7 de noviembre de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Los que tiran del carro
“NO HAY PERSONA MÁS INSUSTITUIBLE EN SU CARGO QUE AQUEL QUE ES PERFECTAMENTE INÚTIL” (J.A. GARMENDIA)
Los que tiran del carro
Me comentaba un amigo, catedrático de la Facultad de Ciencias de la Comunicación, que un problema muy extendido en las aulas era la escasa capacidad lectora de muchos de sus alumnos, y futuros periodistas.
Algo parecido viví con una compañera de trabajo quien, tras democrática elección de los libros de lectura obligatoria por parte del Departamento de Lengua, tomó la decisión de obviar la lectura en clase de una obra de teatro porque ella misma no la sabía leer, y porque sus alumnos se le dormían del más puro aburrimiento.
─ “Como el maestro de Siruela, que no sabe leer y pone escuela.”
Para quienes hayan profesado en esa forma de religión que es la enseñanza resultará vergonzoso decir que ni las multinacionales del libro, ni los doctos de la Junta, ni los del Ministerio de Educación, llegaron nunca en su ayuda para facilitar su tarea; ni tan siquiera se preocuparon de establecer unos planes de lectura que tuvieran en cuenta el nivel léxico de los alumnos en los distintos estadios de su aprendizaje.
Que con más frecuencia de la deseada confundieron las “churras” con las “merinas”; y que, en el nirvana de un mullido despacho, alguno ni se enteró de que no es lo mismo la dificultad léxico─ semántica que presentan los Cuentos de la Media Lunita, que la de un relato de Jorge Luis Borges. Que como dice el humorista:
─ “No hay persona más insustituible en su cargo que aquel que es perfectamente inútil”
Como en ocasiones se evidencia en algunos profesionales de la música hay Licenciados faltos de oído, a los que habría que dispensar de la tarea de leer; o bien arrebatarles el libro de las manos para que sus alumnos puedan disfrutar de una buena lectura.
Que otra solución sería la de contratar a unos lectores que enjuagasen ese absurdo déficit que no es evaluable en las pruebas de Oposición; pues sabido es que la gente de la enseñanza se queja de que en las más de las ocasiones el niño no resuelve los problemas planteados por las Matemáticas, la Física, o la Filosofía, por no haberlos sabido leer.
Cualquiera lo podría entender sin demasiados preámbulos: disfrutar de una buena lectura, y de los matices que una buena dicción pudiera sacar de ella, es algo parecido a captar en profundidad un escrito; a tener la suerte de disfrutar de la música de una coral de bien empastadas voces; o a padecer la desgracia de soportar una ruidosa cencerrada.
Ya lo decía en jugosa conferencia D. Adolfo Marsillah, director en su día del Teatro Nacional: en España no hay interés por el teatro clásico, como por el contrario sucede en Francia e Inglaterra, porque los actores españoles no saben leer. Y esa falta de profesionalidad, en palabras de aquel gran actor, era una pérdida de tiempo y energías para alguien de su talla, y un fraude por parte de quienes tienen en la dicción su instrumento de trabajo.
He tenido la buena suerte de que mis hijas supiesen leer con tan solo tres años de edad, gracias a su amor por los libros, y al cariño y dedicación que su madre les dedicó.
Y también la mala suerte de escuchar las frases altisonantes del Pedagogo de turno que, atado a la moda del entendido de turno, desaconsejaba la lectura hasta no alcanzar el tope de los seis años de edad.
¡La de contradicciones y estupideces que tenemos que aguantar los padres!
Y ahora, con sólo trece o catorce, nos aconsejan que les invitemos vivir la vida a tope; y que les demos su “paguita”, y una caja de preservativos.
Supongo que si se disfrutara de la lectura desde bien pequeñitos; si se leyera más y mejor en los centros de enseñanza, es posible que esos émulos de la “Señorita Elena Francis” lo tuvieran más difícil; que se abortara de raíz esas ripiosa e interminable “tomatina” televisiva de cada tarde, en la que rijosos presentadores se quitan la palabra para decir exactamente lo mismo, en una genial plasmación del vacío metafísico.
Que nadie que tenga la oportunidad de disfrutar de la música, de una lectura de su interés, o de una buena película, se prestaría a aguantar las impertinencias de individuos tan hechos a despellejar a su propia familia.
En principio porque aquello sería contrario a la afinación, y a ese “oído absoluto” que todo buen músico se precia de tener.
Bastaría con que un periodista más o menos objetivo sintetizara la noticia en una frase que invitara al espectador a sacar sus propias conclusiones, sin necesidad de escuchar a quien masculla en alta voz su ego, su mala conciencia y sus problemas de estómago.
Y ahí sí que podrían tener cabida esas joyas del refranero; esas originales frases hechas, elaboradas artesanalmente por el pueblo, o surgidas del magín de un gran hombre, como aquella tan lucida de “¡España va bien!”, que muchos ya utilizan para no divagar demasiado sobre la situación del país.
En el prólogo a sus “Más de 21.000 Refranes Castellanos” refiere D. Francisco Rodríguez Marín que “el refrán engendróse de la experiencia, que es madre de la ciencia, según dice muy atinadamente el vulgo.”
Síntesis de un sucedido, cuento o fábula, el refrán se asemeja a “la moneda que, de andar en muchas manos y de servir a gran número de transacciones se ha desgastado y hecho borrosa”, razón de más para que desconozcamos, en no pocas ocasiones, cómo se originaron algunos de ellos.
Tal es el caso de la expresión “Alistémosno ¡y marchad!”, y que en su momento tuvo por referente al padre Marrufo, fraile franciscano de un convento osunés, quien tiraba de oratoria para invitar al pueblo a luchar contra los franceses; recomendación que no se aplicaba a sí mismo, dispuesto a alistarse, pero contrario a marchar en primera línea de combate.
Que cuántos de los de a pie no ponen su carita por esos otros que se cuelgan las insignias.
Como esos investigadores y científicos que cada día luchan por salvar vidas, sin que nadie les regale ni con una simple palmadita.
Como esos que a diario hacen gala de profesionalidad y honradez.
Como Antonio Monterroso, abanderado de la nueva estética, cuya inagotable imaginación sentaba plaza, hace tan solo unos días, en las II Jornades Internacionals de Poesía celebrada en Barcelona.
Como los promotores de aquella famosa comedia de Lope de Vega que, con espíritu generoso y perseverante, cada año pone en escena el pueblo hermano de Fuenteobejuna.
Y como cualquiera de nosotros, que nos dejamos por la ilusión girones de nuestra vida y que, en más de dos ocasiones, hemos dado la cara por un ideal, para que nos la partan; lo mismo que Pedro Sánchez, a quien “las cañas se le volvieron lanzas”, y a quien sus fieles le vuelven las espaldas por el putañero interés de arrimarse a un carguito.
De similar intención, pero al revés, es aquella conocida frase de “Ataquen y ganemos”, expresión popular que alude a la cobardía de los que hablan y pronostican, pero sin implicarse en nada que les robe brillo, que les salpique el bolsillo, o que merme en un ápice su bien ganada moral de vencedor.
Que “de la panza sale la danza”, como bien dice el refrán.
A esa actitud de “verlas venir” la musa popular también le puso un nombre: “Sacar las castañas del fuego”; que las patatas y las castañas, al igual que los problemas, retienen durante mucho tiempo el calor.
Lo de “Ataquen y ganemos”, según la opinión expresada por el oficial carlista Carlos O´Donnell, es fórmula habitual en aquellos que siendo incapaces de tomar las armas en favor de la causa, confían siempre en los mismos tópicos que a nada les compromete:
─ “¡Ojalá Rusia se sume a la causa!”
─ “¡Ojalá gane la guerra Zumalacárregui!”
Como quien baila la Yenka, así hemos visto el personal a los chicos del PSOE; como la visita de los chistes, que ya dijo el escritor y humorista D. José Antonio Garmendia, que “de sabio es cambiar de contradicción”:
─ “Izquierda, izquierda, / Derecha, derecha
Delante, y detrás/ ¡Un, dos tres!”
─ ¡Pero Jaimito, hijo, que te cambia el color de cara de tanto y tanto jugar!
Por la calle de La Montera los niños cantan, mientras sus rivales en el juego permanecen ocultos y al acecho, a la sombra de algún soportal:
─ “¡Hilo negro!
─ ¡Más adelante!
─ ¡Más travieso!
─ ¡Quietecita mi gente!”
─ ¡Chi chi, veo, de aquí no me meneo!
─ ¡Que quien se mueva no sale en la foto! ¿Vale?
Como contrapunto musical a tan jaleoso invento, una voz recia y agradable que se ensancha como un eco, se oye tronar a la altura del Parque de las Ranas:
─ “Rosario… ¡échale un cubo de m… a esta gente!”
Si ya lo decía el sociólogo Isidoro Moreno desde las páginas del “Diario de Sevilla”; que nunca este intelectual se prestó a dar pomada a los poderosos.
Que lo de “en principio no”, ya tenía un final escrito; y que lo de “cantar la palinodia” significaba tanto como tildar de “guapo y tipazo”, a alguien de quien pensaban decir que era una “rana tripuda”.
Que como el francés Honoré de Balzac repetía el mundo se reduce a dos bandos, los que van sentados encima del carro, y los que tiran de él:
─ Hasta con la mejor administración, una nación siempre se divide en dos partidos totalmente opuestos. (…)Primer partido: individuos “que roban”. Ése es el partido más fuerte.
Segundo partido: individuos “que son robados”. Éste es el más grande…
Pero volvamos al paso que no estaba en mi intención “andarme con floreos”, ni perturbar su ánimo con tiradas de espadachines; y menos aún hacer una relación detallada de los trucos y sinvergonzonerías que tan habituales son en los juegos de mano, que para eso está D. Arturo Pérez Reverte que se las pinta como nadie.
Un proverbio similar a aquellos dos anteriores, es el del capitán aquél ─ Aranha, o Arana se llamaba─ que enviaba a su gente a combatir a los insurrectos:
─ “Como el capitán Araña; embarca, embarca, y él se queda en tierra.”
O como ese otro que también requiere de la oportuna explicación, y que tiene su origen en la villa ducal de Osuna:
─ “Se quedó más solo que el maestro Constantina”.
El 26 de junio de 1836 dio comienzo una especie de incursión guerrera de cinco meses y 24 días que, partiendo de Amurrio en dirección a Andalucía, mantuvo en vilo a la España liberal.
Eran aquellos días en los que el andaluz D. Miguel Gómez Damas (Torredonjimeno, 1785- Burdeos, 1849), al mando de un reducido ejército de 2.700 infantes y 180 jinetes, atravesó España y llegó hasta Gibraltar, tras tomar por unos días la ciudad de Córdoba.
Las autoridades locales habían recibido órdenes de abandonar sus respectivos pueblos en el caso de encontrarse las tropas carlistas a tan solo diez leguas de allí; y al tiempo nombrar una Junta que ejerciese el poder en su ausencia.
Así las cosas el día 14 se noviembre de 1836 las autoridades de Osuna se refugiaban en Morón; y al día siguiente eran las de Morón las que acudían a buscar refugio en Montellano.
Los pormenores de la expedición los referirá D. Pío Baroja y Nessi, en “La expedición de Gómez” ─“Desde la última vuelta del camino. Memorias.”, tomo VI, Ed. Caro Raggio, Madrid, 1983─; mientras que la implicación personal del maestro Constantina, que pone pie al citado refrán, correrá a cargo de D. Francisco Rodríguez Marín.
Consciente del problema que se les venía encima, un vehemente patriota; el maestro Constantina, “sastre, a quien no llamaban por su apellido paterno, sino por el nombre de su pueblo natal” no dudó en recurrir a sus antiguos conocimientos de subteniente para instruir a las milicias, y para así conjurar el peligro al mando de sus doscientos valientes.
Con aquel bigotón y perilla que se había dejado crecer, y al frente de la milicia, apenas salido el sol, aquel sastrecillo valiente se daba a la tarea de “recorrer medio pueblo, a tambor batiente, despertando y atrayendo al vecindario femenino y haciendo huir asustados a los perros vagabundos. Esto, durante dos horas, y a la tarde, vuelta a la tarea; pero entonces, sin salir de la plaza de la Constitución, donde mis doscientos héroes en canuto hacían doscientas mil evoluciones ante el numeroso concurso de desocupados, todo ello la estentórea voz de mando del maestro Constantina, que, en tales exhibiciones y maniobras, no se cambiaría ni por el mismísimo Fernán González”.
En tan delicada situación, cierto día unos trajineros traían la mala nueva de que Gómez ya estaba a las puertas de la villa y, al parecer, se disponía entrar en ella con su gente.
No había ni un solo instante que perder.
Reunido el Cabildo, y confiado el destino de los ciudadanos en manos de la milicia, se acordó formar filas en torno al capitán, y a las mismas puertas del Pósito.
Llegada la hora acordada, la gran frustración del maestro Constantina fue la de comprobar por sus propios ojos que “a las tres cuartas partes de su hueste no les importaba un comino el deber militar, ni la defensa de su pueblo”; pero aún así el esforzado Quijote decide arengar a sus fieles, y dar ese paso al frente que es prenda de los individuos de valor.
Hacia la salida de Estepa marchaban los milicianos ante la incondicional admiración de su gente, que les animaba al pasar.
Pronto los aplausos se trocarían en sonrisas en la cara de los espectadores, lo que obligó al maestro Constantina a echar la vista hacia atrás, para de esta manera comprobar estupefacto que sólo le prestaba su compañía el chico del tambor.
“Interrumpiendo la marcha y haciendo rechinar los dientes de coraje, dijo Constantina al tambor:
¡Estamos solos! ¿Han huido esos traidores sinvergüenzas!
Y el del tambor respondió con sinceridad candorosa:
¡Mi capitán, y yo no me fui, porque, como voy dándole ar parche...!”
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Y fue de ese curioso modo, concluye en su relato Rodríguez Marín, como arraigó “una frase popular, muy usada en la comarca de Osuna, donde todavía (…) dicen para ponderar la soledad o el desamparo en que dejaron a alguno:
─ “Se quedó más solo que el maestro Constantina.”
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