12 de octubre de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Los miedos de “Juan Sin Miedo”
“SANTA BÁRBARA BENDITA / QUE EN EL CIELO ESTÁS ESCRITA / CON PAPEL Y AGUA BENDITA”
Los miedos de “Juan Sin Miedo”
Ya sea como espectador, o bien como agonista de una de aquellas antiguas tragedias griegas, el hombre siempre ha vivido atado como un titán a la insufrible cárcel de sus miedos; y supo sobrevivir a la espeluznante aventura de un psicodrama de Alfred Hichcock, recogido en la butaca de algún cine de verano.
Desde la tierna seguridad de unos brazos ya ve el niño rota su tranquilidad por el ruido festivo de un tambor, por la estruendosa eclosión de un cohete, o por la luminosa sonoridad de un relámpago, o de un trueno:
─ “Santa Bárbara bendita / que en el cielo estás escrita / con papel y agua bendita”.
Luego vendrá la terrible noche del insomnio, o de un mal digerido sueño, que despierta en su espíritu la desmedida glotonería de un lobo, cuya voracidad no distingue entre la correosa carne de una viejecita, el delicioso bocado de una “lolita” vestida de rojo, o la temerosa conversación de unos tiernos y rosados cerditos.
La complicada psicología unos personajes de cuento, con los que al parvulito se le invita a leer, y en cuyos mensajes se esconden los más desgarrados y desagradables simbolismos: desde aquel descomedido incesto ─ en la joven que huye de su padre disfrazada con una “Piel de Asno”─ , a esa otra forma de castración sexual a que la ambición del poder empuja a las odiosas hermanastras de “Cenicienta”, consentidoras en mutilarse los dedos del pie con tal de ajustarse el zapato que simbolice la unión carnal con su príncipe.
Y así, paulatinamente, nos arrinconará en un extremo del ring la injusticia de crecer ─ el llamado “Síndrome de Peter Pan”─, el miedo al colegio ─ “escalofobia” le llaman─, el racional griterío de los números, la larguísima desproporción de las letras, el sobresalto que despierta una voz, el recelo ante la burla de un compañero cruel, la alarmante careta de yeso de un payaso , la angustia de no saber de corrido la lección, la tiránica intimidación de una palmeta, el desmesurado comportamiento del más tarado y torpe de nuestros condiscípulos, de aquel que ata nuestra voluntad de hombre débil a la cintita invisible del canguelo, al tiempo que amenaza con darte una patada en las espinillas si te mueves.
Y a cada minuto que pasa veremos crecer un bíblico sentido de culpa, la desproporción del rival, y el doloroso rencor que alimenta nuestros miedos; que nos ata sin remisión posible a la oscuridad de la noche, a la sombría sensación de que el peso de algún astro pende sobre nuestras cabezas como una espada fatal, o como el destino que aguarda encerrado en las páginas de un mágico y misterioso cuento de “Las mil y una noches”.
Miedo a la soledad, miedo a la multitud, miedo a expresar libremente una opinión; a que nadie comprenda las absurdeces que dices, o a que alguien se apresure a exponer públicamente tu cadáver, como en aquellos tiempos en que se clavaban los búhos a las puertas, para así enterrar los malos presagios que encierran esas taciturnas aves.
Miedo al temor de comprometerse con el miedo de los demás, al rumor de una sangre que nos viene de lejos, a la incapacidad de expresar una historia similar a la valiente hidalguía de un Quijote, o de un Quevedo:
─ “No he de callar por más que con el dedo,
ya tocando la boca o ya la frente
Silencio avises o amenaces miedo.
¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?”
Decía Jakob Wassermann que “el hombre está lleno de opiniones; no las conoce, pero son los secretos impulsos de su actuación”.
El secreto, pues, está en andar por la vida, confiado a las razones de peso que bombea el corazón; y el romántico Goethe que “las personas que no escriben tienen una ventaja: que no se comprometen”.
En vísperas de una muerte cierta, y largamente anunciada, la vida del animoso, del entrañable Miguel, no se reduce a encerrarse en la soledad de una casa, o a meditar en el interior forrado de terciopelo de un ostentoso ataúd, como era usual en el decadentista italiano Gabriele D´Annunzio.
La vida para él es un valor añadido que le permite saborear la aventura de una cordial conversación, el amor de sus hijos, de sus amigos, de su mujer, y de una ciudad con la que siempre soñó desde niño, y a la que conoce bien hasta en sus más íntimos secretos: la tan singular Roma.
La trayectoria vital de mi amigo se expresa de un simple trazo en su serena hombría de bien, en un sólido y equilibrado comportamiento, y en la plausible capacidad de contrarrestar sus miedos con la fuerza de la virtud.
En “Y tú no regresaste”, la preciosa biografía de la judía francesa Marceline Loridan – Ivens, también es posible apreciar el irisado esplendor de la vida, la enorme capacidad de supervivencia de quien se esfuerza en vivir; la extrema virtud de una joven que, contra viento y marea, supo ponerle cara a sus miedos:
─ “Pero yo aguanté. Me sobrepuse a las enfermedades y combatí la tentación de abandonarme: Hice mi primer desayuno de Kipur para sentirme más judía y más digna frente a los SS. Desarrollé toda clase de estrategias para sobrevivir.
No me gusta mi cuerpo. Es como si llevara encima la huella de la primera vez que un hombre, un nazi, posó su mirada sobre mí. Nunca antes me había mostrado desnuda, sobre todo desde que mi nueva condición de jovencita acababa de imponerme los pechos y todo el resto; el pudor era de rigor en las familias. Así que, para mí, el hecho de desnudarse ha estado asociado durante mucho tiempo a la muerte, al odio, a la mirada gélida de Mengele (…)
Le tengo horror a la carne y a su elasticidad. En aquel lugar vi deformarse las pieles, los senos, los vientres, vi a las mujeres doblarse, arrugarse, vi el deterioro acelerado de los cuerpos, desparramados hasta el esqueleto, hasta la náusea, hasta el crematorio”.
Ella no será la única que se atreva a hacerle frente la adversidad.
Mala, judía belga heroína en Birkenau, también se supo revelar contra el miedo a sus carceleros; y expresar su más rotunda protesta ante el brutal encierro de sus hermanos judíos, en aquellas barracas de la muerte donde unos seres delicados, pero no frágiles, convivían con los Cuatro Jinetes del Apocalipsis:
─ Mala se puso a hablar en francés ´Asesinos, lo vais a pagar muy pronto´, y dirigiéndose a todas nosotras: ´No tengáis miedo, la salida está próxima; yo sé que he sido libre, no renunciéis, no olvidéis nunca´.
…
En su libro de “Memorias”, el periodista Alberto de Insúa se empeña en trazar el retrato de la desgarbada figura de Juan Belmonte; un hombre que conocía “las razones del toro”, que eran las de matarle, pero que daba la impresión de ignorarlas.
Por tal motivo el periodista le preguntaba al torero si no sentía el miedo ante el toro, y aquel “Pasmo de Triana”, de mandíbula grande, y de ese modo temerario de parar con su cuerpo la embestida de la res, no dudaba en contestarle con su ya habitual filosofía:
─ “Mucho, pero ¿en qué consiste el valor sino en dominar el miedo?”.
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