9 de noviembre de 2017 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Jacinto

─ "Dulce jacinto azul torcido sobre mi alma"

Jacinto
Jacinto
Si pregunta usted en el barrio por Jacinto le dirán que es un simpático octogenario que casi todas las mañanas, tras desayunarse con un ratito de cháchara en el bar, se lanza a la calle para hacer los mil y un recados de casa, ayudar a algún vecino, o patear sin tino las aceras, sin echar demasiada cuenta de hacia dónde le llevan sus pasos, y tan sólo por reconocer aquel entramado de calles, de milagros sin santo de palo, de cemento y de cristal, y del pan nuestro de cada día, que a menudo le devuelven la intrincada geografía de unos seres muy queridos.
Si se interesa usted por sus señas, alguno de sus muchos conocidos le dirá que en sus años mozos Jacinto fue cocinero, marinero, y guitarrista de flamenco, amén de otros muchos oficios; que nació en la provincia de Huelva, en un alegre puerto de pescadores conocido en otro tiempo con el nombre de “La Higuerita”; y que desde niño ejerció entre sus conciudadanos el muy noble magisterio de su humanitaria filosofía:

─ En el mundo tiene que haber de todo: el “yin” y el “yang”, como dirían los chinos. Los hay que cultivan cada día su parcela, para que la disfruten junto a él los demás; y los hay que llenan el camino de abrojos, con tal de fastidiar a su prójimo.
Pero si lo que usted realmente quiere es que todo cambie para mejor la cosa es bastante fácil: sólo tiene que empezar por lo más simple: por llenarse los bolsillos de semilla, y sembrar cada día un pequeño espacio alrededor; ya verá que a poco que haga se le hará aquello un vergel; y hasta no faltará quien lo imite.
De igual manera que ahora, ya de joven me esforzaba en hacer estas pequeñas tareas por propia satisfacción personal: enseñaba a leer a los niños y a los mayores de mi pueblo; les enseñaba a tocar la guitarra, a cocinar…
No crea usted que aprender unos pocos acordes de flamenco es tan difícil como imagina, si lo que pretende tan solo es tocar una sevillanita, una rumba, o un villancico, con los que lucirse en familia la noche de Navidad.
Pues si se decide, y quiere usted aprender gratis, ya sabe dónde encontrarme.
Lo único que yo no perdono es la siesta, que por los demás, la televisión me aburre, y prefiero tener alguna cosa que hacer…
Así es que le espero en casa esta misma tarde, a partir de las seis, para darle unas clases de guitarra…

***
Desde hace pocas fechas a Jacinto le preocupa un grano que le salió de improviso en dicha sea la parte, y que trastocó su muy afable rutina en desagradable molestia.
Y es con la determinación de poner coto a tamaño alcance, y a muy tempranera hora, que Jacinto ha tomado el autobús en dirección a la Clínica, con la sutil sensación de que a sus escasos y silenciosos acompañantes les aquejaría también alguna insufrible cruz, que les había hecho aventurarse por las desiertas callejas.
La primera luz del día que iluminó el semblante de Jacinto se trocaría en sorpresa cuando, en una de aquellas “paradas de regulación” se subió al autobús una señora de su edad, acompañada de una ayudante, y apoyada muy armónicamente sobre frágil andador.
En una primera impresión la cara de aquella anciana mostraba toda la cordialidad de un abrazo, el guiño de la experiencia, y el espíritu rebelde de quien tuvo veinte años, como pocos minutos más tarde los viajeros del bus bien podrían comprobar.
A la hora de pagar los billetes, ya fuese por la doble moral del conductor ─ atento ora a los problemas del tráfico, ora a la débil economía de “Tussam” ─, o bien por descuido de la cuidadora ─poco atenta a “su señora”, y al andador, que circulaba con libertad a todo lo largo y ancho del pasillo─ dejaron rodar hacia los escalones de la puerta de entrada unas monedas de a euro.
Y he aquí que, en tan desacostumbrada situación, tan liviana arquitectura abandonaba de un salto su asiento con ánimos de ayudar a su precaria economía, provocando entre sus congéneres los más diversos comentarios:

─ “Señora, que se va a matar”, “¡Se siente, coño!”, “¡Que alguien controle ese andador!”, “¡Esta mujer es una ruina..!, ¡Señora, por el amor de Dios, siéntese!”, “¡Pues anda que la cuidadora, sentada en el otro extremo, y como si nada pasara!”, “¡Que alguien le dé su dinero!”, etc...

En muy breve instante se armó “la Marimonera” sin tener que recurrir al sonido de la gaita, el tamboril, o el pandero, y sin tener que esperar la llegada de la Nochebuena.
Y fue entonces que de un modo soez e histriónico, aquel Polifemo tronante de pantaloncitos cortos, de trenza canosa y larga, y de muy cortas “luces”, se lanzó a despotricar, y a señalar con el índice a tan vetusta “carroza”, víctima propiciatoria de su asilvestrada oratoria:

─ ¡Hay que ser miserable por tan solo unos cochinos céntimos! ¡Avaricia se llama eso! ¡Avaricia, y falta de caridad hacia esa pobre cuidadora! ¡ Señora, que se va a matar usted por unos céntimos!
¡El delito más común en ese barrio de pijos: mucha apariencia, y muchísima tontería, pero ni una puta peseta! ¡Si conoceré yo el barrio de Los Remedios: el barrio del “Avecrem” le llamaban en otro tiempo, porque la gente no tenía ni para una sopa de sobre a la hora de la cena!

El silencio se mascaba en el autobús ante aquella sarta de improperios, que parecían salidas de la boca de un filibustero, imposibles de atajar por un espíritu almibarado y poco apto para la guerra, cuando he aquí que desde el más oculto de los anonimatos una voz se alzó de su asiento, molesta por la sinrazón, o quizás por un fastidioso grano en el culo, que se atrevía a replicar con voz recia y espartana:

─ ¡Señor, es usted un resentido, un idiota y un bocazas! ¡Un tarado que se atreve a insultar a una gente encantadora! ¡Un maltratador de mayores, con menos seso que un mosquito, y menos valor que un gozque!

Como por arte de magia volvió a caer sobre los presentes un opresivo manto de silencio, de cuyo inesperado final quedó tan sólo un afectado sonido, como salido de entre bambalinas:

─ ¿Valor dice? ¡Si se refiere a mi aspecto..! ¡Es porque soy así de humilde, y porque no me gusta presumir!
¡Si no tendré yo más dinero aquí (golpeando el bolsillo trasero de su escueto pantalón,,,) que el que pueda llevar usted en su cartera!

En horas intempestivas tan inimaginable respuesta dio paso a la tranquilidad, que volvería a su antiguo reinado, sobre amplio mirador, y con apacibles vistas hacia la calle.
Y una tenue y graciosa sonrisa iluminó en tan fúlgido instante el rostro de aquella elegante mujer que, en gesto de reconocimiento, y dirigiendo los brillos de su mirada hacia tan apreciado defensor, musitó unas palabras cargadas del más gratificante y poético de los significados:

─ ¡Muchas gracias, señor!
 
Jacinto
                     
 
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