, te envía la salud que él no tiene.
Y ya en una etapa más reciente serán las “Cartas marruecas”, de José de Cadalso; las “Cartas de España”, del sacerdote sevillano José María Blanco White; las “Cartas desde mi celda”, y las “Cartas literarias a una mujer”, del romántico Gustavo Adolfo Bécquer, etc…
Epístolas de amor, y amistad, en que hasta los más sabios se muestran ante sus íntimos en zapatillas de andar por casa; así los Juan Valera, Marcelino Menéndez y Pelayo, Francisco Rodríguez Marín, Joaquín Costa, Miguel de Unamuno, Manuel Azaña, Juan Ramón Jiménez,… y demás personajes que gustaron de compartir lo mucho, o poco, que tenían.
Quien podría darnos amplia cuenta de ello sería el polígrafo gaditano don Mariano Pardo de Figueroa “El Doctor Thebussem”, el “Cartero Honorario” de Madrid que en los sobres de sus cartas hacía sudar la gota gorda a los repartidores de correos, remitiendo sus misivas a los más chocantes destinatarios; así la dirección que ponía: “Pal higo de Cura/ mal tin me tio/ la Cale D 12/ mana”, que traducido por el cartero vendría a decir: “Para el hijo de Curra Martín, metido en la cárcel de Dos Hermanas”.
Y si por un casual el “Doctor Embuste” no nos diese la esperada respuesta tal vez podríamos recurrir al extremeño Felipe Trigo quien en “La primera conquista” nos habla de la carta de amor de una joven, redactada en un lenguaje almibarado, del que tan solo unas líneas más abajo se había de seguir todo un montón de faltas de ortografía:
─ No pase mucho por mi calle, porque mi papá pudiere berlo y hecharle a husted un jarro de agua el domingo al anochecer puede husted hablarme en mi bentana.
Nos aclara el destinatario tan desgraciada confusión como consecuencia de que su dama había copiado al pie de la letra un modelo de escrito para uso y abuso de enamorados:
─ Bueno, salvo la letra, que era de segunda, y la postdata, que era original, la epístola no estaba mal copiada.
Era precisamente el modelo que continuaba a la mía en el Epistolario del amor para uso de damas y galanes.
Una anécdota similar a la que le tocaría vivir a Anita Delgado, joven “bailaora” malagueña.
Nos la cuenta Ricardo Baroja en su libro “Gente del 98”.
Era por aquel tiempo el “Kursaal” un teatro madrileño, que por las tardes hacía las veces de frontón, en el que “por una pesetilla se pasaba la noche viendo bailar a Pastora Imperio, a la Argentina”, y a otras grandes del baile, y de la copla.
Hasta allí solían acudir, para disfrutar de la noche, los artistas y bohemios más noctámbulos, como los que tenían tertulia en la Horchatería de la calle de Alcalá, o en el Café de Levante.
Y allí la costumbre, entre afamados pintores, de “el timo del retrato”.
Con Anita Delgado lo intentaron, sin éxito, el cordobés Julio Romero de Torres, y el vallisoletano Anselmo Miguel Nieto; pero no sucedió así con Leandro Oroz y Lacalle, cuya propuesta de hacer un retrato tuvo la buena acogida de Victoria, quien junto a su hermana Anita formaba parte del dúo artístico: “Las Hermanas Camelias”.
Una tarde en que Maharajá de Kapurtala asistía a un partido de frontón quiso la casualidad que viese a las dos hermanas, que entraban allí a ensayar, y que se enamorase perdidamente de la más joven de ellas.
Y a partir de ese momento fue el ir y venir de intermediarios, y los repetidos ofrecimientos del Maharajá a tan adorable bailaora.
Y fue una de aquellas noches que Leandro Oroz se presentó ante sus amigos con una carta de Anita mal redactada, cuando todos, y en comandita, decidieron prestarle su ayuda a la joven:
─ Efectivamente. Esa carta no se puede enviar. A ver, Valle─ Inclán, redacte usted una misiva en estilo quintaesenciado, con el que una dama del Renacimiento italiano declararía su amor a un Médici.
Y para completar el encargo, tras tan oportuna y feliz redacción se tradujo la carta al francés, se procedió a escribirla con esmero, se reunió una perra chica, se compró un sello, y se echó la carta al correo.
Y al cabo de pocos días se presentaba en Madrid un emisario del Maharajá dispuesto a limar los detalles, para hacer de Anita Delgado la futura Maharaní de Kapurthala.
La misma historia que, según dicen, se repite todavía, pero ya sin esas cartas tan románticas y tan graciosamente redactadas en las que se asomaba el alma de propio puño y letra; ahora, y a falta de tiempo, la comunicación se reduce a un twist, o a un desangelado autógrafo, destinados a formar parte de una insípida colección de lugares comunes; a menos que alguien le añada una pizca de sal, como aquel comediógrafo que presionado por una vieja admiradora escribió:
─ Para Mildred de Moss Hart… como recuerdo de los felices días que pasamos en Miami… uno en brazos del otro.
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