12 de abril de 2018 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Celaje
─ “En mi bolsa de viaje cabe lo que he perdido”. (Pablo Guerrero)
Celaje
Posiblemente a Teresa de Cepeda y Ahumada la insondable belleza de su Dios se le hizo presente un día de tantos, y como de improviso, mientras paseaba por los campos, o cuando echaba a volar su mirada por el estrecho hueco de un ventanuco.
A don Santiago Ramón y Cajal, nuestro “Premio Nobel” de Medicina, la magia de la fotografía se le mostró en el “cuarto de los ratones” ─ aquél que antiguamente se usaba para castigar a los alumnos más ingobernables y traviesos.
En la calma chicha de tan tétrico escenario aquel niño observó cómo se proyectaban las figuras de la calle por un punto de luz, y “aquel sencillo y vulgar experimento” le descubrió la gran importancia de la física, “que disputé, desde luego, como las ciencias de las maravillas”.
A servidor, como a ustedes, cualquier pequeño detalle le descubre a cada instante la belleza de un universo, que a la postre los hombres nos identificamos con el mundo que nos rodea, y no dejamos de ser animales simbólicos, como bien dice el alemán Ernst Cassirer.
Ya lo intuyeron en su día aquellos individuos marginales que lucían en sus orejas unos pendientes, o que hacían grabar en sus brazos un sincero “Amor de madre”.
Y lo saben nuestros hijos que, aún a riesgo de reprimendas, se dejaron tatuar en su piel todo un vasto y luminoso celaje de dibujos, de palabras, y frases, que emergen a la vista del público como una caótica y personal forma de ser.
E incluso nosotros mismos, por poco que nos lo hayamos planteado, también lo hemos llegado a sospechar alguna vez: como aquélla en que se nos echó a nadar la imaginación tras un agua de cristal; o a volar, cual una cometa, por los contornos de una nube; o a enredarse, como hilo de seda, en la gastada apariencia de un viejo reloj de pared.
─ ¿Y qué se le da a usted ─ dirá algún descreído─ de un viejo reloj de pared, que es herencia de familia, que está encadenado al silencio desde hará más de medio siglo, y que muestra mil arrugas en su piel?
¿Y qué interés puede animar a un pueblo a la rehabilitación de una vieja chimenea, cuando ni sirve para nada, ni nos va a dar de comer?
Y sin embargo, querido amigo, en su silencio se encierran todos los grandes secretos que conforman nuestra particular ideología, y todas aquellas preguntas que nos gustaría haber formulado en alguna que otra ocasión: instantáneas, palabras, leyendas, y mitos, que una sociedad que se precie quisiera siempre retener, grabada en su memoria; como retrato imaginario de una madre adorable y juvenil, a la que el tiempo no dejó ni la más pequeña huella.
Que la mera funcionalidad no es alma misma de las cosas, como bien saben los niños que sacan lo más festivo de sus mayores, aunque no les acompañen a jugar un partido de fútbol.
Y no desprecian la belleza, ni la dejan caer por un retrete, sin más ni más.
Que morir por falta de arraigo, y por falta de memoria, es lo peor que nos podría suceder.
Lo entendí hace tan solo unos días, cuando mi paisano Manuel Montes me regaló con una vieja fotografía que ilustra mis sentimientos, y aquelllos viejos valores de lo que mi pueblo fue, y que llevo grabado en mis genes.
La imagen, que muestra en su base un epígrafe─ Pueblonuevo del Terrible, “Fontaine” (1925) ─, nos deja ver una fuente, y a su alrededor a un pequeño grupo de mujeres y niños que parecen ubicados en el tramo final de la cuesta de “Los Leones”, donde traza sus comienzos la barriada de “El Cerro”, como allá al fondo sugiere la imagen de “Los Lavaderos”.
Y de una en otra imagen, como quien salta a la comba, la casualidad me brinda una grata sorpresa, que viene impresa en letras de molde…
En las páginas de “Don Quijote”, periódico semanal editado Pueblonuevo, con fecha de 15 de junio de 1924, mi curiosidad se da de bruces con el siguiente anuncio:
─ Análisis de sangre/ Reacción Wasserman/ Tratamientos antisifilíticos los más modernos por el Dr. J. Manuel Fernández Seco/ Ex alumno del hospital de San Juan de Dios de Madrid/ Pueblonuevo del Terrible.
¿Y quién es este señor que la verdad histórica desconoce?
Si tiramos suavemente de la negra que llaman tinta su biografía la veremos reflejada en el Diario “La Voz”, de Córdoba, que con fecha de 18 de enero de 1923 nos da la siguiente noticia:
─ De regreso de su viaje de novios ha llegado a Pueblonuevo del Terrible nuestros distinguidos amigos el doctor don Juan Manuel Fernández Seco y su bella esposa Ana Horce. Sean bienvenidos.
Y siguiendo aquella hebra, mi paisano Manuel Montes Mira me descubrió que D. Manuel era natural de Cabeza del Buey (Badajoz), y que en el B.O.E. número 216, de fecha de 4 de agosto de 1946, aparecía su nombramiento como Médico Especialista en Odontología, adscrito a los Servicios Provinciales de Higiene Rural de la localidad cordobesa de Peñarroya.
Y qué méritos son esos que habría que asignar a un señor que la historia viva de su pueblo adoptivo desconoce, por constituir cuando menos un dato engorroso para unos, y “poco práctico” para otros.
Pues, amén de sus méritos profesionales, mi admirado don Manuel fue una magnífica persona que destinó una gran parte de su tiempo a visitar a sus pacientes, y buena parte de su sueldo a compartir su pan con quien más lo necesitó.
A mi amistad acudió para revivir experiencias que en su momento le habían llevado a trabajar como médico en lugares desprovistos de toda clase de higiene, y de medios; a hacer traqueotomías a la luz de un carburo; y a diagnosticar tuberculosis, enfermedades venéreas, y tal, y tal…
A mi leal admiración don Manuel la hizo partícipe de sus aficiones literarias, y de su obsequiosa personalidad, proponiéndome corregir unos versos ─ cuántas horas tecleando mis dedos sobre la mesa para encontrar esa rima perfecta que tanto se resistía─ de una clara intención pedagógica ─ “… la septicemia marchando, acaba con un entierro─ que a mi corto entender se le haría un pelín árida.
Tenía mi buen don Manuel una hija, que le hacía las veces de ayudante; y dos hijos misioneros, destinados en Japón.
Vivía a tan solo unos pasos de la casa de mis tíos, y de la Plaza de Santa Bárbara, en un precioso caserón que hacía esquina, en la actual calle de Juan Carlos I.
En su fachada figuraban unas letras enormes ─ “¡Viva Cristo Rey!”─que, hasta al más distraído y corto de vista le permitía saber la ideología de sus moradores.
Nunca me atreví a preguntar por aquel emblema de familia, pues por entonces era tímido. y nunca llegué a saber si la frase respondía al tradicional grito de guerra de los carlistas, o si se trataba solo de una muestra de solidaridad con aquel joven mártir que, a nueve días de declararse la guerra, fue públicamente juzgado en El Llano, y sentenciado a muerte por un “comité revolucionario”, y fusilado tras negarse a saludar la ideología comunista, tras gritar un “¡Viva Cristo Rey!”.
Como algún filósofo interpreta los símbolos muestran los trazos vitales del hombre, sus principios éticos, la moral de la palabra empeñada, la educación familiar, la mitología, y toda una carga ideológica que nos adorna, y que constituyen nuestros rasgos de cultura… sin las cuales una biografía sería algo difícil de entender.
En todo caso la conclusión que saqué de aquella honrosa amistad fue simple y muy provechosa: D. Manuel fue uno de esos precursores que ejerció la medicina heroica en tiempos especialmente difíciles; que aun siendo distinta a la mía su manera de entender la vida, su filosofía de combate fue la misma que la de los mejores, las de sus colegas D. Eulogio Paz, o la de D. Eladio León, y tantas personalidades de palabra recia y trazo firme, cual espetara D. Miguel de Unamuno a uno de aquellos figurines que permanecen siempre en la costra, y que si barba San Antón, y si no la Pura Concepción: “Desnudo valgo más que usted”.
Desnudo que fuese por mitad de la calle, don Manuel era mucho don Manuel…
Es por ello que me encantaría que su nombre figurase por merecimientos propios en el callejero de mi pueblo, junto a aquellas otras personalidades que tan generosamente se desvivieron por los demás, y por el bien común de todos.
Y espero que “a quien corresponda” no se olvide de tener una simple muestra de agradecimiento, en atención a este buen peñarriblense; aunque para ello tenga que atarse una cuerda en el dedo, o tomar unos rabos de pasa, que dicen que ayuda mucho a la memoria.
Los que tuvieron la suerte de conocer a don Manuel lo agradecerían de todo corazón.
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