26 de enero de 2017 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Una extraña forma de vida
─ Es el saber popular/ que encierra todo el saber: / que es saber sufrir, amar/ morirse y aborrecer. (M. Machado)
Una extraña forma de vida
La música es la pasión inseparable que acompaña al individuo en su paso por la vida.
Y cuando el alma se sabe en el trance de decidir su destino es ese “aire” secreto, ese “aliento”, quien nos empuja a escoger entre un Cielo y un Infierno.
La historia no es nueva, es la eterna confrontación entre los dos extremos de que se nutren la vida y el arte: “lo apolíneo” y “lo dionisiaco” de que hablaba el filósofo Nietzsche.
Luces y sombras, dos mundos que cantaron los poetas Virgilio y Dante , y que plasmó el pintor flamenco Joachim de Patinir en una tabla que se haya expuesta en el Museo del Prado: “El paso de la laguna Estigia”.
A la izquierda del espectador el Cielo, la fuente del Paraíso, el agua de la eterna juventud, la belleza hermafrodita de los ángeles, el florido esplendor de la naturaleza matizado en una amplia gama de verdes…
A su derecha el Infierno, el can Cerbero ─guardián de las tres cabezas─, las pavorosas llamas de un incendio, el espeso humo que nubla la vista del observador…
Y en mitad de la laguna el alma del peregrino que navega sin rumbo fijo de la mano de un barquero: el gigantesco Caronte.
Así la música, potro de tortura y paraíso de ensoñación en la raya de los dos mundos.
***
Ya antes de ser bautizado en esa pila de agua bendita que es nuestra lengua materna, fue el tic─ tac de un minúsculo corazoncito la melodiosa salmodia que nos arrulló.
Y así fue como, polvo de estrellas, fuimos emergiendo a la vida: sosegada armonía del útero materno, ritmo binario de los días y de las noches, pautada conjunción de ruidos y de silencios acunados en lo acordes de una maravillosa canción.
Y después fue la magia de una voz, con sus mágicas tonalidades: abejita trompetera del entusiasmo de unos padres, trotecito lento de un caballo de cartón; nostalgia de bandoneón, en la voz acompasada de Gardel; música de violoncelo, en el terciopelo ronco de Leonard Cohen; fulgor ardiente de la guitarra española, en el desalentado “jipío” de “Camarón”; bramido de un cuerno de caza, o voz desafinada de saxofón, en los metales de Louis Armstrong; “chiribiteo” de un jilguero, en los dulces arpegios de Mireille Mathieu; flauta de Pan, en el acento armonioso de Adamo; alegre repiqueteo de mandolina, en la voz ensoñadora de Enrico Caruso…
Y plasmada en mil melodías, pautada sobre un papel, o encerrada en enjundiosos tratados, la música fue erigiéndose así en nuestra inseparable amiga, y maestra de vida.
Gracias a su influencia supimos de esa mitología que viajó de puerto en puerto por el mar Mediterráneo (¡ay, qué amores marineros los de Dª Concha Piquer!); nos fuimos adentrando en los misterios de la muerte y de la vida; aprendimos los principios de las ciencias, y de la filosofía; litigamos en cuestiones que ordenan la vida y costumbres de los pueblos─ de política, de moral, de religión, de la virtud, del placer… ─; y supimos de la consideración que tal arte merecía a personalidades de la talla de Pitágoras, Euclides, Plutarco, Ptolomeo, Nicómaco, Boecio, San Agustín, Avicena, Averroes, Ibn Hazm de Córdoba, San Juan de la Cruz, fray Luis de León, etc…
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─ “Si usted supiera de quién soy hijo, las puertas de su periódico estarían abiertas para mí de par en par” fue la fórmula a que recurría el bohemio Dorio de Gádex para medrar como escritor.
La misma frase que los “devotos” del poder siguen usando hoy en día.
Pues bien, si usted supiera de la paternidad de tantos cantes y bailes seguro que se escandalizaría, como hoy en día alucinamos escuchando a los "raperos", o viendo girar cabeza abajo a los esforzados danzantes de “hip─ hop”.
Que ya lo decía la letra de la canción: “Si vas a París, papá, ¡cuidado con los apaches!”
Los apaches─ como nos refiere el anarquista Antonio de Hoyos en su novela: “Oro, seda, sangre y sol”─ eran la canalla parisina que atracaba a los turistas, para después arrojarlos a las frías aguas del río Sena; la marinería andante que frecuentaba “los nocturnos cafetines de la Barrera del Trono, los bares mal afamados de Les Halles, Le Caveau, L´Ange Gabriel, Le Fere a Cheval…”; los creadores de un baile que se hizo popular en los suburbios de París:
─ “Mujeres de absurda belleza, en que la naturaleza había sido violentamente alterada por afeites, pinturas y corsés, ostentaban inverosímiles arreos de cocotesca elegancia en un magnífico impudor de semidesnudo. Niñas pálidas, delgadas, marchitas por la anemia o la tisis las rosas de sus mejillas”.
¿Le suenan estas frases de algo? Si parecen sacadas de imprenta esta misma mañana.
El baile de los apaches, compleja reproducción de una estructura de clases, representaría para el observador actual la expresión del machismo, o la mala deriva del buen gusto.
Como pasa con la zumba y con esos otros bailes de fuerte contenido “sexual”, que ensaya la “tercera edad” en los bailes de Distritos.
En palabras de los filósofos Theodor Adorno y Max Horkheimer, “la cultura popular como conspiración fascista para atontar a las masas”, y ardid de que se vale el capitalismo para “endosar productos estúpidos a un público obtuso”.
Manifestaciones de ese calibre que, en palabras del ya referido Antonio de Hoyos, presentan en su conjunto ese “aire familiar que hace hermanos a los apaches (…), a los golfos napolitanos y a los chulos de Lavapiés y del Rastro”.
¿Y por qué no continuar tan estrambótica lista incorporando el flamenco?
De costumbres poco morigeradas solían hacer gala los bailes flamencos en los llamados “Cafés Cantantes”; hasta el punto que estudiosos de la talla de D. Francisco Rodríguez Marín los hicieron objeto de feroz crítica.
¿Y qué decir del tango? Más que un baile, o que un cante, el tango es toda una transgresión multicultural alimentada en los charcos de los suburbios de Montevideo y de Buenos Aires.
Y en un diálogo de ida y vuelta, los mismos sueños que se acunaron en el Río de la Plata serían los mismos que infinidad de colonos y de emigrantes sacaron de Lisboa, de Coimbra, de Oporto, del Puerto de Santa María, o de la luminosa bahía de Cádiz.
Historias de la colina do Carmo que corona el Bairro Alto; alucinaciones de borrachera, o quimera de oscuros mareantes; “estranha forma de vida”; soledad de amores náufragos, apegados a la sentina de nostálgicos acordeones; semblanza del desarraigo; vivencias en verso de la singular Amalia Rodrigues, “la Reina del fado”; saudade de almas esquivas, asomadas cual Narciso a unas lágrimas de vinho verde.
Como dijo el poeta Fernando de Pessoa, el fado “lo formuló el alma portuguesa cuando no existía y lo deseaba todo sin tener fuerza para desearlo”:
─ El fado es el cansancio del alma fuerte, la mirada de desprecio de Portugal al Dios en que creyó y también le abandonó.
La caída de los dioses, el agua cantarina de una mirada derramada en mil versos, el dolor, la alegría, la emoción contenida…
Todo eso y mucho más es el fado: una “extraña forma de vida”.
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