20 de octubre de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez

De la luz y sus espinas

─ “EL MUNDO ESTÁ CONFUNDIDO PORQUE NO ENTIENDEN A LOS LOCOS, Y LOS LOCOS VINIMOS AL MUNDO PARA CONFUNDIR A LOS SABIOS.” (JOSÉ PÉREZ OCAÑA)

De la luz y sus espinas
De la luz y sus espinas
En la década de los setenta, desprovistos de fortuna, pero indesmayables a toda clase de pesimismo y de desaliento, los españolitos de a pie nos aferrábamos a la idea de que estábamos llamados a jugar un importante papel en aquella parte de la “Historia” que nos llegaba desde ultramar hasta las bases andaluzas de Morón y de Rota, y en cuyos ecos cabalgaban melodías solidarias, sencillas y alegres flores, ingeniosos eslóganes a favor de la paz, y dicterios contra la crueldad de las guerras, y contra la patología del poder que afecta a todos los dictadores.
Allí el sonido metálico del banjo despertando las ardientes llamaradas de la música folk, la voz recia y antigua de Woody Guthrie, el poder de la palabra justa en la boca de Peter Seeger, y el grito de rebeldía en la dulcísima voz de Joan Báez.
Ya en el siglo XIX el gigante Flaubert escribía que “saber es poco importante, saber en el contexto adecuado es más, y saber oportunamente es todo”; y conscientes de esa máxima de vida los jóvenes universitarios daban de lado a las lecturas más académicas para asomarse a un panorama más cercano, con aires frescos y acordes con el espíritu de aquel tiempo.
“La respuesta está en el viento”, entonó entonces aquel luminoso grupo de insurrectos, de opositores del capitalismo feroz, de jóvenes “amorales” abrasados cual penitentes por los candentes hierros del amor, que dieron en no caer en esa otra forma de degeneración en que incurren habitualmente los políticos, de aliviar sus propias espinas con dinero público.
Ya la rosa inmarcesible, la rosa aristocrática del arte de que hablaba nuestro Juan Ramón Jiménez, había dejado paso a aquellas otras flor del mal “baudeleriana” , atormentada, surrealista, y neurótica de cuyos efectos euforizantes se hacían eco escritores como William S. Burroughs, Jack Kerouac, Neal Cassady, y poetas de la talla de Allen Ginsberg, promotores de la llamada generación beat, iconos de la “contracultura”, y principales eslabones de una larga cadena que alcanzará al nuevo siglo en la voz “rapera” y cansina del poeta y cantante Robert Zimmerman, conocido por el seudónimo de Bob Dylan, y reconocido con el Premio Nobel de Literatura en el transcurso del año 2016.
Que si el galardonado tiene presentes las enseñanzas recibidas se removerá impaciente en su asiento cuando escuche resonar su nombre entre las losas del templo, invocado como un dios por los filisteos de turno, por “los gritos de nitroglicerina de los maricas de la publicidad”, por los terribles efectos del “gas mostaza de inteligentes editores siniestros”; y es en ese instante en el que recordará que sus ojos han visto “a las mejores gente” de su generación “destruidas por la locura”; y soñará en sus rebeldes luces que la mente de Moloh “es maquinaria pura”, que persigue con insistencia su objetivo; que su “sangre es un torrente de dinero” capaz de atrapar hasta el vuelo de un ángel de luz; y que la halagüeña fama de un día es la forma sibilina de vulgarizar las ideas, de venderlas como churros, y al mismo tiempo comprar unas formas de pensamiento y de conducta independientes, y solidarias con los desposeídos.


De la misma piel de Lucifer fue aquel otro poseído de la luz que tituló en la vida real como Pedro Luis de Gálvez, y de cuya vida y milagros nos habla largo y tendido el escritor Juan Manuel de la Prada en su libro “Desgarrados y excéntricos”; al igual que de otros “raros”, y de esas otras fuerzas de choque contra toda norma y preceptiva, se encargaron de escribir en su momento los poetas Rubén Darío y Pere Gimferrer.
El 19 de marzo de 1905 el referido poeta llega hasta Pueblo Nuevo del Terrible con motivo de dar unas conferencias “Sobre el Alma de Andalucía”; pero en lugar del discurso se emperrará el conferenciante en ofender a los militares, y en atribuirle al Rey unas supuraciones de oreja, consecuencia directa, a su modo de entender, de una mal curada sífilis.
Compartiendo unos tragos de buena camaradería con sus carceleros, como es posible ver en una foto que el mismo interesado publicó en su libro “Existencias atormentadas”, Gálvez pasará unas semanas en el calabozo de El Terrible, recibiendo la visita de tres niñas “con las piernecitas muy flacas, las boquitas muy rojas, y los ojos muy abiertos”, que no habrá un solo día que pase sin que acudan a hacer al poeta más soportable su encierro.
El día 1 de abril, inopinadamente y de madrugada, una pareja de civiles le trasladará hasta la cercana población de Belmez, como él mismo retrata en un afilado esbozo:

─ “Las calles del pueblo estaban desiertas, la pareja caminaba silenciosa, envuelta en los negros capotes, balanceándose rítmicamente. El quejido monótono, plañidero, dolorido, del pito de la fundición, se arrastraba desesperadamente sobre la tierra minera; y allá en el cielo, una estrella zumbona hacía guiños, burlándose sin duda de nuestra grandeza nacional. Al atravesar la solitaria plaza, semejante a una sábana castrada de miseria, un perro trasnochador que pasó rozándose conmigo, a poco si me hace caer en un charco de agua podrida. Una luz brillaba a lo lejos.”

Tras una pequeña estancia en las mazmorras del castillo, símbolo para aquel reo del despotismo de siglos pasados, y faro de la monarquía, el ofensor de su Rey continuará viaje hasta Espiel en compañía de otros presos, uno de ellos un anarquista acusado del delito de no haberse quitado el sombrero ante el alcalde de su pueblo.
Desde Espiel continuará viaje en tren hasta Córdoba donde media docena de golfos le brindará el triste espectáculo de su pobreza, en el Paseo de la Victoria, compartiendo entre ellos la miseria de un pucherete de rancho, regalo de caridad de un cuartel vecino.
Los restantes capítulos que conforman la biografía del poeta madrileño, acusado de asesinar al dramaturgo gaditano D. Pedro Muñoz Seca, y de hacerle la vida imposible con sus comentarios en la cárcel de Yeserías, constituyen un desgraciado y penoso folletín que, fantaseado o no, responde a la más estricta teoría de aquel adagio que dice que “La necesidad y la locura suelen andar juntas”.


Pero si hay una luz que, por su calidad y colorido, merezca contener en ella misma la creatividad y la locura del pintor Pérez Ocaña (Cantillana, 1947─ 1983), ésa debería ser la Arrebolera, también conocida como Galán de noche, Dondiego de noche, y Maravilla del Perú.
Que para José Pérez y sus amigos Camilo y el pintor underground Nazario, la noche se vuelve día por las calles de Barcelona, cuando ellos lanzan al viento su alegre grito de guerra:

─ “¡Neenas, para nosotras todo el año es Carnaval!”

Transgresores, provocadores, y soñadores de sus propias locuras ─ que como diría Nazario “los tres éramos andaluces, los tres éramos de pueblos pequeños y los tres éramos homosexuales”─ se esforzaron aquellos amigos en hacer buenas las palabras del filósofo, de que “no hay nada esencial en la intimidad que al mismo tiempo no se perciba en el exterior”.
“Ocaña, el fuego infinito”, como titularía su pieza teatral el dramaturgo Andrés Ruiz, es la historia hecha lienzo de ese artista sevillano que compartió su arte y sus inquietudes con los marginados, con los presos, con los locos y con las putas; que a los barrenderos, a los comerciantes de la Plaza de Abastos de “La Boquería”, y a los taxistas llamaba “paisanos” para no olvidar las esencias y las voces de las que su espíritu se nutría.
“Ella” siempre pensó que sería eterna, y que nunca moriría; y por ello quizás se esforzaba en regalar sus mejores fantasías a quienes menos posibilidades tenían de disfrutar con el arte.
Y fue por ello que aprovechando un receso en sus múltiples compromisos decidió el pintor Ocaña pasar aquel verano del 83 en el pueblo donde su paisano el bandolero Andrés López Muñoz, “El barquero de Cantillana”, levantaba una fortuna a costa de los ricos.
Y pensó en darle forma a un proyecto que tenía como único fin la diversión de los niños.
Y montó una preciosa cabalgata con sus soles y sus lunas, sus gigantes y cabezudos, su dragón chino, y hasta su propia banda de música.
Y él mismo, representando un sol con dos caras ─ una de ojos muy abiertos, y otra simulando un guiño─, en su frente reflejada la imagen de un blanco cementerio, con su correspondiente ciprés, se lanzó “a la p. calle” a echar destellos de su estrella de ocho puntas, de las cintas de seda de su capa, y de aquellas ocultas bengalas que dieron tan fácil cuenta de él.
Al día siguiente cuando la ambulancia cruzaba por la calle principal del pueblo, en dirección a Cuidados Intensivos, del sevillano Hospital “Virgen del Rocío”, a aquella especie de fogonazo infantil de la luz se le ocurrió pedir al conductor que tocara bien fuerte el claxon para así despedirse debidamente de sus queridos vecinos.
 
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