10 de mayo de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Versos para una dama
Versos para una dama
Imagínese que usted y yo utilizamos aquella máquina del tiempo que inventó el escritor George Wells, y que en menos de decir amén nuestras moléculas pululan ya por los más diversos escenarios del pasado siglo XIX.
Aún no ha entrado en escena el famoso dictador Primo de Ribera, y por lo tanto a nadie se le ha ocurrido aún dar ese primer paso de restituirle a la mujer los mismos derechos de los que la Naturaleza la dotó: un decreto relativo al régimen municipal, que le devuelva la posibilidad de participar en la política, de poder ser electora, y elegida.
A nuestro rey Alfonso XIII, q.e.g.e., alguien le ha sugerido la idea de darse un paseo a caballo, por las alquerías de Las Hurdes, y de comprobar in situ la trágica situación de su tierra, de su gente, y de todas calamidades que provoca el hambre.
Usted y yo hemos aterrizado, sanos y felices, en un pueblecito extremeño de mucho caché, conocido con el nombre de La Joya.
Cada vez que un forastero se acerca hasta aquí, los naturales del pueblo no desaprovechan la ocasión y le invitan con mucho gusto a disfrutar de su hermoso paseo, y le enredan con su labia en descabellados argumentos:
─ La Ronda del General Rivas es lo mejor de La Joya; La Joya es lo mejor de Extremadura; Extremadura es lo mejor de España; España es la mejor del mundo; luego La Joya es lo mejor del mundo.
Y es que la Ronda del general Rivas es el máximo orgullo de este pueblo, y supera a los demás de la región por las muchas cosas importantes que tiene, tales como sus vistosos escaparates, la luz eléctrica de sus farolas, sus bares, su Casino, su pastelería, y su animado comercio.
Los domingos, Ronda arriba y Ronda abajo, fluye un animado río de gente a la caída del sol.
Allí, ante la indecisión de los jóvenes, los viejos echan flores a las chicas; D. Atiliano de la Maza, caballero sesentón, detiene a Dª Ernesta para anunciarle que compone tres sonetos para su cuarta colección; más allá el Sr. Gómez, solterón ya maduro, director y redactor único del quincenario católico y conservador “La Voz de La Joya”, se para a charlar con un grupito de señoras; luce un periódico bajo el brazo, y se hace acompañar de un amigo rico, y por tanto “buen partido” que si bien, por timidez, no ha probado aún con señoritas, goza de cierta fama de conquistador, pues nadie en el pueblo desconoce que tiene una querida con tres hijos, en una viña; otra con cuatro, en un cortijo; y otra con dos, en una dehesa. Y a pesar de los pesares, Dulce Marín no desespera de llevarle antes o después al altar.
Por una glorieta del vecino parque ya semejan florecer los agostados sesenta abriles del conde de la Cruz. Viudo tres veces, y la tercera de una niña con veinte abriles, no ceja en el empeño de volverse a casar, por su extraordinaria afición a las muchachas.
En La Joya, quitando a los que por julio se tiran al río, y salvo D. Octavio y el conde de la Cruz, que tienen baños de mármol en sus casas, no se bañan más que los enfermos de gravedad.
Todas estas intimidades del pueblo han venido a conocimiento nuestro gracias a “Jarrapellejos”, el famoso libro que el doctor D. Felipe Trigo nos ha aconsejado leer; aunque semejante aserción de que los habitantes de La Joya tengan fama de sucios, por un absurdo recato, nada tenga que ver con nosotros que, como vinimos rodando desde el siglo XXI, aprovechamos los días de fiesta para lavarnos con esmero en un cubo de cinz, que llenamos hasta los bordes con unas ollas de agua caliente.
En La Joya, la mujer como Dios manda mira mucho por su honra: “Las casadas se deben a sus hijos y a su hogar.” “Pues ¡no, señor!” “Pues ¡sí, señor!” “Aparte de que se pueda atender a la casa y los pastores compuesta igual que de trapillo, las casadas les deben conservar la ilusión a sus esposos… ¿Por qué se ha de hacer de novias la farsa de engañarlos?¿Por qué ellos después buscan fuera devaneos?” “¡Porque sí, porque son hombres, y es lo natural!” “¡No, hija, no; no veo lo natural! ¡Porque ven a las otras más bonitas!...”
Lo más normal en este ambiente es que los señoritos se muestren remisos a unas relaciones formales, y que haya que cazarlos a lazo como aquél que dice; y lo más previsible entre las mujeres solteras es que, cansadas de esperar, se aburran y bostecen, y que para disimular se sirvan del abanico.
El domingo las muchachas invierten una parte de la mañana en mirarse al espejo, en peinarse, y en vestirse, para luego asistir con sus galas a misa de once, para dejarse ver por los muchachos, y para admirarse las unas de las otras.
Luego, cuando se va haciendo de noche, lo mejor de esta ensanchada sociedad se concentra en el Casino, o bien se reúne a dialogar en la casa de los Rivas.
Y nada más atravesar los umbrales de la casa se saludan unas a otras con grititos juveniles, y se muestran entre todos sus mil logros y virtudes; los mayores aprovechan para dar muestras de cortesía, y para echar flores a las más jóvenes, que ellas agradecen con recatada emoción.
Y cuando ya no se sabe de qué hablar, ni de qué modo comportarse para que aquello no parezca un velatorio, se arrastra a una chica hasta la banqueta del piano, y la educada voz de una de ellas ensaya el vals de La viuda alegre, una melodía de Puccini, o un famoso cuplé.
En tan agradables momentos nadie piensa en más problemas que en las arrugas del vestido, o en la tersura de mármol de su piel; se supone que no les afecta la plaga de langosta que agosta los campos de los alrededores, y que trocará a los alegres agricultores “en los tristes derrotados en éxodo hacia el pueblo, en éxodo hacia el hambre…”
En esta hora agradable de la flor y nata de la sociedad, lo mejor de La Joya se resume en la hueca voz de un vate, en el teatral gesto de una soprano, en la pirueta de un rizo, o en la suave musicalidad de un poema de D. Vicente Querol:
─ “La poesía y el amor bendito
las fuentes son en donde el alma apaga
su abrasadora sed de lo infinito”.
***
Valorar la moral de una sociedad, o la calidad de un libro de poemas, es tarea harto difícil, sobre todo si consideramos que toda nueva etapa, o toda obra de creación, ocupa el centro axial de dos ejes ─ la tradición y la originalidad ─, y que, como afirma Victorino Tejera, " una concepción dinámica de la vida cultural nos obliga a aceptar, como punto de partida de la estética, el fenómeno del cambio y relatividad de los valores artísticos en las diversas épocas y culturas".
El XIX es un siglo en el que la sociedad encumbra al escritor; en el que un periodista mediocre se convierte en un aspirante a político, por el mero hecho de escribir; en el que el poeta recibe un trato tan considerado que le hace partícipe de las galas del poder, y le hacen ser el invitado ideal en cualquier fiesta que se precie, como podemos leer en ese artículo de Mariano José de Larra que lleva el título de “El castellano viejo”.
Que si a la opinión del egabrense Juan Valera nos hemos de atener, la poesía del momento se reduciría a las "frialdades vulgarísimas" que componía Campoamor y a los "artículos de fondo rimados" del retórico Núñez de Arce.
Tan radical valoración no está lejos de la que sostiene el poeta malagueño Salvador Rueda, en sus elucubraciones epistolares acerca de “El ritmo” (Madrid, 1894):
─ Fíjese usted en los cientos de odas (...) en los millares de rimas, todas en octosílabos y endecasílabos; note usted las octavas reales que se han derrochado en esta España de oído de mampostería; las epístolas a Fabio que se han escrito, los cientos de ristras de sonetos, los almacenes de quintillas y de cuartetas.
Coincidimos con estos dos escritores andaluces, y con todo un batallón de críticos en que, salvo contadas excepciones, la poesía del momento es ramplona, de “pie forzado”, y un tanto “arribista”, como muestran los afectados versos del cordobés D. Antonio Fernández Grilo, escritos para el álbum de una dama:
─ Tú brillas siempre que quieres, / y por eso, al concluir,
déjame, al menos, decir: / ¡marquesa, qué hermosa eres!
Te juro, por Belcebú, / dejar partidos atrás,
¿Yo demócrata? jamás; / siendo aristócrata tú!
En mi ambición no desmayo, / pues quisiera ser marqués;
no por lo bueno que es, / sino por ser tu tocayo.
Lo que se podría traducir por aquella cínica frase de “París bien vale una misa”, aunque el pretendiente sea ateo.
Si echamos una ojeada a la extensa bibliografía de la literatura del XIX veremos el carácter “utilitario” que la poesía tiene.
Las loas, los madrigales, y las Coronas Fúnebres, que en esta poesía tanto abundan, son frías fórmulas con las que el poeta despide al finado, generalmente un acaudalado marqués, o un insigne poeta…
Porque en pueblos como La Joya, en las capitales de provincia, y en el atractivo que la belleza y la riqueza despiertan en reuniones de sociedad, es donde tan insulsa galantería encuentra su mejor caldo de cultivo, y donde se aúpa a la gloria del Parnaso a escritores de muy pobre calidad artística.
Como muestra un botón de esos que aparecen publicados en la hemeroteca digital de la B.N.E., en revistas como el “Álbum de las Familias”, y el “Álbum Pintoresco Universal”; o bien en el álbum personal de alguna importante dama, a quien había de complacer tanta palabrería:
─ Jamás tuve de verte la ventura, / mas debes valer mucho hermosa dama,
cuando un tropel de vates te proclama,/ luz de la gentileza y donosura.
Este poeta en concreto, tan seguro de su pulso está que no duda en escribir sus versos en el pico de un pajarillo parlero, en el ala de un abanico, o en hacer del más simple rumor el retrato de una dama, sin necesidad siquiera de conocer a su modelo.
Y es que entonces, como hoy en día sucede con el fenómeno de los “fans”, cualquier extraño grafismo bastaba para entusiasmar a quienes ya eran proclives a presumir, y a endulzarse; y para coleccionar un sinfín de frases dedicadas, elaboradas todas ellas con un mismo molde, como quien hace pestiños.
Algunos autores hay que, llevados de su entusiasmo, se exponen a ser llevados al Psiquiátrico , o ante un Juzgado de Guardia, una vez que se ponen a cantar las bondades de las tiernas hijas de sus amigos:
─ Tus padres te han contado de mí cien cosas, / extrañas, estupendas, maravillosas;
y yo a tus ojos/ soy una maravilla de sus antojos.
Mi imagen, mi recuerdo, mi voz, mi nombre, / en tu idea atributos no son de un hombre;
yo me confundo / en tu idea con cosas del otro mundo.
(…) Cuando paso mi mano por tus cabellos/ percibes algo extraño correr por ellos;
crees, fascinada/ por lo que crees, mi mano la de algún hada;
mas tú no sabes, niña, que tengo miedo/ de amarte y de tocarte de un solo dedo:
pues desde niño,/ lastimé a los objetos de mi cariño.
Después de estos versos de Zorrilla a nadie podría extrañarle algunos comportamientos anormales, o aquella contestación que le dio a su profesor un joven alumno, en completo desacuerdo con sus desmesuradas explicaciones:
─ Profesor, usted habla de lo buenos que son los poetas, y yo no estoy de acuerdo en lo que usted dice; que mi tío es poeta, y es más malo el tío que un dolor a media noche.
La mujer actual no necesita de malos poetas que, para andar su calvario, le pongan cada noche una vela; ni del hombre le devuelva los derechos naturales que un mal día le arrebató; y, ya puesta a no perder, ni siquiera necesita del hombro frágil de un hombre.
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