12 de diciembre de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez

El espíritu de la Navidad

─ PERO EL NIÑO QUE ESTÁ EN EL PORTAL/ ÉSE SÍ QUE ES DE VERAS / ÉSE SÍ ES DE VERDAD. (VILLANCICO)

El espíritu de la Navidad
El espíritu de la Navidad
Hace unas fechas fui testigo presencial de un hecho que cualquier individuo en sus cabales estimaría, cuanto menos, como insólito y desproporcionado.
Se aprestaba un conductor a aparcar su coche en el único hueco libre que la casualidad le ofrecía sobre el codiciado asfalto de la Avenida.
Asumiendo como propia aquella especie de lotería de la suerte, y con la inmediatez del rayo, un segundo conductor iniciaba en ese preciso momento una maniobra de aproximación que permitía a su vehículo superar los veinte, o más metros, que le separaban del vehículo afortunado.
Y una vez a la misma altura, embarcarse en una atronadora controversia en la que el claxon del recién llegado ejercía de voz solista, y conseguía hacerse por las bravas con los derechos de tan singular presea: la plaza de aparcamiento.
La escena, que al mismísimo San Cristóbal pusiera los nervios de punta, apenas si consiguió mover el ánimo de un grupo de peatones, que aguardábamos un guiño cómplice del ojillo verde del semáforo:

─ "¡Valiente fiera! ¡Si me lo hace a mí, le parto la boca de un puñetazo!", farfullaba entre dientes un viandante mirando hacia atrás con la seriedad propia de un opositor a Notarías.


Cada individuo es una voluntad puesta en pie, un sueño, una historia encerrada en un armario, o tal vez una hermosa mentira.
El individuo social está obligado a convivir con los demás; a soportar en sus propias carnes todo un enorme catálogo de patologías, y de neurosis urbanas; y a conducirse de acuerdo con una serie de normas, de costumbres y de usos, mediante los cuales la sociedad se organiza.
En una colonia de abejas cada uno de los insectos desempeña un papel específico que, con todos sus pros y sus contras, les lleva a erigirse en reina─ madre, o a figurar entre las filas de los zánganos, o de las obreras.
Circunstancias similares se repiten en el reino de las hormigas, donde el espíritu de grupo es una mera transferencia de la suma de individualidades, y de anónimas energías.
¡Qué organizada y laboriosa es la “Muy Noble, Muy Leal, Muy heroica, e Invicta! República de las hormigas!
Y qué distintas nos resultan aquellas otras colmenas burocráticas, donde los ascensores, el cemento y la mentira, son patrimonio exclusivo del hombre; donde las apariencias son el reflejo narcisista de la intimidad; donde las relaciones interpersonales se utilizan para medrar; y donde el cinismo y la deslealtad son obligadas letras de cambio, tanto para el obrero como para el patrón.
Así al menos se refiere en un cuento español recogido por el folclorista Aurelio Espinosa, que lleva por título: “Pedro el Listo y Juan el Tonto”.
Resultó que Juan el Tonto contrató sus servicios con un amo tan atravesado, y de tan mala condición “que tenía la costumbre de hacer un contrato, que el que se enfadara primero tenía el otro que sacarle una tira de pellejo desde el cogote hasta los pies”.
Incapaz de falsear la realidad, y de someterse a aquellas órdenes tan arbitrarias, Juan se ve obligado a regresar a casa, corrido y apaleado por su amo.
Tras aquella mala experiencia, correspondía a Pedro el Listo tomar a su cargo la honra familiar.
Desde el mismo momento de asumir el contrato cualquier orden por parte del amo tenía la oportuna traducción por parte de Pedro:

─ Hoy vas y me traes unos sarmientos ni muy verdes ni muy secos.

Y allá que va nuestro hombre y arranca los mejores sarmientos de la viña, provocando el enojo, y el gran disgusto de su propietario:

─ ¡Ay, Pedro, que me has estropeado la viña!

Y Pedro le dice:

─ ¿Se enfada usted, señor amo?

Y aquél, atrapado como araña en su propia red:

─ No, no me enfado, pero digo.

El final, como no podía ser de otro modo, es que el mal intencionado amo es doblegado por el ingenio y por las artimañas de Pedro.

Y es en esa dicotomía individuo /sociedad ─ en la que, como diría Freud, a menudo se borran los límites entre la normalidad y la anormalidad─ donde se hace necesaria la presencia de buenos modelos humanos, y no de arribistas y "chapuceros" de tres al cuarto, que solo invitan a pensar aquello que un poeta anónimo dijo referido a "Mío Cid":

─ Dios qué buen vasallo, si oviesse buen señor.


El sentido de pertenencia a la colmena es la verdadera sustancia que impregna y que proyecta nuestras vidas: el tibio aroma que da sentido a nuestra Navidad.
El nacimiento de un niño vendría a ser en la cultura cristiana la representación de lo que de “divino”, de misterioso, y de frágil, se encierra en el corazón del hombre; las bodas entre el Cielo y la Tierra; el espíritu de la fraternidad universal, que canta a los cuatro vientos:

─ “Como parte del cosmos, participas
en la fiesta, en la orquesta, y en la danza,
por más que creas insignificante
tu vida, apenas nota imperceptible,
tal vez desafinada, en el concierto.
¡Nunca nadie podrá quitarte ya
la dicha de vivir, de haber vivido!"

La praxis de lo que para unos pudiese parecer mera teoría la aporta el hombre con su personalísimo “sello”:
El pasado domingo, día 5 de diciembre fallecía en Sevilla un joven ciclista, atropellado por un vehículo.
El autor de tan deleznable crímen fue un joven conductor con las neuronas desquiciadas por una trágica mezcla de droga y de alcohol. Algo que en la sociedad actual es el pan de cada día.
Hasta ahí, como queda reflejado en los periódicos del lunes, día 6, todo perfectamente “normal”.
Lo hermoso es aquel pequeño párrafo en el que se dice que la desafortunada familia “ha donado todos los órganos” de su hijo, para beneficio de posibles receptores.
Qué terribles circunstancias las que viviría esa familia; y qué generosidad la suya al ofrecer la más preciada de sus joyas para encender una llama de esperanza en otras vidas.
A partir de este gesto, ¿a quién le resultará fácil ver una sombra de maldad en las pupilas de los hombres, o señalar el delito con el dedo tieso?
¿No fue Cristo quien murió para redimir a los hombres?
También Él tenía treinta y pocos años; y también como Él fue un árbol frondoso y joven, cuyas ramas desperezaban un bostezo a las primeras luces del día, como para atrapar el cielo con sus manos, y con sus raíces la esperanza de un verde mineral.
También, como Él, se topó en su camino con un golpe seco y traicionero que segó su fértil vida de un tajo.
Y también, como Él, nos ha dejado para esta Navidad un regalo: un mensaje de amor, escrito a sangre y fuego, como quien desafía a la muerte con un gesto comprensivo y amable:

─ “Y pues la vida es tiempo, el relojero
te dio una hora preciosa la ventura
de compartirla al borde del sendero”.
 
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