9 de febrero de 2018 | Joaquín Rayego Gutiérrez

La magia en la fotografía. Jesús Martín Cartaya

En palabras de Carlos Navarro Antolín “Jesús Martín Cartaya (Sevilla, 1938) es el último mohicano de la Leica, la cámara fotográfica alemana que requiere algo más que destreza para su manejo

Jesús Martín Cartaya
Jesús Martín Cartaya
Como gallina en corral ajeno andábamos ayer por casa, molesto por una herida que me impedía patear la calle, cuando he aquí que recibí una grata noticia por parte del director de “InfoGuadiato” que me ponía sobre aviso de que a partir del día 7 de febrero, y hasta el 23 de marzo, tenía lugar una exposición en el CICUS (Centro de Iniciativas Culturales de la Universidad de Sevilla) que, con el título de “La Sevilla de Jesús Martín Cartaya”, plasmaba la vida íntima de la ciudad hispalense cantada por uno de sus enamorados juglares ─ “Bienaventurados los que no hablan porque ellos se entienden” ─ en mil y una fotografías.

Como colofón de la noticia me decía Agustín Navarro que la esposa de tan estimado sevillano tenía a orgullo presumir de haber nacido en Peñarroya─ Pueblonuevo, según mostraba el “Diario de Sevilla” en sus páginas de información cultural.

Si a Inmaculada Tejedor Mercader ni los años ni la distancia le habían hecho olvidar sus raíces─ por teléfono me contaba, entre otras muchas referencias familiares, que en el supermercado había oído hablar a un señor de Córdoba, y que de inmediato contestó: “¡Ésa es mi tierra!”─, tampoco a un servidor le habría de detener la minucia de una coma; así que, como “excusatio non petita, accusatio manifesta”, que dirían los juristas, en un santiamén me postulé para la causa, y en menos que canta un gallo me planté en Madre de Dios en compañía de un amigo.

“Véase una vez más el poder terapéutico de la fotografía”, me iba diciendo a mí mismo al pasar por el Puente de Los Remedios, mientras sonaba para los adentros aquella vieja melodía de “las barandillas del puente”, y saludaba con gusto la brisa marina que, procedente de Sanlúcar, presta a la “Ciudad de la Gracia” su peculiar filosofía.

Y una vez allí donde tienen acogida las actividades culturales del CICUS la sorpresa que me esperaba era la de una casa aristocrática, con un amplio portalón, que descubría hacia el interior un luminoso patio de mármol.

La “universalidad” del saber encuentra aquí acogida no sólo por la actitud afable del personal, sino también por quienes vamos allí a disfrutar y a aprender de los que saben.

Especialmente generosa nos pareció la labor del camero Pepe Morán Antequera quien, junto a Álvaro Pastor Torres, capitanea la referida Exposición; ambos, autores de un precioso Catálogo, y responsables del artículo introductorio que con el título de “La mirada de Jesús Martín Cartaya” sitúa al espectador ante la verdadera dimensión de la muestra.

En la sala lo primero que nos llamaría la atención sería la fluida conversación entre los asistentes, y la cordial aceptación de los motivos artísticos expuestos; algo que nos pondría en ocasión de recordar aquellos versos de José Juan Tablada:

─ Mientras el tren vuela/ regreso a mi niñez porque me desconsuela/ esta gris realidad.

Yo sigo volando hacia atrás: / Arcadia, Jauja, la Isla Misteriosa/ itinerario espiritual.

(…) Del tiempo u el espacio en la mitad/ va mi Ego en el Pullman inclinado

en un prodigio de elasticidad/ y equilibrio inseguro,

pues mi cuerpo va hacia el futuro/ y el pensamiento hacia el pasado.

En palabras de Carlos Navarro Antolín “Jesús Martín Cartaya (Sevilla, 1938) es el último mohicano de la Leica, la cámara fotográfica alemana que requiere algo más que destreza para su manejo. Es el testigo prudente, discreto y que pasa desapercibido en un sinfín de actos y hechos noticiosos. Es en sí mismo el notario gráfico de la ciudad, sobre todo de la Sevilla de los 60, 70 y 80 del pasado siglo”.

Y dice bien el ilustre periodista quien, con un sorprendente conocimiento del alma de la ciudad, y con una buena dosis de bilis poética, expone su particular visión de la obra de Martín Cartaya en un sugerente artículo que titula “Maestro del instante”.

“El arte no es una existencia mejor, sino alternativa; no es un intento de escapar a la realidad, sino lo contrario, un intento de animarla”, proclamaba Joseph Brodsky; y el artista de que hablamos es uno de esos infatigables y amorosos galanes que capta la vida al paso: el niño que vio a la ciudad crecer y transformarse a través de su objetivo, y en el trato afectuoso con su gente y su paisaje.

Y es que ya desde el momento mismo de nacer, según decían los latinos, el individuo es tutelado por “Genius; y es ese dios, que “genera”, y que “engendra”, quien dirige nuestras miradas hacia las fuentes de la creatividad.

Algo difícil de entender, pero posiblemente recuerde que alguna vez fuimos niños, contadores de sombras, espectadores absortos de un arco iris de color, creadores de un extraño alfabeto; que tal vez se sintió atrapado por el placer de cabalgar una oruga de seda, o por la dicha humeante de una rebanada de pan…tal que un Marcel Proust en pequeño.

Son los “poderes” mágicos del arte, en que el creador vendría a desempeñar el papel de intermediario entre la realidad que nos muestra, y aquella otra realidad que no se ve, pero que se intuye; que como diría el novelista Manuel Fernández y González cuando le criticaban su fantasía: “Podré no conocer lo suficiente la Historia, pero la presiento”.

Como en los cuadros de Velázquez la cámara fotográfica es el espejo que multiplica las figuras, y los gestos, y hace trascender la mirada del espectador, sobre todo si el fotógrafo resulta ser un individuo de paladar delicado, dueño como ya dice la Introducción del Catálogo de “una mirada limpia y apasionada, devota y muchas veces desgarradora, vital y optimista en el fondo”.

Una prueba evidente del espíritu mágico de que participa la fotografía nos la da aquella primera muestra fotográfica de que se tiene noticia: la denominada “Boulevard du Temple”. Allí se puede ver a un señor lustrándose los zapatos; al contrario que las demás que por allí pasaban, pero que no recoge el papel, se trata de una figura que permaneció en la misma actitud, y sin moverse del sitio, lo posibilitó que se impresionase la película, y que aquel desconocido pasase a la historia por un gesto trivial e intrascendente.

Es la importancia que adquiere el azar que, entre tantas sombras, “se fijó” en una mancha de luz; que, como diría Jorge Guillén, en las cosas más banales y en los gestos más simples se encierra la gracia, y la felicidad sin tacha:



─Suprema perfección: ese andar de muchacha.

Aurora en acto.

Facilidad, felicidad sin tacha.

Amén de ayudarnos a ver en positivo, y de incentivar nuestra creatividad, las fotos de Jesús Martín Cartaya tienen el poder terapéutico de un tiempo pasado que no por pobre, o por viejo, da la impresión de tener peores argumentos que este actual.

La infelicidad va en la mayoría de las ocasiones en razón inversa a la soberbia y al engreimiento, que nos hace sufrir más por lo que otros poseen, que por aquello que nos falta. Y en ese punto, la apostura indiferente de esos viejos edificios, o la siesta de un florista en plena algarabía de feria , o el equilibrio a compás de la capa de Curro Romero, o el respiro de un costalero, tienen mucho de admirable.

Son gestos sin aspavientos, contenidos, y humildes, en los que se pueden apreciar las raíces de la dicha. ¿Hay quien dé más?

“Cada fotografía de este catálogo nos plantea una curiosa interrogante:¿ qué cosas de las que rodeaban al fotógrafo durante un paseo cotidiano fue el resorte que le hizo disparar la cámara?”, se preguntan los autores de “La mirada de Jesús Martín Cartaya”, para responderse a continuación:


─ “Pero el punto de vista de Jesús Martín Cartaya también tiene un nombre: amor. Amor por su Ciudad y por sus gentes, porque Sevilla para el fotógrafo no solo era una Ciudad, ni su Ciudad; es su hogar”.
 
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