7 de junio de 2017 | Joaquín Rayego Gutiérrez
¡Virgen de los Buenos Libros!
─ “Los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido”
¡Virgen de los Buenos Libros!
Muy cercana a la céntrica Plaza del Museo, a la Plaza del Duque, y a la conocidísima Plaza de la Gavidia, hay una calle en Sevilla que ostenta el gracioso título de “Virgen de los Buenos Libros”.
A más de un bibliófilo le parecerá éste el más acertado de los nombres, habida cuenta de que, al decir de los estudiosos, en el Siglo de Oro fue Sevilla la ciudad española que mejor encarnó la cultura, el comercio de libros, y la labor artística de las imprentas, representada en bellísimas ilustraciones y grabados, de las más variadas materias.
Paralela a esta calle, y a pocos metros de aquí, la de Alfonso XII sería asiento en el s. XIX de la más prestigiosa biblioteca de libros españoles: la de D. Manuel Pérez y Boza, marqués de Jerez de los Caballeros.
Entre sus preciados tesoros destacaban las primeras ediciones conocidas de “El Quijote”, y de “La Celestina”; un Mapamundi, de Juan Vespucio; los tratados de plantas medicinales del sevillano Nicolás Monardes; y un largo etcétera…
La biblioteca─ que junto a las del duque de T´Serclaes, Gómez Imaz, Lamarque, y otros… fueran gala y orgullo de la ciudad─ fue vendida en 1902 al Sr. Huntington , y actualmente constituye la base bibliográfica de la Hispanic Society of América, de New York.
Por esta razón, entre otras, es por lo que le conviene a esta calle el nombre de “Virgen de los Buenos Libros”: porque sólo con mirar su rótulo se hace fácil evocar la imagen de una dorada Madonna, de las que pintaran los frailes florentinos del quattrocento, o de las que ilustraran las páginas de aquellos códices miniados de temática religiosa.
También concuerda tan simbólico nombre porque, en 1543, y de manos de la imprenta sevillana de Domenico de Robertis, saldría por vez primera a la luz la “Cartilla para enseñar a leer”.
A partir de ese momento los maestros de primera enseñanza recibirían el título de Maestros del Arte de Leer. Escribir, Contar, y de Doctrina Cristiana.
Y agrupados, poco tiempo después, en la Cofradía de San Casiano, los referidos docentes estarían obligados a superar unas pruebas cuyos principales requisitos serían el dominio de Caligrafía, y de los distintos tipos de letras; el de la Ortografía, el de la Aritmética, y el de la Geometría.
La de la Caligrafía, sin ir más lejos, sería una de esas asignaturas obligadas para “adquirir una forma de letra igual, limpia, legible y agradable a la vista, sin especiales adornos”; que, hasta la década de los sesenta, se seguiría impartiendo en las Escuelas “Normales” de Magisterio.
Que de todos los oficios de los que la sociedad prescindió el de amanuense, o pendolista, jugaría el más jugoso papel en el desarrollo de nuestra cultura.
Pues qué habría sido de aquel beneficioso trasiego de conocimientos, sin la labor de copistas y traductores de la Escuela de Traductores de Toledo; ni qué de esos grandes investigadores contemporáneos, asiduos de las más renombradas bibliotecas, si no hubiese habido unos encargados de transcribir documentos, o de reproducir el contenido de libros, para su posterior estudio:
─ “En el interior del local reinaba un crepúsculo como arratonado que hacía recordar al cuero viejo y el olor de ese polvillo sutil que se adhiere a las páginas de los libros olvidados, como si preservaran sus secretos; como la arena seca de los desiertos árabes debajo de la cual, todavía increíblemente intactos, reposan los tesoros y los desechos de hace mil años”.
Qué de la fluidez de un escrito sin la obligatoriedad de respetar las reglas de ortografía, y los signos de puntuación, asunto éste que constituía la principal preocupación de Efim Fómich Perekladin, personaje de un simpático cuento de Chejov.
En otro tiempo en que aún no existían los ordenadores, las fotocopiadoras, y los correctores automáticos de faltas de ortografía, se hacía más que necesaria la figura del registrador, la del secretario, la del escribiente, y hasta la del soldado encargado de escribir cartas de amor, para uso de algún compañero iletrado.
Lo que en todo caso resulta evidente es la importancia de la escritura, y del libro, en la formación de las ideas, y en el devenir histórico de las grandes civilizaciones.
Hasta que los chinos no inventaron la tinta negra, y la pasta de papel, el escrito se plasmaba sobre soportes tan dispares como la arcilla, el papiro, el pergamino, y la hoja de loto; en formatos tan variopintos como las tablillas de arcilla, el rollo o volumen ─enrollado sobre una varita, o “umbilicus”─, el códex, y el libro.
Luego, a mediados del siglo XV, y coincidiendo con la invención de la imprenta, el mundo de las ideas experimentaría un colosal empuje que dura hasta hoy, a pesar del desaforado intento de algún acaparador por silenciar la voz del pueblo.
En “Archipiélafo Gulag”, el escritor Solzhenitsyn nos relata las desventuras de un hombre casi analfabeto, que “gustaba de poner firmas en sus ratos de ocio, pues eso elevaba su opinión de sí mismo”.
Como le fuera difícil encontrar un papel blanco donde firmar, el hombre lo hacía aprovechando las páginas de periódicos que encontraba; y en no pocas ocasiones sus rúbricas aparecerían en el retrete comunal, estampadas sobre la cara de Lenin.
Descubierta la ignominia, por un chivatazo de sus vecinos, el alevoso firmante sería condenado a diez largos años de prisión.
Y ya en el siglo XIX las nuevas técnicas de impresión favorecerían el abaratamiento del libro, y con semejante comercio se beneficiaría también la cultura, desplegada sobre anaqueles de bibliotecas de renombre, como la British Library, la Nacional de Florencia, la Colombina, la Complutense…
Y poco a poco, y para que nada faltase, con motivo de las Cortes de Cádiz, se aprobaría el Reglamento de Bibliotecas Provinciales, gracias al cual cada capital de provincia debería contar con una biblioteca.
Con el “Informe Quintana” (1813), y con la “Ley Moyano” (1858), se darían sendos pasos hacia la enseñanza reglamentada, y hacia los derechos del ciudadano a recibir una buena educación, a tono con los nuevos tiempos; que más que un acto de misericordia encerrara la obligación de “enseñar al que no sabe”.
Si bien es cierto que, ajenos a toda clase de enseñanza, aún hay demagogos y sablistas que gobiernan a los pueblos en los mismos términos en que lo haría aquel “lumbrera”: el que formuló la propuesta de tomar Inglaterra con un ejército de diez mil lobos; considerando que, a razón de hombre por lobo, en un solo año conseguiría exterminar a toda aquella población.
***
El sábado de Pentecostés asistimos a la Graduación de unos jovencísimos doctores de la “Promoción 2011─2017”; porfiados colegiales que, durante seis largos años, tomarían a sus admirados profesores, y a sus libros, como maestros de vida.
El sábado de Pentecostés los parques, y las avenidas de mi ciudad lucían el color dorado de las flores de tipuana; el dorado esplendor de una delicada miniatura medieval; el oro viejo de una Madonna de Fray Angélico, a la que se reza de rodillas; o acaso el amarillo solar que representa a estos jóvenes, y animosos médicos.
En el pabellón de Fibes pudimos reconocer a personalidades muy queridas de la gente de mi pueblo, a quienes requerían al estrado para imponer a sus alumnos la tradicional beca amarilla que resume el juramento hipocrático:
─ Y ME SERVIRÉ según mi capacidad y criterio que tienda al beneficio del enfermo.
Duro, precioso, y desinteresado trabajo el de los maestros, a quienes siempre quedará la recompensa de un pensamiento noble por parte de aquellos por los que se han dejado algo más que un trozo de piel, en los inhóspitos zarzales de la vida.
De aquellos severos rituales de graduación de otros tiempos poco queda, que sabido es que la actual sociedad vive en un mundo de “postureo”, descrito en el siglo pasado por Javier de Burgos, en la letra de un sainete.
“La familia Sicur” representaba en ese tiempo lo banal de la cursilada, y la consabida frase hecha de que “las apariencias obligan”.
Hoy en día la palabra “cursi” es un término desfasado: ni resulta estridente para la gente “sensible”; ni es difícil de sobrellevar por la sociedad, gracias a los imperativos publicitarios de la televisión; a los juegos de rol, tan en boga entre los políticos; o a los desfiles de modelos de la simpar Ágata Ruiz de la Prada.
Todo aquello quedó en un infundado alarmismo que, a ojos de un liberal moderado de la talla de D. Juan Valera, más se ve hoy en día como una declaración de machismo.
O acaso, un interesado pronóstico moral de las señoritas americanas de aquel tiempo, que en alegría y desparpajo competían en superioridad con las “Fernán Caballero”, las “George Sand”, y tantas otras que, para luchar en igualdad de condiciones con individuos como el referido “Don Juan”, se verían obligadas a usar el pseudónimo de sus maridos, o amantes:
─ Las señoritas solteras son bastante desaforadas, traspasando los límites de la flirtation y llegando a los mayores extremos de sobamiento. (…) A lo que parece, luego que se casan, suelen tener mucho juicio.
Que, a pesar de lo que dijere el “Sursum corda”, en el fondo de nuestro corazón nuestros hijos nunca nos parecerán feos, ni cúrsiles, ni desaforados, ni sobones: seguirán siendo siempre los mismos que acunábamos entre nuestros brazos; los que daban mil patadas al balón, tan sólo por ver una airosa cometa elevarse en el aire; los que usaban de su imaginación, para saltar a la cuerda, o para jugar a las casitas.
A partir de ahora me imagino que la “Promoción del 2011─ 2017” volverá a su casa con la sana intención de empezar de nuevo su labor: con la preparación del MIR; con el ansia de aprobar, y de hacerse necesarios en este mundo; con los continuos dolores de estómago, y de cabeza; con el maldito insomnio, y sus renacidos temores; con las pocas ganas de comer, y de hablar en familia; con la manía de mantener al mundo en silencio, y a raya; con los brotes de mal humor; y la ayuda destacada de la Coca Cola, y de las pipas de girasol...
Los padres y los maestros sabíamos ya, y desde primera hora, los riesgos que esto conllevaba...
Que no se trataba de lucir el bigote de Aznar, o las gafas de Rajoy; ni la bufanda socializante de Chaves, o los abrazos desenfrenados del arribista de turno.
Que la educación era un proceso muy largo, larguísimo…, que les llevaría a romper con los prejuicios heredados de sus padres; hasta transformarlos radicalmente, y dotarles de criterios, y de un espíritu propio.
Por ello, y en un día tan dorado como este Sábado de Pentecostés, no quisiera dejar de expresar mi agradecimiento hacia esos padres ─“¡Cuánta boca ya enterrada, / sin boca, desenterramos!”─ a los que les sobra y basta con ver encarrilada la felicidad de sus hijos.
Gracias también a esa sociedad esforzada y generosa que, como estos profesores, aportan a diario su sabiduría, y su granito de arena, para que en nuestras familias florezca la semilla del entusiasmo, y la fe en un porvenir “de muchachas y muchachos, / que no dejarán desiertos / ni las calles ni los campos".
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