Con el subtítulo castellano de “La alta sociedad”, “Ma Loute” es una de esas películas que actualmente se proyecta en las pantallas de nuestros cines, con una buena acogida de público.
Ambientada, según su director, en postales del siglo XIX, la historia sucede en los alrededores de una bahía, en el verano de 1910, y a pocas fechas de la I Guerra Mundial.
Sobre una empinada colina, con vistas a la bahía, emerge una auténtica “casa de locos”.
Es uno de esos edificios “raros”, de estilo neo─ egipcio, al que su constructor puso el nombre de “Typhonium”.
Pertenece la mansión a una extraña familia: los Van Peteghem, dos matrimonios unidos por relaciones incestuosas, y por “el baratillo de los apellidos”, tan frecuente entre gente de “la alta sociedad”.
Al otro lado de la bahía, un poblado de pescadores: los Brufort, se dedican a pasar a la otra orilla a los paseantes que solicitan su ayuda; y, al tiempo, aprovechan el viaje para abastecer a su numerosa, e incivilizada prole, con tan “delicada” carne humana.
En medio de ambos grupos sociales, el inspector Alfred Machin y su ayudante Malfoy ─ el Laurel y Hardy de la comedia ─, se muestran incapaces de descifrar semejante embrollo.
Hasta tal punto la frustración de Machín ante el fracaso de no encontrar al culpable, ni al cuerpo del delito, que su estómago se le llena de aire, hasta hacerle levitar como un globo.
Tan extraño fenómeno no es único, pues también Isabelle Van Peteghem acostumbra a volar por los aires, cuando experimenta una especie de trance religioso.
“Ma Loute” es una comedia grotesca, un inquietante esperpento, que trata de reflejar la génesis de la sociedad anterior al capitalismo: de “la alta sociedad”, enferma por la rutina, y la tontería; y de “la clase subordinada”: los Brufort, imbuida del espíritu de los depredadores.
En ambos casos el lenguaje verbal, y el de los gestos, ayudan a plasmar los distintos caracteres.
El de los Brufort es el lenguaje de los silencios hostiles y mal encarados; el lenguaje mudo y “varonil” de quien no pierde el tiempo en palabrerías; que, como dice el refrán, “quien no habla no yerra”.
El de los Van Peteghem es el lenguaje de los “snobs”, y de los “pijos”.
Me refiero al uso de expresiones adocenadas, y acordes con la ñoñería ─“¡Isabelle!, ¡Isabelle!... ¡La glicine..!” ─; a unas determinadas poses, decadentes y narcisistas, en la manera de hablar; y a un tonillo indolente en la expresión, como si las palabras se derramaran de la boca por simple salivación.
La película nos retrotrae a un tiempo que a muchos de los aún presentes les tocó vivir, y que el bueno de D. Antonio Machado describiría mejor que nadie en su poema “Del pasado efímero”.
Un tiempo en que el odio─ que hasta el día de hoy sigue afectando a ortodoxos y heterodoxos, a creyentes, y paganos─ pasaba de padres a hijos, y de generación en generación, cual si el reloj del tiempo se hubiese parado en la Edad Media, o si mundo fuera una mera extensión de Puerto Hurraco; tal lo describe Julio Camba, en un artículo que lleva por título “Los perros turcos y los perros cristianos”:
Un tiempo en que el cacique local tiraba de látigo a la menor ocasión, cual odioso propietario de esclavos, como el que mencionara George Borrow:
─ Me glorio de ser propietario de esclavos: tengo 400 negros nigerianos en mi hacienda, cerca de Charleston, y por las mañanas, antes de desayunarme, azoto a media docena por vía de ejercicio. Los nigerianos están para ser azotados…
Un tiempo en que, como apunta D. Jorge en “La Biblia en España”, la gente tenía la extraña virtud de volar, bien por levitación, o bien a lomos de escoba:
─ El último caso que recuerdo ocurrió en un convento de Sevilla. Cierta monja tenía la costumbre de salir volando por la ventana del jardín y de revolotear sobre los naranjos.
Un tiempo extraño en el que los bandoleros campaban por su respeto─ como después sucediera con ETA, y otros “honorables” delincuentes─, bien por su connivencia con los caciques, bien por “las guías” que les proporcionaran los funcionarios, bien por el apoyo económico de quienes se hacían “a bajo precio” con el producto de sus robos, bien por la rentabilidad que de sus tropelías sacaban los políticos…
Un tiempo en que el Sr. Marqués corría con frenesí tras todo individuo con falda, sin que el Sr. Cura se diese por aludido, ni las leyes hiciesen hincapié en el delito de pederastia; tal que “La feria de los discretos”, libro en el que D. Pío Baroja tiene a la ciudad de Córdoba como principal referente:
─ Entre las familias aristocráticas aparecían una turba de alcoholizados y enfermos, productos podridos por la vida viciosa y los matrimonios consanguíneos. Había en estas familias una gran cantidad de individuos que parecían estar empeñados en quedarse sin nada, en marchar pronto a la ruina; otros iban a ellas sin querer, por los robos de sus administradores y de los usureros; la mayoría eran solamente idiotas; los listos, los avisados, se marchaban a Madrid a politiquear, dejando desmantelada la vieja casa solariega.
Y es que, como dijo Rafael Sánchez Ferlosio, “el eco de las historias duerme en las chimeneas”.
Los “avisados” de siempre la disfrazan, la manipulan, la tergiversan para beneficio propio.
Los más tratamos, en más de cuatro ocasiones, de ignorarlas para poder “sobrevivir” al Gran Guardián del Silencio, que con su dedo índice amenaza represalias:
─ “¿Por qué no se calla?”
De tanto en cuanto quien busca halla, y razones y palabras salen a flote en las páginas de un libro, en una simple conversación, en un diálogo en libertad, en una realidad durante largo tiempo secuestrada,…
─ "El eco de las historias duerme en las chimeneas. El viento quiere desbaratarlas. El fuego las despierta".