¡Madre! (Divagaciones a la sombra de un quiosco de la música)

─ “UN DÍA LE CANTÉ AL LLANO TAL VEZ MI COPLA MEJOR, CUANDO LA COPLA ERA TIERNA Y SOÑABA SER CANTOR.” (JOSÉ LARRALDE)

¡Madre! (Divagaciones a la sombra de un quiosco de la música)
¡Madre! (Divagaciones a la sombra de un quiosco de la música)
─ “Un anciano en la popa de un barco. En los brazos sostiene una maleta ligera y a una criatura, toda vía más ligera. El anciano se llama Linh. Es el único que lo sabe, porque el resto de las personas que lo sabían están muertas.
De pie en la cubierta, ve alejarse su país, el país de sus antepasados y sus muertos, mientras la criatura duerme en sus brazos. El país se aleja, se hace infinitamente pequeño, y el señor Linh lo ve desaparecer en el horizonte durante horas, pese al viento que sopla y lo zarandea como a una marioneta”.

Así comienza un precioso libro que trata el espinoso tema de la emigración y del exilio.
Qué tremendas aquellas maletas de cartón; la navaja cabritera, y el bocadillo de chorizo; el paso lento con que, a horas muy tempranas, caminaba con desgana el viajero hacia la estación; el pañuelo de la despedida de esos sueños juveniles que nos animaban a confiar nuestro destino a la buena suerte.
La nieta del señor Linh, de Philippe Claudel, es el relato más emotivo que he leído desde hace ya mucho tiempo. La fuerza de la sangre, la emigración forzosa por razones políticas, y el valor de la amistad ─ que aquí se resume en un gesto del anciano señor Bark con la mano y en una pequeña frase: “¡Buenos días!”─ conforman una bella metáfora sobre la soledad, el exilio, y las señas de identidad:

—“Seguramente está usted casado, o lo ha estado. No quiero ser indiscreto —prosigue el señor Bark—. Pero seguro que me entiende. Yo la esperaba en este banco todos los días. Ella cerraba el tiovivo a las cinco en invierno y a las siete en verano. La veía salir del parque desde este lado de la calle y ella me hacía un gesto con la mano. Yo también le hacía un gesto... Pero le estoy aburriendo, perdone…”

Para dos almas gemelas que pasan por un mismo trance la expresión gestual es el lenitivo que exime de la palabra: un idioma universal, en el que la necesidad de comprar huevos se expresaría con una onomatopeya, o bien moviendo los brazos, como haría con sus alas un ave de corral, en un pícaro desvío de la mirada hacia el trasero, con un cierta teatralidad.

Hace tiempo que vi una película, “La profesora de Historia”, que plantea una experiencia que da mucho que pensar: Anne Gueguen (Ariane Ascaride), profesora de instituto enfrentada a un curso muy difícil, anima a sus alumnos a participar en un concurso nacional sobre la adolescencia en un campo de concentración, y a dar su propia visión sobre el drama del adolescente en los campos de exterminio nazis.
Un tema real, y una herida, que ni el paso de los años ayuda a cicatrizar.
A sus ochenta y seis abriles, y tras haber conseguido recomponer los trozos rotos de un cristal tan frágil, Marceline Loridan─ Ivens escribe una carta abierta a su padre, deportado en el mismo tren que la condujo junto a ella al campo de Auschwitz─ Birkenau, de donde nunca él regresó.
La conversación padre e hija, aunque el caso de Marceline sea un sueño o una quimera; el contacto respetuoso entre jóvenes y adultos; la confianza en las relaciones pedagógicas entre alumno y profesor, haría innecesario escribir libros de un tono tan dolorido como éste, pues según la filósofa francesa Laurence Cornu el diálogo con los demás “es una especie de apuesta en no inquietarse del no- control del otro y del tiempo”.
Respetar al otro consiste en volver la vista hacia atrás, sin miedo a perder nada o a convertirnos en estatua de sal, recapacitando sobre lo que vimos como un fallo, o en la virtud que nos pasó desapercibida, para intentar adaptarnos al próximo, y para así armonizar con sus sentimientos en la medida de lo posible.
Se cuenta que pasando por las cercanías del muelle de Trieste un niño le pidió una limosna a María Malibrán. Tras ofrecer al pequeño mendigo el dinero que llevaba encima, la actriz se apresuró a rebatir los encendidos elogios que se empecinaban en dedicarle sus acompañantes:

─”No merezco esos elogios. Viendo la expresión de tristeza de ese niño, he podido hacerme cargo en un instante del modo de vivir de su familia, sin ropas, faltos de alimento, etc. De veras os digo que si yo pudiera expresar con un gesto semejante un dolor tan profundo, me consideraría una buena actriz”.

Cuánto mejor nos iría si en lugar de darle de palos, o de puñetazos traicioneros, a un emigrante, nos pusiésemos en su situación.
Secuestrados por nuestra chilaba, o embutidos en nuestro espantoso disfraz de Charlot, durante años hemos vivido en una especie de exilio personal, privados de la posibilidad de comunicarnos con otros por la rémora de la intransigencia, por el color de la piel, por nuestra falta de generosidad para con nosotros mismos, o por la educación recibida:

─ “Se enseña a las niñas muchas cosas inútiles, muchas cosas extranjeras, muchas franceserías e ingleserías, mucha lectura, muchas cosas vanas y muchas curiosidades, todo menos el ser mujeres.”(Remigio Vilariño)

En otros tiempos en que a la mujer española se le imponía el estatus social de “reina de la casa”, y se la sometía a otras formas de exilio, a un tonto harto de sopas se le ocurrió exorcizar desde el púlpito los encantos de una parroquiana ejemplar y de una madre de familia, que se asomaba al balcón para ver pasar la vida en medio de los corrillos de la gente guapa de su pueblo, pero que según las palabras de aquel sopista de negro era una imagen que contribuía a excitar las bajas pasiones, y a despertar los pensamientos impuros de tan peligrosos “reptiles”, hijos de Eva.
Está visto que el dicho de “haz lo que yo digo, pero no hagas lo que yo hago”, tampoco rige para algunos que imparten pedagogía por una errónea vocación pastoral.
Cuando muchos siglos antes el galeno cordobés Averroes se lamentaba de que las mujeres estuviesen al servicio de sus maridos, “dedicadas a la reproducción, crianza y cuidado de los hijos”, sin más historia que una planta, apartada de toda clase de actividad, siendo su naturaleza la misma que la de los hombres, resultaba que “intelectuales” de la talla de D. Adolfo Maíllo, de D. Emilio Enciso, de Dª Pilar Primo de Rivera, o de D. Enrique Herrera Oria, metían la pata hasta el cuello con sus miradas miopes que confundían a los demás.
Pero, claro, ellos no tenían ninguna necesidad de saber leer, ni miedo a llegar a fin de mes con un pobre y triste sueldo; y menos aún de aprender un idioma, que desde la regalía de un butacón ya daban por hechas las Américas.
Gracias a Dios que, en tema tan delicado, fueron los buenos pintores, los escultores, los fotógrafos, y los artistas en general, quienes nos enseñaron a ver que detrás de nuestras retinas se encierra amplísimo panorama social, toda una sinestesia de colores; y que el cuerpo desnudo no es el baúl del pecado, ni la botella del diablo; que el pecado, si lo hay, es el de no haber aprendido a mirar a nuestro alrededor con una mirada limpia y noble.
Lástima que el ojo humano, al igual que la cámara fotográfica, capte tan mal los detalles; que detalles y matices son los que marcan la diferencia de un espíritu sensible: de una golondrina en vuelo, de esa frágil araña que ignora los hilos de los perjuicios sociales y de la falsa moral, de la buganvilla con espinas y hojas acorazonadas que nos hiere como un beso.
La realidad nunca es perfecta, y conocerse a uno mismo es también reconocerse en los demás, y adaptarse a situaciones críticas de comunicación; a situaciones concretas que nos plantea el difícil juego de la vida.
Los numerosos estudios sobre el exilio y la emigración, y el desinhibido comportamiento de los jóvenes de hoy en día, han dado paso últimamente a una nueva conciencia sobre el tema.
Ya no se percibe el hecho de tener que salir de nuestra ciudad o país como un trance fatal en nuestras vidas; antes bien, se valoran sus efectos positivos. Se insiste menos en la pérdida y se trata de poner de relieve “el enriquecimiento espiritual así como intelectual aun teniendo que renunciar a bienes tangibles; la transformación que trae luz interior” repetidamente subrayada por nuestra María Zambrano.

Graciosamente a muchos la edad nos ha devuelto, envueltos en lindo envoltorio, la presencia de un Llano, de una fuente de cerámica con sus ranas en verde oliva, de unos peces de colores, y de un quiosco de la música que fue alimento de nuestra imaginación, hasta el punto de atraernos hasta sí como un imán, para llevarnos prendido en su música al compás de un hermoso pasodoble:

─ “Si comparas un alegre pasodoble
Con los mambos, bugui─ bugui, y el danzón
Verás que entre todos ellos
lo que vale es lo español.”

Aceptar las cosas como te vienen rodadas dicen los sabios que es la forma más deportiva de competir contra nosotros mismo; y en este punto hemos de constatar que quienes más y quienes menos vivimos nuestro propio exilio sin necesidad de superar grandes traumas; pero también con el aprieto de confesar a esa entrañable sombra, que aún luce en un punto central de nuestro querido parque, que también hubo una etapa negra en que la negamos tres veces, como San Pedro hizo con Cristo; en el que nos cansamos de escuchar el gastado eco de sus orquestas, y la voz melosa y quebrada de Luis Lucena entonando “Españolear”; en que soñamos con volar muy lejos de sus “flores, fandanguillos y alegrías”, a lo Manolo Escobar; en que dejamos de creer en engañosos estribillos y esperanzas que a nada conducían, y que nos amarraban al mismo mástil de Ulises.
Fue un tiempo de negación, como el que profesa un hijo a sus padres, en el que recuerdo haber escrito un poema que titulé con torpe descortesía “Pueblo en venta”; que al día siguiente olvidé entre tanto ripio censurado como sobra en un verso; porque no se insulta a un progenitor porque sí, por el simple hecho de que sea viejo, o porque le afeen unas caries; que también en este punto cada quien llevamos por dentro nuestra particular procesión:

─ “Un día le canté al Llano tal vez mi copla mejor
Cuando la copla era tierna y soñaba ser cantor.
Con la inocencia en la sangre navegaba un canto en flor
Y en cataratas de risa desperezaba mi voz.
Yo era tierra con burbujas de trigo macollador
Paso corto, sueño largo, pedacito de arrebol.
Un día le canté al Llano tal vez mi copla mejor.”

Por ese difícil tiempo a muy poca gente de mi edad le resultaba apetecible emigrar hacia las nieblas del Norte ─llámense Alemania, o Vilvoorde─, hacia las nieves del Kilimanjaro, o hacia las exóticas selvas de Brasil, si no era por una razón de peso; pero menos aún le complacía ver cómo se marchitaban las ilusiones; cómo el deterioro y la ruina se instalaban en sus vidas como “recuerdo de la muerte”, que diría D. Francisco de Quevedo.
Posiblemente ya se sabía ─ como ahora me comenta mi primo Andrés─ que salir de regalada cuna, y por la puerta trasera, era una auténtica putada; pero que en el peor de los casos la vida es un riesgo que es necesario asumir, y volar por los aires el mejor ejercicio de funambulismo que el hombre está acostumbrado a hacer sin miedo alguno a estrellarse; aunque, en ocasiones, en sueños, y cuando se nos pone de uñas la vida, vivir lejos de la “patria”, de la madre tan querida, es una pesadilla que al villano en su rincón aún le cuesta superar, como así lo expresa en la copla Diego “El Cigala”:

─ “Cómo se pueden querer/ dos “ciudades” a la vez/ y no estar loco?”

(Y añade alguien que tiene un corazón hispano─ belga: “Dos ciudades, dos patrias, o dos nacionalidades. Es lo que nos queda por vivir en la Europa de las dos velocidades.”)

P.D: El artículo lo ilustran viejas fotografías de Peñarroya─ Pueblonuevo, de Madrid, y de Vilvoorde, generosamente cedidas por dos queridos peñarriblenses: Manuel Montes Mira, y Andrés Riaño Gutiérrez.
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