En “La Divina Comedia” el italiano Dante Alighieri nos regala con una alegre visión del Paraíso.
La fragancia sutil de ese jardín florido se refiere también en el Libro de Henoc .
Es lo que tiene el don de la fe, y el mirar los misterios con los ojos de un niño.
Que hay personas, paisajes, y edificios, que nos contagian su paradisíaca alegría desde el primer instante en que los vimos; y cuando el paseante nota que dejaron de acompañarle, por esmirriados e insignificantes que fuesen, siente que desde aquel mismo día algo suyo se le fue.
Pero no todos los edificios, como no todas las personas, tienen el mismo ángel: que hay cuchitriles que relucen con la fuerza de mil soles, y palacios que no resisten los embates de un mal aire, faltos del más indispensable sostén.
Aquella casa que mostraba orgullosa sus heridas de guerra en los enrejados y en las barandillas, era más bien un borrón de la nueva arquitectura, una prosopopeya de aquel lisiado que gritara con desaforada metralla: “¡Viva la muerte!”
La zona sótano, que sirviera en otro tiempo como refugio contra los bombardeos de la aviación, la conformaban dos filas de habitáculos, separados por un estrecho pasillo, desprovistos de otra ventilación que no fuese la del hueco de unas frágiles puertas de entrada.
Un aseo común para todas aquellas familias completaba el corral de vecinos, donde la buena convivencia era el factor más común.
Que más propia que la calificación de corral sería la de pasillo de vecindad, si entendemos que el corral es la zona terriza de la casa que se reserva en Andalucía para tener un trocito de campo, y como zona de esparcimiento para combatir, cerca del brocal de un pozo, los rigores del verano.
Se accedía desde la calle mediante una pendiente cubierta, que se abría al exterior mediante un estrecho dintel.
Tras la pendiente, un largo pasillo central estructuraba aquel espacio dividido en dos fajas: por un lado la cocina; y por el otro, el dormitorio y el comedor.
A ambos lados de la banda pregonaban los vecinos su falta de intimidad.
Y en cualquiera de estos pisos todo el mundo jugaba a transmutarse en “Nadie”, como se mudó el astuto Odiseo ante el cíclope Polifemo, para pasar desapercibido, y para no molestar a los demás.
Allí no se tenía por misterio el don de la ubicuidad; y en tan pequeña extensión convivían tres o cuatro parejas, con sus respectivos hijos.
El mismo modelo del sótano se repetía en altura, con la diferencia de que la parte de la cocina encontraba continuación en una pequeña terraza abierta.
Por eso, y a media mañana, cuando limpio y soleado aquel pisito los miasmas disminuían su población, Socorro se sentaba tranquila a tomar una reconfortante taza de café de “pucherete”, mirando por el hueco de la azotea en dirección a la cercana colina de “El Cerro”.
De no alternar demasiado la dirección del viento, por la noche la familia podía asistir a una “doble” sesión cinematográfica, proyectada sobre la pantalla del cine “Gran Capitán”.
Mientras disfrutaba el momento Socorro pensaba en su marido, y en el grave riesgo que corrían los que bajan a la mina; y en tan inquietante pensamiento musitaba para sus adentros una sincera oración, a la que seguía la promesa de cantarle una saeta a la Virgen, cuando fuese llegada la ocasión.
Desde horas muy tempranas sus pequeños disfrutaban en la calle de uno de los muchos juegos de niños: las canicas, la piola, el trompo, el nicle, nacle y tocle, la billarda… e incluso aquel otro que consistía en la lucha entre bandos, que normalmente enfrentaba a dos calles, y a pedradas de tirios contra troyanos.
A solas con ella misma, y en no pocas ocasiones, había llegado a la consideración de que la vida era un fraude para quienes, como ella, fiaron todo al matrimonio, y al asfixiante yugo de una familia numerosa, y sin perspectivas de futuro.
Y así iba transcurriendo su vida como las aguas de un río, tan sólo con atender a las necesidades más básicas de la casa: remendar trapos viejos; dar a los pantalones y a las faldas una segunda, e incluso una tercera oportunidad; apañar algo barato en la Plaza de Abastos; poner a calentar la olla en la cocina; cuidar de los niños; tener listo el puchero a la hora de comer…
Alguna vez lo había comentado con su vecina Felisa, quien no desaprovechaba ocasión para reconvenirle con desparpajo de aquel aire desvencijado que había dejado en sus ajados ojos toda la tristeza del mundo:
─ Pero de qué te quejas, mujer. Tu marido es un bendito, que se deja los pulmones en la mina con tal de traerte a casa un trozo de pan. Tú lo que tienes que hacer es cuidarte, y pintarte la cara un poco, para así alegrarle la vida.
Mil veces pensó Socorro en hacer lo que hizo su vecino Alonso: liar el petate, y echarse a andar sin rumbo fijo para abrirle una puerta de esperanza al mundo; pero era mujer, y el único camino posible habría sido el de ponerse a servir en casa de unos señores, o echarse en brazos de la vida, que también sería una solución, que vidas como la suya muy pocas debía de haber.
El día en que su vecina Clotilde se tiró de cabeza a un pozo, le dedicó una oración en tono de despedida; incluso llegó a pensar que por fin había escapado del insufrible tedio que te amarra de por vida a unos rapaces mocosos, y a un marido prematuramente avejentado.
Que aquella buena mujer tampoco era de esa clase de personas hechas a pasear por la casa su condición de felino; ni una triste murmuradora, entretenida en divulgar por la calle los defectos, y los afectos de sus vecinos.
Ni se tenía por la fiel Penélope ─ligada a un telar, y a un huso de por vida─, ni por una desvergonzada Circe ─ amante de los marineros, a los que enloquecía con el licor de su voz─, ni por una Helena de Troya…
Ella tan sólo aspiraba a saberse útil a los suyos, y a compartir la libertad que tenía cualquier hombre, por aciago que fuese su destino.
¿Pues acaso ellos no fuman, y beben, y frecuentan las apuestas, y el casino, y sacrifican todo un jornal en divertirse, y animan con alegres voces las tertulias de los bares?
La bodega de Benavente, donde algunos empeñaban sus ahorros, guardaba en vientres de barro centenares de arrobas de garnachas, tempranillos, moscateles, amontillados, blancos de Villaviciosa, manzanilla de Sanlúcar, finos de Jerez…
Y en cada una de aquellas tinajas se encerraba una forma de olvido, un viñedo, un paisaje, un olor a campiña, un color blanco de albariza, que para muchos se había convertido en una forma de religión.
Que llegada la luz del día, y superada la resaca, al menos renovarían su entusiasmo de volver a caer de nuevo en tan gozosa tentación.
Y los pequeños, en la calle, ajenos a más pretensiones que la de divertirse, y compartir su entusiasmo con los demás niños.
Casi descalzos, y muy ligeros de ropa, aquel día se afanaban en clavar el pincho sobre un barrizal de tierra cuando ¡oh, cruel desventura!, el punzón de Pepito alcanzó de refilón a uno de los espectadores.
Ya la sangre discurría escandalosa por la frente de la víctima, cuando una de esas mentes prácticas y expeditivas, sabiendo de la cercanía de aquellos establecimientos de beneficencia que antaño existían, y que fueron desplazados por los Ambulatorios y los Centros de Salud, exclamó:
─“¡A la casa de Socorro!, ¡A la casa de Socorro!”
Y aprovechando el instante de confusión, que aturdía al propio grupo, Pepito, con los brazos abiertos y en cruz, los ojos vueltos al cielo, y su frágil anatomía haciendo de muro bajo el vano de la puerta, no dejaba de repetir atropelladamente, y con un hilillo de voz:
─ “¡A mi casa, no..!, ¡A mi casa, no..! ¡A mi casa no, que mi madre está enferma en la cama, y no lo puede atender! ”