27 de abril de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Bajo el verde cielo de París

Bajo el verde cielo de París
Bajo el verde cielo de París
A quienes hayáis vivido esa etapa de vida en que todo se resume en un perfume de rosas, en la flor de un madrigal, en un amor sin sentido, o en el proceloso mar de las emociones, no os habrá pasado desapercibido aquel precioso relato que escribiera el vate nicaragüense Rubén Darío bajo el título de “El pájaro azul”, y que comienza con los siguientes párrafos:

─ París es teatro divertido y terrible Entre los concurrentes al café Plombier, buenos y decididos muchachos ─ pintores, escultores, poetas; sí, ¡todos buscando el viejo laurel verde! ─ ninguno más querido que aquel pobre Garcín, triste casi siempre, buen bebedor de ajenjo, soñador que nunca se emborrachaba, y, como bohemio intachable, bravo improvisador.
En el cuartucho destartalado de nuestras alegres reuniones, guardaba el yeso de las paredes, entre los esbozos y rasgos de futuros Clays, versos, estrofas enteras escritas en la letra echada y gruesa de nuestro amado pájaro azul.
El pájaro azul era el pobre Garcín. ¿No sabéis por qué se llamada así? Nosotros le bautizamos con ese nombre.
Ello no fue un simple capricho. Aquel excelente muchacho tenía el vino triste. Cuando le preguntábamos por qué, cuando todos reíamos como insensatos o como chicuelos, él arrugaba el ceño y miraba fijamente el cielo raso, nos respondía sonriendo con cierta amargura...
─ Camaradas: habéis de saber que tengo un pájaro azul en el cerebro, por consiguiente...

A Garcín, joven de buena familia, su padre le pone en la disyuntiva de regresar al hogar, al calor de una vida regalada, o de persistir en la vida disoluta que le pone al borde de la locura.
Pero Garcín es un bohemio que ama la belleza, y como tal a una joven a la que consagra sus versos, y lo mejor de su vida.
Cuando su amada fallece, y tras despedirse efusivamente de todos sus amigos, el poeta considera que ha llegado el momento de retirarse del escenario de vida, y de poner punto y final a sus versos:

─ Pálidos, asustados, entristecidos, al día siguiente, todos los parroquianos del Café Plombier, que metíamos tanta bulla en aquel cuartucho destartalado, nos hallábamos en la habitación de Garcín. Él estaba en su lecho, sobre las sábanas ensangrentadas, con el cráneo roto de un balazo. Sobre la almohada había fragmentos de masa cerebral… ¡Horrible!
Cuando, repuestos de la primera impresión, pudimos llorar ante el cadáver de nuestro amigo, encontramos que tenía consigo el famoso poema. En la última página había escritas estas palabras:
“Hoy, en plena primavera, dejó abierta la puerta de la jaula al pobre pájaro azul”.

* * *

“¡Ay, Garcín, cuántos llevan en el cerebro tu misma enfermedad!”, se lamenta al final de aquel relato el bohemio Rubén Darío, exponente máximo del Modernismo, y atacado por la misma enfermedad que se llevó a tan enamorado personaje: alcoholismo.
Tras la subida al cielo de los elegidos, y tras una posterior caída en la espiral de la depresión, Rubén se dio a la soledad de la poesía, y a la pobre compañía de una copa de vino, o de ajenjo.
En 1912, cuando regresa a su país, pone un broche fúnebre a la orquestada música de sus versos.

Pero Rubén no fue el único, antes que él fueron víctimas de la absenta otros grandes escritores, como el francés Charles Baudelaire, autor de “Las flores del mal”, y considerado un poeta “maldito” por su exaltación de la inmoralidad, por el uso de narcóticos ─ como el opio y el hachis─, y por una escandalosa conducta que le valió al rechazo social, y una enfermedad de su tiempo: la sífilis.
Junto a Charles Baudelaire, y junto a Rubén Darío, otros defensores de la absenta, y de otra clase de drogas como estímulos para la creación, fueron el inglés Thomas De Quincey, y el parisino Rimbaud, padre del Simbolismo, y autor de preciosos versos en los que nos habla de su vida:

─ Me iba, con los puños en mis bolsillos rotos.../ Mi chaleco también se volvía ideal,
Andando, al cielo raso, ¡Musa, te era tan fiel!
¡Cuántos grandes amores, ay ay ay, me he soñado!/ Mi único pantalón era un enorme siete.
Pulgarcito que sueña, desgranaba a mi paso/ Rimas Y mi posada era la Osa Mayor.
Mis estrellas temblaban con un dulce frufrú./ Y yo las escuchaba, al borde del camino
Cuando caen las tardes de septiembre, sintiendo / El rocío en mi frente, como un vino de vida.
Y rimando, perdido, por las sombras fantásticas, / Tensaba los cordones, como si fueran liras,
De mis zapatos rotos, junto a mi corazón.

De familia acomodada, Arthur Rimbaud no dudó en militar del lado de los desfavorecidos y de los humildes, por quienes compartió calamidades en la Comuna de París, y a quienes dedicó sus más encendidos versos.
Él mismo nos cuenta cómo una de esas noches aciagas ─ “El corazón robado─ fue violado por unos soldados de la Comuna, unas bestias sin corazón:

─ ¡Mi triste corazón babea a popa,/ Mi corazón que colma el caporal
Y me vierten en él chorros de sopa, / Mi triste corazón babea a popa:
Con las bromas sangrientas de la tropa / Que brama un carcajeo general,
Mi triste corazón babea a popa, / Mi corazón que colma el caporal!

Con tan triste experiencia es más que posible que el autor de “Una temporada en el Infierno” se diera a la absenta, al hachís, y al odio y rechazo de una sociedad donde primaban la injusticia, la bestialidad, y las falsas apariencias
Más tarde entraría en su vida el joven Paul Verlaine, de quien quedó profundamente enamorado, ante el escándalo de quienes son incapaces de entender que un joven con vocación de chica, desnude su amor gitano por medio de los trigales, y en el verde esplendor de una pradera:

─ Iré, cuando la tarde cante, azul, en verano, / Herido por el trigo, a pisar la pradera;
Soñador, sentiré su frescor en mis plantas / Y dejaré que el viento me bañe la cabeza.
Sin hablar, sin pensar, iré por los senderos: / Pero el amor sin límites me crecerá en el alma.
Me iré lejos, dichoso, como con una chica,/ por los campos, tan lejos como el gitano vaga.

Tocado por la aristocracia de su refinado dandismo, y por la “despreciable” marca de su homosexualidad, el inglés Óscar Wilde fue otro de los grandes escritores que conoció los efectos de la absenta:

─ Después del primer vaso, uno ve las cosas como le gustaría que fuesen. Después del segundo, uno ve las cosas que no existen. Finalmente, uno acaba viendo las cosas tal y como son, y eso es lo más horrible que puede ocurrir.

El terrorífico mundo de los malos sueños, el movimiento de péndulos que suben y que bajan sobre nuestras temerosas cabezas, los oscuros escenarios góticos de la muerte, y la fría mirada de un cuervo, son azules reflejos que nacieron de una botella de absenta y que, según el francés Charles Baudelaire, provocaron el delirium tremens, y la posterior muerte del escritor Edgard Allan Poe en una taberna de Baltimore:

─ Y sus ojos tienen la apariencia/ De los de un demonio que está soñando.
Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama/ Tiende en el suelo su sombra. Y mi alma,
Del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo,/ No podrá liberarse. ¡Nunca más!

De los efectos de la absenta supo también Hemingway, torero en tardes de toros, y macho hispánico hasta la médula, de la mano del rondeño Antonio Ordóñez, y del pinturero Luis Miguel Dominguín.

Y los modernistas españoles y sudamericanos, qué decir.
El gallego Valle Inclán les retrató, haciendo eco a Rubén Darío, en su “Luces de bohemia”. Según el sociólogo vasco Julio Caro Baroja: “Desde mil ochocientos noventa y tanto a la fecha de su muerte, fue Valle Inclán el símbolo de la vieja bohemia: un símbolo estilizado y perfecto ya desde que Leal de la Cámara hizo la caricatura que se publicó en la portada de un número de La Vida Literaria”.
Junto a él, los Gutiérrez Nájera, los Villaespesa y Bacarisse, entonaron la canción del “hada verde”, nombre poético con el que era conocida la absenta ; e incluso en aquella bohemia española de la que habló Ricardo Baroja en su libro “Gente de la Generación del 98”, que por sobradas circunstancias era más partidaria del vino:

─ Las cañas de color de oro circulaban a docenas por la mesa cubierta de platos de aceituna, lonchas de jamón y otros comestibles, que servían de pretexto para desear el vino. Todos lo saboreaban entre palabra y palabra, con la prodigalidad en el beber propia de la tierra. (Blasco Ibáñez: “La Bodega”)

En la España crucificada por políticos ramplones, y por la mentira mediática del hundimiento del “Maine”, el cielo de París sólo estaba al alcance de los ricos que, arrebujados en los brazos de cuero de sus sillones, y con una copa de manzanilla, o de champagne, entre sus dedos, veían discurrir los aconteceres diarios tras las vidrieras de un Casino;

─ ¿Qué dice usted de esto, doctor?, preguntaron a Aresti con desesperación. Y el médico sonrió levantando los hombros. Era de esperar; habían civilizado demasiado a su ídolo: le habían hecho conocer el champán. (Blasco Ibáñez: “El Intruso”)

Para artistas y bohemios la dulzura cabaretera del viejo París nada tenía que ver con el chocolate, ni con el callardó; ni siquiera con el agua, azucarillos y aguardiente, que el madrileño cantaba con música de zarzuela; el luminoso cielo de París, y sus suspiros de bohemia se reflejaba en el color verde de un licor: la absenta, ajenjo, o “hada verde”, cuyas excelencias cantaron Rubén Darío, Mauricio Bacarisse, Manuel Gutiérrez Nájera, Óscar Wilde, Paul Verlaine, y Arthur Rimbaud, entre otros; y que pintaron en sus cuadros artistas de la talla de Pablo Picasso, Vincent van Gogh, Édouard Manet, Henri de Toulouse- Lautrec, Paul Gauguin etc…

Llevadas en procesión por los sacerdotes de Isis, las ramas de ajenjo entraron a formar parte de la composición de un licor al que el doctor Pierre Ordinaire atribuía las virtudes de un potente tónico, como en la década de los sesenta se dijo de la quina “Santa Catalina”, o del vino mezclado en yemas de huevo, como los reconstituyentes más apropiados superar los estados de anemia en el niño.
Tan extraordinario poder del alcohol, más allá de la salud afectaba a una dimensión espiritual, como quiso ver el brujo inglés, y ocultista, Aleister Crowley, en su ensayo: “Absenta, la diosa verde”; y con tales cualidades no tardaría mucho en ser comercializado por Henri- Louis Pernod, bajo el sello de una compañía, Pernod- Fils, que tenía su sede en la ciudad francesa de Pontralier.
Prohibida años después en muchos países, por sus mortales efectos, sus notas de color verde esmeralda, su anisado sabor, y el ritual de su preparación, seguirían siendo atractivos para muchos: servido en vaso largo, con la oportuna medida de licor, con el añadido de un terroncillo de azúcar sobre cuchara de plata, y con el agua helada, necesaria para diluir poco a poco, el azúcar.
Al gusto de ese “Bebedor de ajenjo”, que con amargos trazos pinta Mauricio Bacarisse:

─ Si siempre estoy ensayando / Mi sonrisa amarga y triste,
Es porque estoy esperando / A una mujer que no existe.
Víctima del desencanto/ Sufro martirios letales;
Por eso adoro yo tanto / Mis dichas artificiales.
Paraísos artificiales / Que huyen del ruido y del sol...
¡Mis rimas son inmortales, / Pues son hijas del alcohol!
Soy mísero y decadente; / En mi alma el Hastío muerde.
Por eso adora mi mente / Los sueños del licor verde.
Licor venenoso y triste / Que como un suave beleño,
Un grato perfume diste / Al cadáver de mi ensueño.
Licor que tiene el matiz / De unos ojos que yo amé,
Y del tinte del tapiz / En que danzó Salomé. (…)
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