23 de noviembre de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Espiritualidad

Espiritualidad
Espiritualidad
Como quien convoca a un pulso, más con ánimo de juego que con la insana intención de molestar, el animoso romero pregunta a su acompañante si se considera a sí mismo un individuo “creyente”.
Viendo renacer su sombra al efecto de la luz, el aludido responde que sí; más con ánimo de juego que con la insana intención de perturbar a su interlocutor, de quien sin conocer demasiados detalles, sí que tiene la intuición de estar tratando con un hombre bueno:

─ “Las palabras que decimos / vienen de lejos,
y no tiene definición, / tiene argumento.
Cuando dices: nunca/ cuando dices: bueno
estás contando tu historia / sin saberlo”.

Tal vez si la pregunta hubiese tenido lugar en otro momento, en otro paisaje, con otro individuo, o en distinta situación, el caminante habría cambiado de criterio, formulado sus contradicciones, o esgrimido una respuesta con ese lenguaje inefable y secreto con que se expresan los místicos, y los “cantaores” de flamenco:

─ Qué cosas dice este loco/ que nunca dice verdad / pero mentiras tampoco.

Que como aquellos dos reporteros que viajaban en el transiberiano, en el libro de “Miguel Strogoff”, nuestras opiniones varían dependiendo del punto de vista; sobre todo cuando es probable que un viajero perciba la gran mole de los montes, mientras que el que viaja de espaldas a aquél sólo observa la llanura.
Que para andar por la vida como D. Quijote y su escudero, se hace necesaria una gran dosis de verdad, de amor, y de fe.
La dificultad de ser hombre, y la enorme fuerza de la ilusión, tienen mucho que ver con la asunción de un Ideal, con la complejidad del misterio que en cada hijo de vecino se encierra en su pecho, con el azar, y con la posibilidad de reconocer en uno mismo ese oscuro secreto tan difícil de discernir, de cernir y separar como la paja del trigo.
En una de sus epístolas a D. Miguel de Unamuno, el gallego Valle Inclán no duda en poner en cuarentena la espiritualidad de su amigo, tan sólo como defensa de uno de esos personajes que hoy en día llamaríamos “malote”, con muchas menos ínfulas de honorabilidad que el autor de “San Manuel Bueno, mártir”:

─ Ustedes no han nacido para entenderse porque Rubén y usted son antípodas. Vera usted: Rubén tiene todos los defectos de la carne: es glotón, es bebedor, es mujeriego, es holgazán, etc, etc. Pero posee en cambio todas las virtudes del espíritu: es bueno, es generoso, es sencillo, es altruista, es humilde, etc, etc.
En cambio usted almacena todas las virtudes de la carne: es usted frugal, es un abstemio, es un casto, es un infatigable y tiene todos los vicios del espíritu: es un soberbio, es un ególatra, es un avaro, es un rencoroso, etc, etc. Por eso cuando Rubén se muera y se le pudra la carne, “que es lo que tiene de malo” le quedará el espíritu “que es lo que tiene de bueno” ¡Y se salvará! Pero usted, cuando se muera y se le pudra la carne, “que es lo que tiene de bueno” le quedará el espíritu “que es lo que tiene de malo”, ¡ y se condenará!

Y es que, en no pocas ocasiones, las apariencias y la realidad no caminan de la mano, como nos revela en uno de sus relatos el francés Marcel Shuwb:

─ Los organizadores de aquella Revolución tenían la cara pálida, los ojos de acero. Sus ropas eran negras, ajustadas al cuerpo; su palabra breve y árida. Se habían vuelto así, en el pasado eran distintas. Porque habían predicado a las multitudes, invocando los nombres del amor y la piedad. Habían recorrido las calles de las capitales; con la creencia en la boca, cantando la unión de los pueblos y la universal libertad. Habían inundado las casas de proclamas llenas de caridad; habían anunciado la nueva religión que debía conquistar el mundo; habían reunido adeptos entusiastas para la fe naciente.
Luego, en el crepúsculo de la noche de la realización, sus modales cambiaron.

Así nos muestra la realidad la personal experiencia de cada uno; esas pequeñas historias que, por razón de ocasión, o tal vez de la edad, algunos hemos tenido la suerte de vivir, por si nos sirvieran alguna vez de provecho.
Que como dice Honorè de Balzaz “el corazón posee el singular poder de dar un valor extraordinario a cualquier nadería”: a una vieja fotografía, a unas alforjas de cuero, a una inscripción grabada en la piedra, a la pluma de un ave, al relato contenido en un libro, a una estampa, a un sonido, a un olor, a la magia de un sueño esclarecedor…

─ “Tenía treinta años y un jardín y una novia; tenía (…) una yegua blanca que sabía de cosas de la Arabia y que relinchaba de placer cuando su amo, al montarla, le enlazaba, como en un abrazo, los flancos con las piernas, y un perro también, dócil y feroz, que expresaba inefables sentimientos con su cola rítmica, gran parladora de ternuras. Tenía también, plantado por él, un frondoso árbol que daba mieles y arpegios en sus ramas cuando la sazón de amor venía… y amigos, quizás, que la juventud y el poder atraen…, y una lanza en la mano para ahuyentar los maleficios y los sueños…, y un trueno en la boca y un beso en la boca para comentar la vida en sus dos contradictorios aspectos del Bien y del Mal, tan viejos como el Mundo”.

Para el autor de estas líneas, el sevillano Alejandro Sawa, “admirar es un hecho soberanamente religioso, un gesto de misticidad muy ancho, y que las manos que se alzan suplicantes al cielo no tienen mayor unción que las que se unen movidas por la fe para ofrendar el aplauso a alguna de nuestras adoraciones en la tierra.”

Que si los caciques de siempre no hubiesen dado la orden de asesinar a aquellos cuatro jóvenes, fusilados cual criminales en pleno Parque de María Luisa, la voz libertaria de Federica Montseny no habría necesitado de unos sonidos tan lacerantes, y habría sobrevolado en la tarde con una romántica nota de jazmines y de azahar:

─ No saben cuán poderoso es ese embrujo nocturno de Sevilla, ese hechizo voluptuoso del olor de Sevilla, poblado de azahares y jazmines.
Yo lo sentía penetrar en mis poros, en mis sentidos, lo sentía flotar sobre mi alma, pesar dulcemente sobre mis ojos que hubieran querido cerrarse, dormirse en un sueño eterno, que detuviera lo perfecto de la hora, que retuviese para siempre más su encanto en esa noche, en ese rato pasado sentada en los jardines de Murillo, no oyendo más rumor que la canción del agua, inmóviles las hojas, las cosas y las almas bajo la mirada de Astarté, la amante de los poetas y de los locos.

Como en los Cuentos de La Alhambra, que empujan al lector a la conclusión de que en cualquier rincón de Andalucía es posible encontrar un tesoro oculto, así la espiritualidad que se encierra en el corazón del hombre.



En el Aljarafe sevillano, una vez pasado el pueblo de Espartinas, según vamos recorriendo la antigua carretera Sevilla ─ Huelva, y a tan solo unos kilómetros de Umbrete, Villanueva del Ariscal, y Sanlúcar la Mayor, se encuentra la ermita del Loreto.
Construida alrededor de una vieja torre mocha, la ermita se levantó gracias a la promesa que le hizo a la Virgen una señora, accidentada en el puente de Triana.
Más tarde, el 25 de agosto de 1525, tendría lugar la fundación de un convento de Frailes Menores de la Orden de San Francisco.
Y ya entrado el s. XVIII aquella construcción se ampliaría con el añadido de una iglesia de estilo renacentista, que muestra junto a su altar un bello retablo dorado de estilo churrigueresco.
Como antesala de la iglesia y del convento se abre un espacioso compás, en el que luce un precioso crucero revestido de azulejos.
A la mano derecha del visitante un pequeño soportal, bordeado de una bancada, anuncia ya la portería del convento.
Y nada más atravesar aquellas puertas, el caminante penetra en la recatada intimidad de un patio umbrío de estilo mudéjar, “el claustro del aljibe”, en cuyo centro un brocal labrado en mármol da sus primeras lecciones de vida, de canto, y de fraternidad.
Aquí nos reunió un buen día un amigo, para cantarle a la amistad.
A beber un agua de vida, y a solazarse en aquella soledad, se acercaba cada tarde el peregrino, para entonar su oración, con un libro bajo el brazo como muda compañía:

─ A Ti, Señor, como quieras que te llames, o quien quiera que seas. Si me oyes desde allí arriba, sólo te pido que me concedas unos día más hasta que acabe de leerme este libro que ahora tengo entre manos.

Y otro día el romero, recordando un bellísimo poema que D. Antonio Machado dedicó a la iglesia─ catedral de Baeza ("Sobre el olivar"), se atrevió a escribir unos torpes versos, que tituló “Camino del Loreto”, para así agradecer “A Quien Corresponda” su presencia allí, en medio del Paraíso, en aquel mágico lugar donde cada día que nace la Madre Naturaleza entona su plegaria a Dios:

La música se funde con el alba
Un incendio que el rocío desgrana
Alrededor del tronco los olivos
Apelotonan margaritas blancas.

Entre la piedra, la luz y el rocío
La ermita es un pez dorado que se alza.
Arcadas que revolotean ensueños,
Polvo de oro las mariposas blandas.

─ ¿Qué flor te robó la luz, peregrino?
─ Corolas, de amarillo perfumadas.
─ ¿Qué almendro de estrellas plateaste?

¿Qué naranjal al ruiseñor llevabas?
─ Migas de pan a un jilguerillo amigo
Y a Santa María, azucenas y malvas.
 
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