29 de noviembre de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Y en eso llegó Fidel

─ “SE ACABÓ LA DIVERSIÓN, LLEGÓ EL COMANDANTE Y MANDÓ A PARAR.”

Y en eso llegó Fidel
Y en eso llegó Fidel
Un 21 de mayo de 1889 fallecía D. Antonio María García Blanco, fervoroso sacerdote, revolucionario de pelo en pecho, destacado hebraísta, extravagante profesor, y hombre cuyo ideal, tanto en su vida pública como privada, fue el de perseguir la Verdad, con la misma constancia que había distinguido a su padre, en desigual disputa contra los señores de Osuna, “por innumerables tierras que tenían usurpadas”.
García Blanco fue un hombre comprometido con su tiempo y con su gente, que entendió que “los males de una república sólo tienen su remedio en la limitación de poderes tiránicos, en la morigeración de costumbres, en la corrección de abusos por inveterados que sean, y en la desaparición de frailes, reyezuelos, caciques, bigardones y maltrabajas, de santones y leguleyos, de la ignorancia y la osadía”.
Dos días después de su muerte tendría lugar su entierro, caracterizado por la escasa asistencia de público; pues amén de que los curas adelantaron maliciosamente la hora del entierro, hubo también quien faltó porque temía las posteriores represalias de aquella panda de caciques.
Tal fue la gloria que le cupo al mayor intelectual que conocerían sus contemporáneos ursaonenses, y “alma mater” de un periódico “vigilante” ─“El Centinela de Osuna”─; del hombre que solía pasear en solitario por las viñas de “Pago Dulce”, con su perro, su escopeta y su Biblia bajo el brazo como única compañía, para defenderse, si se hacía necesario, de los esbirros del Duque.
Entre las múltiples anécdotas que hablan de tan vasta personalidad, hay una que ocurrió siendo D. Antonio Diputado a Cortes, y que le valdría el calificativo de “Diputado del agua caliente”.
Y fue que como defendiera decididamente una moción para acabar con la insana costumbre de bautizar a los niños con agua fría, aquellos grandes liberales de “La Fontana de Oro”, politicastros de mentirijillas, tuvieron “por pequeño y risible el dejar a una persona tonta o paralítica”, y hubo uno que salió con la graciosa ocurrencia de que se pasara la proposición a la Comisión de Marina, provocando así la oportuna contestación del curita:

─ Pero compañero, ¿no se ve usted ya sin un pelo? ¿Tiene usted edad para necesitar ya esa peluca, que a legua se conoce cuánto desdice de su uniforme y de su cara? ¿Qué puede ser eso más que el golpazo de agua fría en la pila bautismal?


Se necesitan hombres valientes que no se dejen vencer por las grandes multinacionales de la mentira y del engaño; hombres de la talla humana e intelectual de García Blanco, que digan las cosas por su nombre, sin cínico disimulo, pero plenas de humanidad; que sean un ejemplo para su pueblo de buen talante, de gentil disposición y de educada sencillez.
Que ni las poses estridentes, ni la torpe desvergüenza, ni los sermones vacuos de los profetas de la nada, perturben la buena conciencia de tantos seres honrados, que van de paso por su mundo con la frente alta, y con intachable dignidad:

─ “¡Cuánta energía ─ pensé─. El ser humano ha destruido millones de plantas que habían alrededor, pero ese cardo no se ha dejado vencer”.

Hace tan sólo unos días que falleció la parlamentaria valenciana Rita Barberá. Y ni uno solo de aquellos baladrones le brindó el óbolo de la duda. Toda una bandada de negros cuervos, una desgarrada caterva de “muertos vivientes”, y ladrones de cadáveres, se abalanzó sobre ella con el verde bilioso de la ira reflejado en sus caras.
Pocos días después fallecería el dirigente cubano Fidel Castro. Y ninguno de aquellos feroces políticos tuvo la sinceridad de decir lo que todo el mundo conoce: que, hasta la hora presente, no figuraba en los mapas la realidad de una Cuba libre; que cada año que pasa hay más arrestos políticos en la isla; y que sin la necesaria libertad de los pueblos, se hacen mucho más prescindibles la honra, la moral, el honor…
En similares términos se expresaba, antes de fallecer, el revolucionario catalán Néstor Almendros, autor de dos grandes documentales que al parecer hicieron mella en la sensibilidad de Fidel Castro─ “Nadie escuchaba”, y “Conducta impropia”─, y que animaría con acertados dardos la propaganda castrista, en el documental que lleva por título “Fresa y chocolate”.
Con el testimonio directo de presos, y de apaleados por el régimen, Almendros apuntaba la homofobia castrista, la presencia en la isla de campamentos de trabajos forzados (UMAP), el fracaso de la tan traída y llevada zafra azucarera, el episodio de los disidentes de la embajada de Perú, etc, etc, etc…
Y así, de manera sangrante, se muestran para quien las quiera ver las demagógicas contradicciones de esos apóstoles de la nada en una rotunda prosa: “Antes que anochezca” es la valiente confesión del poeta y revolucionario Reinaldo Arenas, editada por Tusquets, y llevada a la pantalla por Javier Bardem como principal agonista:

─ ¡Oh Luna! Siempre estuviste a mi lado, alumbrándome en los momentos más terribles…

La autobiografía comienza en 1941, el mismo año en el que Reinaldo viera su primera luz en Holguín, en el seno de una familia campesina, y en un ambiente comunitario y festivo que invitaba a los vecinos a convivir entre ellos, a deshojar y a desgranar el maíz.
Es esta primera infancia un mundo de sensaciones ─ el turrón de coco rallado de la abuela “que olía como jamás he vuelto a oler un dulce”─, en el que se hace presente en el niño un incipiente erotismo.
A mediados de los cincuenta, en Cuba se palpaba ya el malestar de una sociedad descontenta; la burguesía detestaba a Batista “que era de raza negra”, y daba su apoyo a Fidel, “el blanco, hijo de un hacendado español, que había estudiado en una escuela de jesuitas”.
En semejante tesitura el joven Arenas optaría por tomar partido por la Revolución, del mismo modo que lo haría el capital americano, proporcionando dinero, y armas a la guerrilla.

─ Antes de que Fidel Castro tomara el poder, ya habían comenzado los fusilamientos de las personas contrarias al régimen o que conspiraban contra él. Se les llamaba “traidores”.

Entre los encargados de la desagradable tarea de ejecutar al enemigo, destacaría la labor de Eddy Suñol quien, quince años después, acabaría pegándose él mismo un tiro en la cabeza:

─ La muerte de Suñol no fue sino un suicidio más en nuestra historia política, que es la historia del suicidio incesante.

En esos años la Revolución daría vida a los llamados “tribunales revolucionarios”, en los que un juez improvisado, que atendía desde la inquina de un envidioso “amigo” a la falsa delación, se convertía en ejecutor de un crimen, con inevitables visos de teatralidad.
Y en esta sangrienta “tragedia” Fidel “no sólo sería el Máximo Líder, sino también el Fiscal General”, del mismo modo que en España lo habían sido el general Franco, Queipo de Llano, los verdugos de las checas, y aquellos otros sanguinarios que pasaban por las armas a todo bicho viviente que su instinto lobuno alcanzase a tachar como víctima; daba igual que se llamase Pedro Muñoz Seca, que Federico García Lorca:

─ El ambiente de la Revolución no permitía discrepancias; imperaban el fanatismo y la fe en un futuro “luminoso”, como repetían incesantemente sus líderes”.

En ese irrespirable ambiente inquisitorial, “los dictadores y los regímenes autoritarios pueden destruir a los escritores de dos modos: persiguiéndoles, o colmándoles de prebendas oficiales.”
De no ser tan vergonzante y terrible, tan aleccionadora impresión podría ser expresada en una caricatura, con letra y música de zarzuela:

─ El pensamiento libre / proclamo en alta voz
Y muera el que no piense/ igual que pienso yo

Personalidades de la talla de Virgilio Piñera, o de José Lezama Lima; destacados intelectuales de toda una generación ─ Nelson Rodríguez, Hiram Pratt, Pepe el Loco, Luis Noguera, Guillermo Rosales, y otros…─ fueron ejecutados por la policía castrista, acosados por la censura, o marginados de por vida por el hecho de negarse a hacer propaganda del régimen.
Un especial tratamiento merecería la tragedia de Heberto Padilla, un poeta revolucionario e irreverente, autor de un libro crítico, “Fuera de juego”, que se atrevió a presentar a un concurso oficial.
Arrestado junto a su esposa, saldría de la trena convertido en un auténtico “guiñapo”:

─ ¿Qué se hizo de casi todos los jóvenes de talento de mi generación? Nelson Rodríguez (…) fue fusilado; (…) José Martí tuvo que marcharse al exilio y aún en él fue perseguido y acosado por gran parte de los mismos exiliados.

Por el contrario, las bondades y beneplácitos del régimen recaerían sobre novelistas de la talla de Alejo Carpentier, autor de “El siglo de las luces”, y de poetas como Nicolás Guillén, autores que según Arenas, producían por esas fechas unos “churros espantosos”.
El mismo tono arbitrario derramaba el Gran Líder en inacabables discursos desbordantes de moralina:

─ Recuerdo un discurso de Fidel Castro en el cual se tomaba la potestad de informar cómo debían vestir los varones. De la misma forma, criticaba a los jovencitos que tenían melena y que iban por las calles tocando la guitarra. Toda dictadura es casta y antivital; toda manifestación de vida es en sí un enemigo de cualquier régimen dogmático.

La campaña propagandística que en los años 70 promovería el castrismo, de cara a la galería, acabaría en un auténtico desastre que el mundo libre silenció, tal vez por el prurito de no parecer de derechas; o de disimular los “registros” familiares, como sucediera con aquella Secretaria General de la Joven Guardia Roja que afirmaba con desparpajo que su señor padre, un destacado franquista con más de treinta años de servicio, era un demócrata dialogante.
El propósito de obtener diez millones de toneladas de azúcar, aún a costa de talar enormes extensiones de palmas reales, y de árboles frutales, terminaría “como el rosario de la aurora”; “como terminan casi todas las tragedias cubanas, en una especie de rumba”.
Se quemaron muñecos con la imagen de Nixon; se conchabó al pueblo, invitándole a cerveza y a comida “inexistentes en el mercado”, todo con el objetivo de hacer olvidar al pueblo el fracaso de la zafra.
Pero sería en el Primer Congreso de Educación y Cultura cuando saldría a la luz la tremenda homofobia del castrismo, cuando empezó una encarnizada represión contra los homosexuales.
A principios de 1976, Reinaldo Arenas se pudo ver libre, al fin, de aquel campo de concentración de “Villa Marista”, donde “la condición humana va desapareciendo en los hombres y el ser humano se va deteriorando para sobrevivir”.
En abril de 1980 el conflicto provocado por miles de cubanos encerrados en el recinto de la embajada de Perú, y la entereza del cónsul, moverían a Fidel Castro a expatriar a treinta y cinco mil cubanos a los Estados Unidos, que un régimen carcelario se encargaría de escoger de entre los enfermos psíquicos, los homosexuales, y los asesinos.
La habilidad de Reinaldo Arenas al cambiar de nombre a ultimísima hora sería vital para burlar la represión castrista que, como se pudo comprobar después, pretendía no dejarle marchar de la isla:

─ La diferencia entre el sistema comunista y el capitalista es que, aunque los dos nos dan una patada en el culo, en el comunista te la dan y tienes que aplaudir, y en el capitalista te la dan y uno puede gritar; yo vine aquí a gritar.

En el exilio encontró Reinaldo una fauna que, hasta entonces le era desconocida: la de los comunistas de lujo.
Con ocasión de una cena pudo Arenas pleitear con un exaltado admirador del líder cubano:

─ Me parece muy bien que usted admire a Fidel Castro, pero en ese caso no puede seguir con su plato de comida, porque ninguna de las personas que viven en Cuba, salvo la oficialidad cubana, puede comerse esa comida.

Y el escritor cogió el plato y lo estrelló en la pared; como hiciera el republicano español Ramón J. Sender, cuando oía las típicas paparruchas de Camilo José Cela contra los Estados Unidos.
Un 7 de diciembre de 1990, en la ciudad de New York, agotado por las penalidades sufridas, y enfermo de sida, Reinaldo Arenas decidiría darle un último adiós a la vida, no sin antes clamar por la libertad de su pueblo, y solicitar de la Justicia que Fidel Castro fuese juzgado como el auténtico dictador, y el criminal que fue, por encima de toda clase de paños calientes, circunstancias, y condicionantes:

─ Al pueblo cubano, tanto en el exilio como en la isla, los exhorto a que sigan luchando por la libertad. Mi mensaje no es un mensaje de derrota, sino de lucha y esperanza. Cuba será libre. Yo ya lo soy.
 
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