22 de marzo de 2017 | Joaquín Rayego
Campo de jaramagos
─ “Y te di el olor/ de todas mis dalias y nardos en flor”
Cementerio San Jorge
Hay un relato que habla de los sentimientos que despierta en Adriana Braggi ─ protagonista de “El Viaje”, de Luigi Pirandello─ su primer viaje en tren.
Pues esa dulce y serena nostalgia es la que debí sentir a medida que se acercaba el día de San José.
La imagen de una varita de nardos, y de la de los incipientes olores primaverales, se habían puesto a rebullir muy dentro de mi cabeza, como caldera de tren. Y no me lo pensé dos veces.
Que no hay forma de decirlo si no que la tierra tiró de mí, y me llevó hasta donde ella quiso.
El panorama que presenta la provincia de Sevilla por la Ruta de la Plata, en uno de esos días radiante de sol, es un manjar de los dioses.
A nuestras espaldas queda el monasterio de San Isidoro del Campo, y las ruinas de esa Itálica famosa a la que cantó Rodrigo Caro, cuna de emperadores romanos.
A partir de aquí el espectáculo es verde: verde el ceniciento verdor de las encinas; verde, en el amarillo intenso de la retama; y en el blanco almidonado de las margaritas: y en el penetrante olor de la jara pringosa.
En los rótulos del camino los nombres se cargan de significación: Hato Verde, Almadén de la Plata, río Ribera de Huelva, El Garrobo, El Ronquillo, la Barranca del Garrote, Pallarés, Ribera de los Molinos.
Amorosas tórtolas, y festivas abubillas en vuelo rasante de mariposas, publican su amor a los cuatro vientos.
Caminos serranos que nos llevan hasta la agreste Sierra de Hornachuelos.
Quien supiera, como el alicantino Azorín, trazar a plumilla tan singular espectáculo que, como recitábamos de memoria en el cole: “Azorín es el escritor de los sucesos menudos y sin importancia, pero que en su pluma adquieren una calidad poética inigualable”.
Y qué bien decía quien estas palabras dijo.
Atrás vamos dejando el bonito pueblo de Llerena, con su Plaza Mayor porticada, su Iglesia barroca, su airoso campanario, sus edificios señoriales, y la blancura virginal de unas calles recoletas que se nos figura que son el corredor de una casa, por la sensación de intimidad que adormece nuestras pisadas.
Un cuartillo de la sangre que tengo la tomé de aquí, de uno de aquellos aventureros extremeños que viajaron hacia el Sur.
Mis abuelos por parte de padre eran de la Serena; y mi progenitora me dormía recitándome poemas de José María Gabriel y Galán, enamorado cantor de la tierra, que sin ni siquiera saberlo, es ya una parte importante de mi personalidad; ese "¡Porque sí; porque le pegan/ sin hacer ningún motivo!", es el alma generosa de una tierra humilde y leal; y yo también me he sentido así, en afinidad con ella.
A partir de Llerena, y hasta llegar al rótulo donde empieza la provincia de Córdoba, lo que el viajero contempla es un paisaje desolado, al que solo unos eucaliptos, y algún oasis de olivar, prestan su más tierna sombra.
A pesar de todo, el panorama es alegre, como la primavera que entra.
A la altura de Berlanga un inmenso campo de colza muestra ese amarillo luminoso con el que los pintores religiosos, de la talla humana de Fray Juan de Fiésole, daban vida a sus más preciados tesoros.
─ “¡Un campo de jaramagos!”, me digo. “¡Menudo festín para pájaros!”
Al pasar por Granja de Torrehermosa la encendida protesta del granjeño José María Luján, me recuerda a los caínes contra los que el bueno de D. Antonio Machado le sacó filo a su pluma:
─ La fuente de Martín Benito nos aliviaba la sed cuando volvíamos de "La Piedra Roaera", que es hoy un paraje absolutamente desalmado y degradado, merced a una explotación porcina que en verano nos inunda de olor a purines.
Dejamos para posteriores momentos la visita a Fuente Obejuna, y a Peñarroya, la hija natural de aquella honorable Mellaria Romana.
El primer objetivo de nuestro viaje es el de rendir visita a los muertos, y rezar por ellos una oración.
La llegada hasta el cementerio municipal de San Jorge se convierte en un laberinto mal señalizado que, ora nos regresa a Peñarroya, ora nos devuelve hacia el castillo de Belmez, sin otra esperanza de vida si no la de dar vueltas y más vueltas, como si de un baile movidito se tratara.
La inesperada visita de este calor primaveral no ha impedido que algunas mujeres vayan a poner unas flores a los suyos:
─ “Con los primeros lirios
y las primeras rosas de las huertas,
en una tarde azul, sube al Espino,
al alto Espino donde está su tierra…”
“Entre la vida y la muerte” llamaba la gente de mis tiempos a aquel barrio. ¡Qué chispa!
Recogiendo flores en el Valle de Nisa, que sería una colina similar a la que contemplan mis ojos, se hallaba Perséfone un día en compañía de las ninfas.
Y en el momento de ir a coger un lirio la tierra se abrió inclemente a sus pies, y por aquella grieta desapareció la bella en el interior de los Infiernos, raptada por Hades, su enamorado tío.
Desde tan privilegiado lugar, donde florece el jaramago, la vida se nos muestra en la raya de dos mundos ─ el que se ve, y el que nos da la espalda─, como “el mayor espectáculo” que anunciaba el Circo Price, o como el Teatro Chino de Manolita Chen, donde cada día se improvisaba un nuevo número, para alegría del cuerpo, y para mayor honra y disfrute del espectador.
Tras una visita que le complace a uno mismo, es llegada la hora de sentarse a comer en un lugar que otrora fuera patrimonio de la gente, y popular palacio de la música.
Apenas si hay personal por allí.
Me imagino que, por la hora, la gente estará metida en casa, o posiblemente en los bares.
Recuerdo el Quiosco de la Música, tan coquetamente romántico, donde se podía bailar sin tener que pasar por caja.
Y las luces de colores ─rojas, verdes, azules...─ que engalanaban las copas de los árboles cuando era llegada la ocasión.
Ahora los árboles se están rehaciendo de la poda, y el césped muestra su gran cabellera verde a la espera de un barbero, y de que comiencen a brotar las primeras rosas.
Se me ha venido a la memoria que, paseando por El Llano, un chaval que decía apreciar mucho a mi padre, me invitó a una fiesta que él mismo hacía en su propio homenaje.
Fuimos a bailar con dos chicas con las habíamos trabado una muy superficial conversación.
Al llegar a su casa nuestro anfitrión nos presentó muy cortés a sus padres, y les sugirió que abandonaran de inmediato el comedor.
Enchufó el sofisticado aparato de cintas, que un hermano suyo le había traído de Alemania, y nos pusimos a bailar, sin ni siquiera marcarnos unos pasos de baile, por el reducido espacio, y por el clima de intimidad.
Nunca vi nada igual, que ya por entonces era yo “muy antiguo”, y un pelín pusilánime.
Al pasar por la Plaza de Santa Bárbara, frente a la Farmacia de siempre, vi un enorme y desangelado cartelón, montado sobre andamiaje de descoloridos hierros.
¿Qué recibimiento es éste?, pensé.
¿Y no habrá un sitio donde dejar una encendida queja contra la desidia, y contra la chatarrería del mal gusto?
Debió estar pasado de copas el achispado diseñador, que dejó una cagada de perros en el sitio más inoportuno.
Después paseamos por la “Calle de la Luna”, acariciando aquel título que, a fecha de hoy aún despierta mi imaginación; hasta el punto que si yo supiera escribir un libro, lo titularía así: “CALLE DE LA LUNA”.
Que si a los habitantes de nuestro satélite les llamamos “solenitas”, confieso que conocí a varios de ellos: a Lina Beorlegui, a Pepe Fuentes, a José Luis Almena, a Joaquín García Sánchez, a Rafael Carpio, etc…
De Joaquín diré que fuimos "hermanos de sangre", por aquello de hacernos un corte en el dedo, para mezclar nuestra sangre.
Y de Rafael, aún guardo en los archivos de la memoria una anécdota muy graciosa.
Aquel día fuimos los dos al cine “Zorrilla” para ver una película de misterio.
Y cada vez que "el malo" se hacía el amo de la pantalla allí surgía el insulto de una señora de edad, poco habituada al lenguaje cinematográfico, que no paraba de advertir al héroe, y de gritar como niña que sufre los desmanes de la bruja:
─ ¡Corre tonto, que te coge!
También fui a buscar a mi vecino Cándido, para ver si me acompañaba en esta pequeña excursión. Hay en ella un letrero que dice: “Se Vende”.
Después marchamos hacia Peñarroya, hasta llegar hasta las últimas casas; muy cercano ya el Peñón.
En una de aquéllas de la calle Lanuza vivió mi familia materna.
Y cuentan que, al atardecer, mi tía abuela Segunda, lejos de la querencia de su tierra vasca, se sentaba a mirar la extraordinaria fuerza de aquel cíclope, y a rezarle sus oraciones a él.
Con esa imagen reverdecida del pasado me vuelvo de nuevo a casa.
Para despedirme han salido unos corderos que ocupan la falda del monte.
De improviso sale a escena un pequeño perro de lanas, que ladra, corre, y reúne en familia al agitado rebaño.
Me despido con la mirada del pastor; pero el alma se me queda allí, vagando placentera y escuchando el balido de las ovejas, y el metálico tañido de las esquilas.
¡Tilín! ¡Tilín!
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