25 de noviembre de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Canción de Otoño
Canción de Otoño
Hace pocas fechas se acaba de cumplir el 150 aniversario del nacimiento de uno de los escritores que más prestigio ha dado a la lengua castellana: el gallego D. Ramón María del Valle Inclán, creador de inolvidables personajes de ficción, como Max Estrella, el poeta ciego de “Luces de bohemia”, o como el protagonista de las “Sonatas”: el Marqués de Bradomín.
En “Sonata de Otoño”, prosa modernista de líricos acentos, asistimos a la caída de la hoja de un calendario amoroso presidido por el reencuentro sentimental de ese viejo D. Juan que es el Marqués de Bradomín ─ personaje “feo, católico y sentimental”, dotado de un personalísimo encanto─, con la otoñal Dª Concha.
Desde su lecho de muerte, en el pazo de Meirás, la enamorada verá brotar en los brazos de su amado los ecos de una historia pasada, el ardor del deseo, y una extraña llama juvenil:
“Concha me llamaba desde el jardín, con alegres voces. Salí a la solana, tibia y dorada
al sol mañanero. El campo tenía una emoción latina de yuntas, de vendimias y de
labranzas. Concha estaba al pie de la solana:
─ ¿Tienes ahí a Florisel? ─ ¿Florisel es el paje? ─ Sí.
─ Parece bautizado por las hadas. ─ Yo soy su madrina. Mándamelo. ─ ¿Qué le
quieres?
─ Decirle que te suba estas rosas.
Y Concha me enseñó su falda donde se deshojaban las rosas, todavía cubiertas de
rocío, desbordando alegremente como el fruto ideal de unos amores que sólo
floreciesen en los besos:
─ Todas son para ti. Estoy desnudando el jardín.”
En un otoño desierto y gris, con su perro “Bel Ami” de la mano, el poeta paseaba su soledad de hombre ciego, y soñaba con las cercanas cumbres de El Guadarrama.
Su origen era andaluz. Su paraíso soñado, París. Se llamaba Alejandro Sawa.
Cualquiera podría imaginar a este Alejandro “El Magnífico”─ Alejandro “El Excelso”, como le apodaba su amigo el escritor Eduardo Zamacois─ paseando por los alrededores de ese Madrid decimonónico, provinciano y triste, aspirando el humo de una pipa de ámbar y espuma, regalo de su admirado Paul Verlaine, de quien acostumbraba a recitar aquellos musicales versos de la “Canción de Otoño”:
─ Les sanglots longs/ Des violons/ De l'automne
Blessent mon coeur/ D'une langueur/ Monotone.
Debajo de esos harapos que vemos reluce un Ideal que brilla aún más que el sol: que no es el de obtener una cómoda posición social para sí mismo o para los suyos, ni el de tener a la diosa Fortuna de su lado, ni siquiera el competir por la fama que persiguen los mejores.
Este hombre, de tan apuesta y gallarda figura, es un elegido de los dioses; en su corazón late una extraordinaria pasión: su amor por la literatura.
A este descendiente de Homero, con raíces familiares en la ciudad griega de Esmirna, la inmortalidad no le habrá de llegar por sus desgarrados escritos, sino por obra y gracia de su propia vida, y de la mano de otro escritor: un émulo de Cervantes, manco como aquél, que plasmará la épica cotidiana de un hiperbólico andaluz en la figura de Max Estrella, personaje de la obra “Luces de bohemia”.
…
De Manuel Sabba Malcochi, el abuelo griego de Alejandro, sabemos que vino desde su tierra a establecerse en Carmona, población cercana a Sevilla, donde le nacería su hijo mayor Alejandro Sawa Gutiérrez.
Del matrimonio de este último, y de la sevillana María Rosa Martínez Almorín, nacería nuestro escritor, tercero de sus hermanos, en el número 26 de la sevillana calle de San Pedro Mártir, en el céntrico barrio de La Magdalena.
Un15 de marzo de 1862 llegará este niño al mundo; y fechas después, en la pila bautismal de la iglesia de San Pablo, se le impondrá el nombre de Alejandro.
Hacia 1870 la familia Sawa Martínez se trasladará a Málaga, lugar donde tiene asiento la otra rama familiar de los Sawa.
Establecerá su domicilio en el número 22 de la actual Plaza de la Merced, en el mismo ámbito donde años después habría de nacer el pintor Pablo Picasso.
De la neblina de aquellos años la figura del anarquista gaditano Fermín Salvochea lucirá en la mente de Alejandro con todo el fulgor de una antorcha:
─ De 1873 yo no guardo sino dos recuerdos en firme: el del saqueo en Málaga, por las turbas, del cuartel de la Merced y el de mi gran colección de cajas de cerillas, en que toda la vasta iconografía revolucionaria de por entonces dejo trazada sus rasgos fisionómicos para la posteridad.
Con la edad de diecisiete años el joven aspirante a periodista ya cuenta con el reconocimiento de escritores de la talla de Narciso Díaz de Escobar, Ramón de Campoamor, Pedro Antonio de Alarcón, y Salvador Rueda, entre otros muchos colaboradores de la revista “Gente Vieja”, grandes valedores de Alejandro a la hora de afrontar la decisión de trasladarse a Madrid, para hacer fortuna como escritor.
Pero, a pesar de encontrar acomodo entre una extensa nómina de periodistas y de literatos , el espíritu rebelde del joven le llevará a disentir, a buscar nuevas amistades en otros cenáculos, y en ambientes frecuentados por la “santa” bohemia, tales como el “Café Lisboa”, en la Puerta del Sol.
A finales de la década de los 80 “¡El Víctor Hugo de España!” ─como su “alter ego” Max Estrella es calificado por aquel grupo de modernistas ─, dará el salto a París, la ciudad que colma sus anhelos literarios y donde, según la leyenda, recibirá un beso en la frente de su admirado Víctor Hugo.
Hasta la capital del Sena llega con varias novelas de la mano. Son de corte naturalista, como nos muestran sus títulos: “Crimen legal”, “Noche”, etc.
En ellas busca las causas de los males sociales, para lo que se le hará necesario disecar los problemas con la precisión de un científico, o de un investigador; y recurrir a pormenorizados datos, ora en el campo del Derecho, ora en el terreno médico de la obstetricia y de la ginecología…
Alejandro fijará su lugar de residencia en el Barrio Latino, donde se encuentra ubicada la universidad de La Sorbona, y donde desde la época medieval los estudiantes utilizaban el latín como vehículo de comunicación.
Sus grandes dotes humanas propician que, desde muy pronto, el joven se aclimate a aquel nuevo tipo de vida, donde Charles Morice ejerce su influencia como “virrey de los barrios literarios de París”, donde el poeta Paul Verlaine es el rey, y donde nuestro hombre lucirá la tan peculiar silueta a la que hace referencia el escritor Enrique Gómez Carrillo:
─ Los ojos negros, grandes, soñadores y con algo en las pupilas de esa crueldad somnolente y de ese abandono triste de las razas africanas; la nariz delgada, enérgica y regular; la boca fresca, de labios sensuales e insinuantes; la piel de un moreno cobrizo, pálido y ardiente, y la barba, negra y rizada, como la espléndida melena.
Una figura, en fin, tan singularmente hermosa que habría dado (…) el derecho de no tener otros méritos, para merecer ya la admiración.
En este tiempo, como apunta Rubén Darío en el prólogo de “Iluminaciones en la sombra”, todo marcha de maravillas para nuestro joven revolucionario:
─ Debía tener mucho prestigio con las damas, aunque su bolsillo no estuviese boyante. En un palco de music- hall conocí una noche a su querida, marquesa auténtica.
Revolucionario digo porque ni las volutas de humo de las “cocottes”, ni los días de absenta, de opiáceos, de vinos y rosas, pudieron mermar en un ápice su objetivo de escribir.
Y así, como portador de tan extraordinario Ideal, Alejandro llegaría a intimar con el “Pauvre Lélian”, el amigo fraternal a quien su propia grandeza, y no el velo de las apariencias, le abrían por aquel tiempo las puertas de las más prestigiosas y encopetadas reuniones:
─ “Era Verlaine, fantasmal y enorme, completamente cubierto de nieve, hasta el punto de no consentirnos ver el dibujo señorial de los harapos que le cubrían el cuerpo: Verlaine, fraternal e hidalgo, que descubriendo su inocente testa mongólica, nos saludaba un poco triste, un poco ebrio, diciendo:
─ Eh, messieurs, voici le printemps qu´arrive!”
Verlaine, de quien Alejandro cuenta anécdotas que pintan su naturaleza sensual y poco práctica, le llegaría a regalar un grabado con su retrato, y un poema manuscrito.
Y el día en que el querido maestro fallece, un 8 de enero de 1896, Alejandro será uno de los primeros en velar su cadáver ─ junto a Eugéne Krantz, y al escritor parnasiano Catulle Mendès─, y en darle un último adiós en el cementerio de Batignolles.
El poeta Manuel Machado afirmará que fue Alejandro Sawa quien introdujo en España la poesía de Verlaine; mérito éste que debió ser de poco peso para procurarle sustento en el final de sus días, pues desde su regreso a Madrid a Sawa sólo le acompañarían su perro lazarillo, su progresiva ceguera, su mujer Jeanne Poirier, su hijita Helena, una gran dosis de frustración, y el espectro de la miseria y del hambre, que le llevan a empeñar hasta su ropa de calle.
Y a pesar de todos los pesares se consideraba a sí mismo un hombre feliz:
─ El más grande suplicio que se me puede infligir consiste en privarme del espectáculo del cielo, u ofrecérmelo con mermas.
(…) poseo en cambio una maceta de claveles, que transcienden a Gloria, y en lugar de mi artístico “secrétaire” de palo de rosa tengo una hortensia, que me consuela de muchas pérdidas crueles de la vida.
Un miércoles 3 de marzo de 1909, a pocos días de cumplir los 47 años de edad, fallece el escritor dejando en la indigencia a su viuda, de tan solo 38 años, y a una hijita.
Así lo retrata su amigo y paisano el poeta Manuel Machado, para escarnio de una sociedad hipócrita y cínica que nunca devuelve el óbolo que el más noble de sus hijos le regala:
─ Jamás hombre más nacido
para el placer, fue al dolor
más derecho.
Jamás ninguno ha caído
con facha de vencedor
tan deshecho.
Y es que él se daba a perder
como muchos a ganar.
Y su vida,
por la falta de querer
y sobra de regalar
fue perdida.
Es el morir y olvidar
mejor que amar y vivir.
Y más mérito el dejar
Comentarios
No existen comentarios para esta publicación
Deja un comentario