31 de octubre de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez

El paraíso de los pájaros

─ “PLATERO ¿HABRÁ UN PARAÍSO DE LOS PÁJAROS? ¿HABRÁ UN VERGEL VERDE SOBRE EL CIELO AZUL, TODO EN FLOR DE ROSALES ÁUREOS, CON ALMAS DE PÁJAROS BLANCOS, ROSAS, CELESTES, AMARILLOS?”

El paraíso de los pájaros
El paraíso de los pájaros
Hasta mediados del siglo XIX los mapas y cartas geográficas determinaban como “terra ignota” una gran parte del continente africano, de Asia y de la Amazonía.
Tan sólo los datos aportados por intrépidos viajeros, y minuciosos informantes; la concienzuda labor de técnicos y científicos ─ arquitectos, topógrafos, cartógrafos, marinos, delineantes, ingenieros militares, religiosos, personal adscrito a la Administración, etc… ─; y el uso de nuevos métodos e instrumentos ─ el catastro, el cronómetro de precisión, el teodolito, etc…─ permitirán no sólo trazar el perfil de las costas, los accidentes geográficos, y el curso de los ríos, si no también representar, cuantificar y medir toda clase de espacio.
Gracias a tan costosa labor surgirán originales proyectos; se trazarán nuevas redes de comunicación; se remozarán viejos edificios; e incluso se promoverá una nueva forma de vida.
La ciudad quedará convertida en un espacio doméstico, más adaptable a las necesidades del hombre, y a los patrones de policía, de orden, e higiene.
Los cementerios, que otrora se ubicaron en las huertas de los conventos, y en el interior de las iglesias, pasaron a emplazarse en las afueras de la ciudad, por razones sanitarias, y de higiene.
El de Sevilla, concretamente, se situará en la zona Norte, en un lugar alto, y expuesto a la influencia de los vientos: la huerta de “La Fontanilla”, terreno que en aquel año de gracia de 1852 aún pertenecía al Hospital de San Lázaro.
De ser una fértil huerta ─en cuyas proximidades se asentaba la popular Venta de los Gatos, que Bécquer cantó en una de sus leyendas─ “La Fontanilla” pasaría a convertirse en un museo al aire libre; en un universo ecológico, de gran colorido floral; en el paraíso de los pájaros; en una suerte de espacio mágico que, como el juego de la rayuela, se acomodaría a su dramático papel de delimitar la vida de la muerte, como en breve trazo de tiza, o como en tierna invocación:

─ “A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas
compañero del alma, compañero”.

Y es en este espacio consagrado al amor y a la amistad, donde los pueblos muestran su respeto hacia los suyos, aunque ya no sigan en pie, ni estemos ya junto a ellos; que como diría Quevedo la muerte es el más poderoso de los corrosivos, que podrá transformarnos en polvo, pero que no podrá borrar la memoria de lo que fuimos, de lo que nunca dejaremos de ser: “polvo enamorado.”
Aquí no valen las prisas, ni la pedagógica fábula de la cigarra y la hormiga, ni la frasecita de marras con la que damos un sentido a la responsabilidad, y a la obligación, aquélla de: “Hijo, levanta! Que al que madruga, Dios le ayuda…”
Aquí hasta el más avisado delincuente tiene derecho de asilo; el inocente a retractarse de lo que no dijo, ni hizo; el avaro, a contar los pétalos de una flor; el incrédulo, a musitar su particularísima oración ante una fosa; el soberbio, a cruzar con el humilde un amistoso saludo:

─ “¡Hermano, morir habemos!”
─ “¡Ya lo sabemos!”

Permítame usted preguntarle si no es adoración y respeto lo que encierra en sus adentros esa arquitectura encalada del cementerio de Casabermeja, en Málaga; la del solitario y espectacular Cementerio de los Ingleses, a la altura del cabo Tosto, en la Costa de la Muerte; la de estilo gótico del cementerio de Highgate, donde se encuentra enterrado Karl Marx en medio de una exuberante vegetación; la del Cimetière du Pere Lachaise, donde aún florece a la vida la sensibilidad de Marcel Proust, la voz metálica de Edith Piaff, la hilarante imaginación de Molière, el gesto histriónico de Sara Bernhardt, o los Nocturnos de Chopin; la del cementerio de Collioure, donde D. Antonio Machado imparte lecciones de humanidad.
Dígame usted si no es abono del bueno lo que contiene esa tierra que dio cobijo a su gente, ya sea la de un cruce de caminos, en medio de ninguna parte; la del Antiguo Convento de San Francisco, en Utrera; la del peñarriblense de San Jorge; o la del sevillano cementerio de “San Fernando”.
En este último el visitante asiste como invitado a toda una clase de Historia, de Biología, o de Arte, sin necesidad alguna de torcer el paso, o de dejar tan agradable paseo por la calle principal.
Allí el mausoleo de un torero de quien se decía que ningún toro podría matarle, a no ser que le tirase un cuerno. Una singular obra de arte, debida al buril de D. Mariano Benlliure.
La figura yacente de Joselito El Gallo, el hijo de la Señá Gabriela, aparece esculpida en mármol blanco de Carrara, para destacar así sobre el verde broncíneo de un abigarrado grupo escultórico que preside una mujer ─ María, la gitana─ que porta en sus brazos la imagen de una Virgen; y junto a ella, sobre sus hombros el féretro, toda una galería de retratos: el conocido ganadero D. Eduardo Miura; el valeroso torero D. Ignacio Sánchez Mejías, cuya última gesta elevó a categoría de mito el poeta García Lorca en una apasionada elegía:

─ Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace,
un andaluz claro, tan rico de aventura.
Yo canto su elegancia con palabras que gimen
y recuerdo una brisa triste por los olivos.

Y a pocos pasos de allí la representación de una columna tronchada, que simboliza la muerte, y que protege el sueño eterno de un hombre generoso y caritativo: D. Manuel García “El Espartero”; el torero de La Alfalfa a quien Miguel de Molina celebró en unas alegres y populares sevillanas “Sevillanas del Espartero”), y a quien el poeta y caballista Fernando Villalón, cantara en unos versos:

─ Giralda, madre de artistas/ molde de fundir toreros,
Dile al giraldillo tuyo/ que se vista un traje negro.
Malhaya sea Perdigón / el torillo traicionero.

Más allá, en mármol negro, el mausoleo del torero Juan Belmonte “El Pasmo de Triana”; el de la poetisa Dª Gertrudis Gómez de Avellaneda; el del brillante historiador y periodista D. Joaquín Guichot, cronista oficial de Sevilla; el del “Niño Ricardo”, representado en un ángel que levanta una guitarra hacia el cielo; la figura yacente de “El Señor muerto”, obra genial del escultor Delgado Brackembury.
Y en medio de una glorieta, culminando un roquedo, la imagen del Cristo de las Mieles de D. Antonio Susillo, el escultor que se suicidó por amor, tras perder a su joven esposa.
Y un numeroso cortejo de toda clase y oficios: pintores, médicos, músicos, poetas, que fueron pasto de la muerte, y que nos invita a gritar, uniendo nuestra voz a la del joven Calixto:

─ ¡Ay muerte! ¡Muerta seas, bien muerta y malandante!
¡Matásteme a mi vieja! ¡Matárasme a mí antes!
Enemiga del mundo, no tienes semejante:
De tu memoria amarga nadie hay que no se espante.

Aquí el fuego fatuo que es la vida, considerada en fulgurante explosión, se nos hace también presente en esa visión placentera de la Madre Naturaleza, que pintara el onubense Juan Ramón Jiménez, en tierno y cálido homenaje a “Platero”, un burrillo que en candoroso diálogo amenizaba su soledad por los campos de Moguer:

─ Esta tarde he ido con los niños a visitar la sepultura de Platero, que está en el huerto de la Piña, al pie del pino redondo y paternal. En torno, abril había adornado la tierra húmeda de grandes lirios amarillos.
Cantaban los chamarices allá arriba, en la cúpula verde, toda pintada de cenit azul, y su trino menudo, florido y reidor, se iba en el aire de oro de la tarde tibia, como un claro sueño de amor nuevo.
Los niños, así que iban llegando, dejaban de gritar. Quietos y serios, sus ojos brillantes en mis ojos, me llenaban de preguntas ansiosas.

─ ¡Platero amigo! ─le dije yo a la tierra─: si, como pienso, estás ahora en un prado del cielo y llevas sobre tu lomo peludo a los ángeles adolescentes, ¿me habrás, quizá, olvidado? Platero, dime: ¿te acuerdas aún de mí?

Y, cual contestando a mi pregunta, una leve mariposa blanca, que antes no había visto, revolaba insistentemente, igual que un alma, de lirio en lirio.
 
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