11 de abril de 2017 | Joaquín Rayego Gutiérrez

El hábito y el monje

El hábito y el monje
El hábito y el monje
─ Que digo, Julia, que hay que ver cómo cambian los tiempos: ya no hay gitanos que vivan en las “paderes” de los “cimenterios”.

─ Lleva usted razón, señora Luisa. Por suerte, hoy día todo el mundo tiene su buena casita; que no es normal que se tenga que vivir a salto de mata, o encerrados en una cueva, como pasaba en sus tiempos.

A la entrada de Peñarroya el caminante atemperaba su paso, tan sólo por escuchar la interesante reflexión que aquellas mujeres hacían sobre la evolución de los tiempos.
La mujer joven, y la mayor, representaban dos generaciones separadas por la edad en más de cuatro décadas; que de no ser por sus vestidos, ─ de un negro riguroso y talar el de la más vieja, y más ceñido al cuerpo el de la joven─, y por unas gafas de sol, de esas que llaman “de ojos de gato”, su modo de entender la vida sería muy similar al del viejo y gastado romancero de ciegos, de gitanos, de manolas, y de generosos bandoleros, ardiente expresión de amor que el pueblo recoge en sus coplas:

─ Pregúntale al platero, platero
que cuánto vale
ponerle a tus zarcillos, zarcillos
mis iniciales.

Entre ambos personajes el tiempo había tejido su trama de modo tal que se podría afirmar, sin temor a dudas, que las dos eran parte de un mismo tejido: de una sociedad que no sabía del automóvil, de las aplicaciones del plástico, de las consecuencias del juguete “pedagógico”, ni de los efectos de las cremas que limpian “en profundidad”, y atacan el problema de raíz; de una colectividad que usaba tan sólo dos trajes por temporada: la temporada de invierno, y la de verano.
Dos generaciones que, como tantas, fueron hijas del respeto a sus mayores; del miedo a meter la pata, y de lo injustificado del poder de los negreros de turno; amén de la infidelidad, la impostura, y el interés de los propios y cercanos:

─ Te recuerdo, niña, que para nuestra pedida de mano demanda la tradición que por mi parte te regale el precioso collar de perlas que perteneciera a mi abuela.
Por la tuya me deberás corresponder con un magnífico reloj de oro, que controle los minutos que pensamos seguir juntos.

─ Te recuerdo, niño, que no has sabido entender que mi único legado es la aguja y el hilo; mi inmenso amor por ti, y mis manos; los frutos que espero que nos brinden nuestro sudor, y la generosidad de la madre tierra; las palabras apasionadas que me dices de: “Contigo pan y cebolla”.

─ ¡Perdona, cielo! Nunca creí que esa frase tuviese un sentido transcendente para ti.
Realmente, si nuestro compromiso es así, has dejado de interesarme.
Que yo había soñado otra historia bien distinta para el futuro, sin ponerle las cortapisas de una estúpida cantinela.

─ “La hija de la Paula, la Paula
no es de mi rango.
Ella tiene un cortijo, cortijo
y yo voy descalzo…”

¡Ay, Señor, qué tiempos aquéllos! ¿Qué habrá sido de la prominente calvicie que lució aquella admirable talla de un San Antonio?
Conseguido todo el lustre de una billetera de piel las circunstancias le habrán regalado con un vigoroso pelo.
¡Pobre..! Nada que con amor no se pueda conseguir.


***

“El hábito sí hace al monje”, solía decir Unamuno, en sana contradicción con la sabiduría popular.
También las coplas, los dichos, y algunos detalles de sus vivencias, o espigados en la experiencia de los demás, conformaron la muy particular filosofía de mi padre:

─ No te cases con una rica. Serás esclavo de su dinero, y de sus caprichos.

Y así, a la chita y callando, sin vestir de franciscano, mi progenitor consiguió lo que quería: el amor de su familia, de su mujer, de su hijo; sus ovejas, y una colina en el campo donde sentarse a pensar.
¡La gloria “mareá”!
¿Se le puede pedir más a la vida?

***
Las actuales estadísticas determinan que la tradicional temporada de la moda es ahora de cincuenta y dos ─ una por cada semana del año─, aún a riesgo de secar las ubres de la Madre Naturaleza, y de falsear la identidad del comprador, que por mor de publicidad, de la propaganda, y de las multinacionales, no sabrá si llamarse Lewis, o si Loewe.
Ya D. Manuel Halcón denunciaba la artificiosidad de la vida que llevamos. Es una graciosa anécdota referida al poeta y ganadero D. Fernando Villalón.
Viendo los alardes de un joven, que vestía “a la campera”, D. Fernando se dirigió hacia él en un oportuno, y pedagógico reproche:

─ Monta usted como un zapatero.

─ Espero que sabrá usted explicarme cómo montan los zapateros.

─ Igual que usted.
Piense lo bien que hubiese usted estado vestido con su ropa de todos los días. ¿A quién quiere usted engañar?...

¿Qué diría D. Fernando si viera estos “cambalaches” de la política actual, en la que, desde tiempos del emperador Calígula, muy pocas cosas han cambiado?
Pues probablemente los haría desaparecer a todos ellos por impostores, con su “varita mágica” de magia blanca.
Diría, con ese humor “negro” peñarriblense que todos imitan:

─ “¡Rosario, échale a esta gente un cubo de m..!”

Diría que se falsifican hasta las intenciones, como ese ¡Al cielo con ella, mi arma! tan impropio de la Semana Santa castellana, o como el “gitano de temporá” que denuncia el rockero Raimundo Amador:

─ Cuando llegan los días señalaítos
hay muchos gachositos que son gitanos
Visten gitano, fuman gitano,
y juran que su abuelo fue un buen gitano.

D. Fernando Villalón Daóiz y Halcón sí que fue un modelo de vida, acorde con su manera de pensar, y ajeno a toda clase de trueques, como refiere Gómez de la Serna acerca de su teoría de la amistad, “sentimiento ejemplar por el que él se pondría delante de un tranvía para que no matara al amigo que iba a atropellar”.
Tan soñador fue el bizarro caballista que siempre vistió traje corto, y sombrero cordobés, a la manera de un garrochista, como refiere su primo en el libro que lleva por título “Recuerdos de Fernando Villalón”:

─ Caía muy bien a caballo. Ha sido el hombre que he visto encajar en la silla vaquera con más pesantez, naturalidad y elegancia.

Y siendo de familia de condes, y de marqueses, nunca reclamó su título; ni partió migas con los “Maestrantes”, por los que fue “excomulgado”; que su condición campera le empujaba a la humildad; a compartir el pan con los gañanes, gitanos, servidumbre, mozos de cuadra y torerillos ilusionados, como refiere su amigo Rafael Alberti, y como él mismo nos muestra en uno de sus poemas:

─ Mañana de villancicos, noches de joviales cenas; noche en la que Dios le nace a quien tiene Nochebuena.
 
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