5 de diciembre de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez

¡No me olvides!

─ PUEDE QUE LA HISTORIA QUE CONTAMOS SOBRE NOSOTROS MISMOS NO SEA VERDAD, PERO SON LO ÚNICO QUE TENEMOS. (J.M. COETZEE)

¡No me olvides!
¡No me olvides!
En continuo tránsito entre el proyectado Ideal y la imagen que le devuelve el espejo, entre su mundo de ficción y su verdad más profunda, entre la realidad y el deseo, el individuo se resume en un cúmulo de pequeñas arbitrariedades; en un animal poético en permanente monólogo con esos seres de luz que pueblan su limitado mundo interior.
Desde que falleció su marido ─ “¡Ya siempre estaré a tu lado! ¡Nunca te abandonaré!” ─ a doña Luisa le entra por la ventana un suave olor de azahar, que trasmina santidad, y que impregna hasta el último rincón de su casa.

─ Y es sumamente gracioso─ comenta impresionada su vecina─, porque los naranjos de la calle no han florecido aún.

Es curioso que el alma humana, aun no sabiéndose “creyente”, tienda a la más perfecta sintonía con el más allá.
Tras el agua de lluvia que en los pasados días devolvió la primavera a mi jardín, esta mañana me topé con unas espectaculares setas que prestaban al césped una cálida y amarillenta luz.

─Estas joyas ─ me dije─ son un regalo del más allá; de ese álamo temblón que alegró mis atardeceres, y que se constituyó en pajarera de los más hermosos trinos.

Curioso es que haya individuos con los que seamos proclives a entrar en sintonía, aunque sean para nosotros unos auténticos desconocidos.
Tal y como cuenta en uno de sus relatos D. Miguel de Unamuno, Anastasio y Eleuteria clavan sus ojos el uno en el otro, desde el mismo instante en que se conocen. Prescindiendo de más rodeos acuerdan irse a una fonda, para regalarse el uno al otro una pasión escondida durante años. Al día siguiente los encuentran muertos. Ante tan tremenda circunstancia el dueño de la fonda deja volar su opinión:

─ ¡Estas lunas de miel! No se debería permitir que los cardiacos se casasen entre sí.

Y curioso que conozcamos bien a determinadas personas con las que procuramos no coincidir, porque ante ellas el más mínimo de los gestos se troca en hipocresía, y porque estamos en un tris de que la copa de vino se nos caiga de las manos:

─ “Siempre nos llevamos mal con quien es de nuestro mismo carácter”, nos dice un señor que pasaba por allí.

─ ¿Significa esa aserción que usted hace que no nos queremos a nosotros mismos? Pues habrá que pasar por un gimnasio, para no estar en guerra contra nuestro “body”.

Hace algunos años de esto, paseando por la calle Tetuán, y a la hora tonta de la comida, vi a un joven atleta que se recreaba en su imagen; apostado ante el escaparate de una librería, aquel émulo de Atlas lanzaba al viento una moneda para volverla a coger, y para así observar el abultado dinamismo de sus bíceps.
Cuando cayó la moneda al suelo, el joven creyó oportuno flexionar la cintura, obligándose así a forzar hasta el más pequeño de los músculos, tal vez para verse en el ranking de los hombres más guapos y más musculosos del mundo.
Y fue así que me pregunté si todos los seres vivos somos tan cómicos, y tan patéticos como éste.
¿Cuál es la herida por la que respiran esos esforzados costaleros del músculo, tan ingenuos y tan “supervitaminados” como el Popeye de las espinacas?
¿Qué mística les lleva a buscarse en la ficción de una hormiga atómica?
Habrá que suponer que la misma por la que un poeta rima versos; la misma que impulsó a Mariana Pineda a bordar la bandera de la libertad.
Tal vez sean las mismas las razones por las que el infante D. Juan Manuel revestía de moralidad sus cuentos, para justificar sus desmanes, y para así alcanzar la total absolución del género humano; aquéllas por las que escribo a mano estas letras, sin más razón conocida que la de acariciar su voluptuosidad caligráfica, la “verdad” de mis propios sentimientos; aún a costa de castrar la impertinente realidad, y de tergiversar los recuerdos, posiblemente recreados a fuerza de ilusión y de perseverancia.
¿Y todo esto para qué? ¿Para recrearnos en la ficción? Porque la palabra “ficción” significa sólo eso: “moldear” la realidad hasta convertirla en un velado sueño.
Acaso la razón última sea, querido Andrés, la necesidad que todos tenemos de dialogar en alta voz con aquellas personas que nosotros mismos escogemos, aunque no estemos de acuerdo con ellas en casi nada, y aunque algunas ya no estén entre nosotros; y para que conserven, anotado a mano, nuestro nombre en un papel.
Que sin ellos no habríamos llegado a tener la categoría de un Pedro, un Pablo, un Antonio, un Joaquín, o un Manuel. Hubiéramos sido un Bartolito de feria, con las patitas de alambre.



En la mitología griega hay una fruta, la granada, que representa el amor y el matrimonio, según figura en las representaciones de la diosa Hera, y en el mito de Perséfone y Hades.
Raptada por Hades, y obligada a consumir unos granos de granada, que tienen el poder de fidelizar la relación entre los amantes, Perséfone regresa periódicamente junto a su esposo para consumar la unión marital con él.
Con idéntico sentido se nos ofrece al lector una preciosa leyenda cordobesa que lleva por título “La flor del granado”, que tiene como protagonistas de tan triste historia a María, una joven campesina, y a D. Juan de Sotomayor, señor de Belalcázar.
La ofrenda de amor, representada por un relicario de oro que contiene en su interior una flor de granado, se resume en un sencillo mensaje: “¡Nunca te olvidaré!”

Y ya en el siglo pasado, en que los enamorados se declaraban su amor con sugerentes cartas postales, las mujeres no tenían nada más que pasar el abanico por su frente, para sugerir a su amado un “¡No me olvides!”
Que otra manera de mostrar esa pasión contenida era la de regalarle unas flores, cargadas de gran simbolismo amoroso: la Myosotis sylvatica, o flor de “No me olvides”.
Con tonos de amarillo y de blanco en su parte central, y con sus cinco pétalos soldados, en colores blancos, o azules, esta pequeña flor reunida en ramillete, adquiere un significado universal que extiende su connotación a las distintas culturas.


En una fecha muy reciente se nos fue el cantante canadiense Leonard Cohen, uno de esos “Premio Príncipe de Asturias” con los que se honra la lengua castellana.
Con voz acariciante y sonora tradujo al inglés la letra de un poema de su admirado Federico García Lorca, el español que tanta influencia tuvo en su actividad artística.
El “Pequeño vals vienés”, incluido en el poemario de “Poeta en Nueva York”, tuvo en la versión de Cohen unos cambios significativos.
Concretamente el verso aquel, repetido en forma de estribillo, en el García Lorca escribe:

─ Toma este vals del “Te quiero siempre”

Y que Leonard Cohen traduce, con similar grado de emotividad:

─ Toma este vals con su “Yo nunca te olvidaré”.

P.D.: Querido primo Andrés, ahora que por obra y gracia de Internet logramos recuperar pequeñas instantáneas de ese tiempo ya consumido ─ del sabor de la magdalena mojada en café, como tú bien dices ─, que cada día sea el anuncio de los mazapanes de Navidad, y de la dorada burbuja de champán, y que no volvamos a perder el hilo.
 
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