7 de febrero de 2018 | Joaquín Rayego Gutiérrez
¡Alirón!
(A mi abuelo Leopoldo, seguidor impenitente del Athletic en tardes de radio)
Athletic de Bilbao, campeón de liga 1943
En estos días la Editorial Siglo XXI acaba de sacar a la luz un libro que lleva por título “Cerrado por el fútbol”, recopilación de textos debidos a la pluma de Eduardo Galeano.
Con su reciente aportación al mundo de las letras el escritor uruguayo viene a engrosar una amplia nómina de creativos ─pintores, escultores, escritores, fotógrafos… ─ que no han renunciado a formular su particular visión del mundo del fútbol, como demuestran las plumas de Camilo José Cela, Wenceslao Fernández Flores, Rafael Fernández Shaw, Juan Antonio Zunzunegui, Rafael García Serrano, , Miguel de Unamuno, Enrique Jardiel Poncela, Josefina Carabias, Evaristo Acevedo, Ramiro Pinilla, Mario Benedetti, Gabriel Celaya, y Rafael Alberti, dentro del ámbito hispano; o pinceles de la talla de Ángel Zárraga, Lawrence Stephen Lowry, Aleixander Deineka, Carlo Carrá, Antonio Berni,Thomas Marie Madawaska Hemy, y Agim Sulaj, entre otros.
En un tema tan específico como el llamado “deporte rey” es de subrayar la vasta labor desarrollada desde estas páginas por Daniel Solano Sújar, belmezano de nacimiento y de corazón, y vieja gloria del fútbol local.
Cada semana este niño grande saca a pasear su ya descolorido álbum de cromos, para ilustrar a sus lectores sobre las gestas deportivas de sus queridos paisanos.
Y es que nada se descubre con decir que, desde que los ingleses lo trajeron a España, el balón se transformó en algo más que una bola de cuero: en todo un símbolo, una pasión, una estética, o una filosofía militante digna de un estudio sociológico.
Ya en sus “Retratos Completos” D. Ramón Gómez de la Serna refería una singular anécdota que tuvo por protagonistas al gran Ricardo Zamora, preso a la sazón en la Cárcel Modelo de Madrid, y al escritor bohemio Pedro Luis Gálvez, personaje de leyenda, e individuo poco digno de elogio:
─ He aquí a Ricardo Zamora, el gran jugador internacional de fútbol. Es mi amigo, y muchas veces me dio de comer. Está preso aquí y esto es una injusticia. ¡Que nadie le toque el pelo de la ropa!¡Yo lo prohíbo!
Luego lo besó y lo abrazó, ante los presos atónitos, mientras gritaba ¡Zamora1 ¡Zamora!
Dos días después Zamora salía a la calle, más asustado que nunca ante aquella protección increíble e insospechada
Gálvez, que casó con una jovencísima Carmen Sanz a la que pretendió vender al mejor postor por la módica cantidad de cincuenta duros, según refirió la actriz al escritor Eduardo Zamacois, fue el mismo que en los turbulentos años de nuestra guerra civil se ofreció a defender la integridad física de su idolatrado Zamora.
Pues bien, precisamente al hilo del fútbol, y de historias relativas al País Vasco, acabo de descubrir las bondades de un escritor que hasta la presente me era desconocido.
Ramiro Pinilla (Bilbao, 1923), ganador del Premio Nadal de la Crítica con “Las ciegas hormigas”, en 1960, es el afortunado autor de la trilogía que conforma “Verdes valles, colinas rojas” (2004─ 2005), verdadera epopeya sobre la Guerra Civil en el País Vasco donde, entre otras muchas cosas, da cumplida cuenta de las interesadas maniobras del P.N.V., y de la traición de los industriales vascos a la República.
El libro que tenemos entre manos, “Aquella edad inolvidable”, está publicado en la “Colección Andanzas” de Tusquets Editores, en el año 2012.
Como en todos los libros hay en él una doble lectura: la que hace el escritor al escoger una historia y unos personajes que van más allá de la simple ficción, y la que el lector reconstruye en su mente con el material de su propia experiencia, y con su particular visión de los hechos.
El argumento trata de la vida cotidiana de un joven de Getxo ─ un lugar que el novelista eleva a la categoría de mito─ en los años posteriores a la Guerra Civil, de su ascensión al séptimo cielo del viejo estadio de “San Mamés”, y de su posterior caída a ese Infierno al que la vida condena a los perdedores.
Souto Menaya “Botas”, jugador del Getxo, y del histórico Arenas de Getxo, había nacido en “la casa de las barreras”, junto a las vías del ferrocarril que en tiempos unía la industriosa villa de Bilbao con la cercana localidad de Plentzia.
Tras la ventana del comedor de aquella humilde casa transcurre la vida de Souto ─encargado desde los dieciséis años de aportar un sueldo a casa─, y de su pequeño círculo familiar, constituido por Socorro, la madre, muda desde que el tren arrolló al pequeño Josin, y Cecilio, el padre, imposibilitado para el trabajo por enfermedad, y fiel seguidor del equipo bilbaíno al que algunas tardes de domingo va a ver en compañía de su hijo:
─ En este mundo hay que tener algo grande por encima de nuestras cabezas. Unos tienen a Dios y otros al Athletic.
A menudo Cecilio alimenta los sueños del honrado zagalón recitando la larga lista de “leones” que tantos días de gloria diera a su escudo: los Blasco, Iragorri, Egusquiza, Areso, Cilaurren, Muguerza, Roberto, Zubieta, Pablito, Gorostiza, etc…
En ocasiones el orgulloso padre refiere la historia de los que, pagados por lucir la camiseta roja y blanca, no consentían en cobrar ni un solo céntimo del club: los Guinea, Alzola, Orbe, Ugalde, Ledo, Castellanos..; e incluso ingleses, como Langford y Mac Lenan.
Otras veces el viejo se explaya en el significado que en la épica futbolística adquieren los símbolos; así la palabra “Alirón” con que el aficionado anima a su equipo, no dejaría de ser un simple eco de aquella otra “All Iron” ─“Todo hierro”─ con la que el ingeniero inglés anunciaba en la pizarra que se había sacado una buena veta de hierro:
─ Los mineros saltaban porque cobraban jornal extra y el alirón corría por la mina. Así pasó el “alirón, alirón, el Athletic campeón”. Mira lo que dieron a la Catedral aquellos mineros explotados.
Por ello cuando Souto es contratado como jugador del Athletic, Cecilio, blandiendo los papeles en alto, no tarda en llevar la buena nueva a su esposa, cuya penetrante sensibilidad no precisa de palabras para expresarse:
─ ¡Mujer, nuestro hijo ha tocado el cielo!
Todo un ajustado engranaje necesario para que la felicidad llegue a buen puerto, semejó entonces tener acomodo en aquel humilde lugar.
Y para que nada faltase Amor no tardó en prender su chispa entre tan apuesto mozo y la dulce Irune Berroyarza “una aldeanita rubia y de rostro blanco, del caserío Berroena”, dura como pedernal en lo tocante al trabajo.
A tan gustoso pastel no había de faltarle la guinda.
En aquella final de Copa de 1943 que enfrentaba al Athletic contra el Real Madrid, Souto tendría el acierto de conseguir el gol que daba la victoria a su equipo.
Pero como poco dura la alegría en la casa del pobre, a principios de la siguiente temporada el delantero bilbaíno recibirá una criminal patada de uno de esos tipos “que no va al campo a hacer amigos”, que le producirá una fractura de fémur distal, que pondrá fin a su carrera.
A partir de ahí la historia cambia de rumbo. Los gomosos directivos, que antaño se mostraran obsequiosos, acabarán huyendo del problema en que el jugador se ha convertido.
Los que afirmaran de modo tajante que “Dios, la Virgen María, Jesucristo y el Papa son parte nuestra, son la tradición, y el pueblo vasco si es algo es tradición”, saldrán por la puerta falsa para no tener que dar explicaciones al muñeco roto en que se ha trocado Souto, quien acude a los despachos para solicitar un trabajo que permita sobrevivir a los suyos.
Aquellos tiburones de los negocios, de camisa impecable y cuello duro, que sostenían con voz recia que “la celebración de nuestros éxitos deportivos es el clamor de todo demócrata por la libertad”, resultaban ser ahora los gerifaltes de siempre, los intereses creados de un nacionalismo excluyente que abandona a sus aliados a los pies de los caballos; los mismos que vieran partir a la selección vasca hacia el exilio, mientras ellos no vacilaban en aliarse con el mismísimo diablo, o en comulgar con ruedas de molino.
Hasta aquí la lectura de quien, sin un juicio preconcebido, se vio inmerso en el fragor de estas páginas que, como tantas otras, abriga una preciosa historia de amor.
A partir de ahí se abre una segunda lectura que tiene mucho que ver con toda esa clase de adherencias y añadidos que dan sentido a nuestra vida, que justifica la imperfección, y que tamizan los recuerdos sacando a flote lo mejor de nosotros mismos: unos cromos que imitar, un balón para jugar, y una ilusión legendaria del niño que un día fuimos.
¡Todo hierro!¡Alirón!
Comentarios
daniel solano sujar
08-02-2018 14:24:14
Amigo JOAQUIN,muchas gracias Maestro, por ese bonito detalle hacia mi persona en tu como siempre eje...
daniel solano sujar
08-02-2018 14:24:14
Amigo JOAQUIN,muchas gracias Maestro, por ese bonito detalle hacia mi persona en tu como siempre ejemplar articulo, gracias seguiremos contando historias y momentos de juventud sobre el fútbol local que tanto hizo por la cohesión y la amistad..un fortísimo abrazo.
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