18 de marzo de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Miserere y Masonería en la Semana Santa sevillana
Miserere y Masonería en la Semana Santa sevillana
Como el protagonista de “Su único hijo” ─ relato de Leopoldo Alas “Clarín”─, el polígrafo sevillano D. Francisco Rodríguez Marín aliviaba toda clase de “ideas tristes y humillantes” con la audición de la música de los italianos Verdi y Bellini.
Y precisamente de la música hizo el “Bachiller de Osuna” el eje primordial de alguno de sus relatos.
Me refiero al cuento que lleva por título “Arturo. Impresiones del momento”─ publicado en el nº 749 de la revista “Blanco y Negro”, en septiembre de 1905─, en que alude al universo de emociones que transmite la música, arte liberal, “divino arte”, que para los masones es reflejo de la armonía universal.
”Arturo”, nombre que recuerda al héroe de Camelot, es un flautista que “recitaba en sus idiomas, poesías de Leopardi, Heine y Víctor Hugo”.
Cuando el enigmático personaje muestra su virtuosismo en la interpretación del “Miserere” de Alonso Lobo, pieza compuesta para la Colegiata de Osuna, su figura aparece magnificada por una aureola romántica “digna de la pluma de Bécquer”.
La obra, en efecto, presenta ciertos matices masónicos; no hay que olvidar que en carta de la Respetable Logia Simbólica “Esperanza nº 196”, de Osuna, a su homónima madrileña “Hijos del Progreso nº 362” se alude a la militancia de “Mucio Scévola”, pseudónimo adoptado por D. Francisco Rodríguez Marín. Así mismo en el poema a “Víctor Hugo”, con el que abre el poemario “Flores y frutos”, el osunés identifica al romántico francés con “el poder de la conciencia universal humana”; y en “Garibaldi y Víctor Hugo”, poema incluido en “Sonetos y Sonetillos” conecta a tan celebrados masones con “el Sol de la libertad”:
─ Pronto fuimos amigos y fui su alumno; que entonces estaba yo muy dado al divino arte. A pesar de mis diez y ocho años, hablaba de tú al maestro. Yo comprometía a los músicos de la orquesta para que le acompañasen gratuitamente en sus conciertos, y él, agradecido, escribía para mí muchas de las lindas composiciones de su abundante repertorio.
En los procesos de iniciación a la masonería el aprendiz – correlato en el texto del propio escritor─ representaría al estudiante empeñado en descodificar la partitura; el compañero, el que la reproduce ayudado por otros iguales; y el maestro – representado por el propio Arturo- el que la matiza mostrando su genio personal, para lo cual necesita de la colaboración del aprendiz, que es el barro necesario para plasmar la idea.
Así mismo el joven flautista del relato nos recuerda al peregrino del “Miserere” becqueriano: un músico que, atormentado por su pasado, se siente identificado con la música divina del Salmo 51, dando muestras de su arrepentimiento con los emotivos versículos del salmo de David:
─ ¡Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam!
In iniquitatibus conceptus sum: et in peccatis concepit me mater mea.
Auditui meo debis gaudium et laetitiam: et exultabunt ossa humiliata.
La atmósfera romántica de la conocida leyenda, también presente en otros escritos del gran poeta sevillano, no esconde – según algunos críticos defienden─ un cierto tufo masónico. El arrobo casi místico con el que los protagonistas asisten al concierto sólo encuentra parangón con el consabido silencio con el que el público sevillano asistente a la catedral espera que el “do” de pecho del tenor, intérprete del “Miserere” de Eslava, rompa los muros de la mismísima “Jerusalén”:
─ Llegamos al Libera me, verso en que la flauta llevaba todo el canto: un adagio en mi menor; cuatro notas tenidas, de una melodía suave y conmovedora. Aquella hermosa repetición, Deus, Deus salutis meae, había arrancado del alma del obscuro clérigo compositor un grito de suprema angustia al par que de ternura infinita. Con labios trémulos por la emoción y por el miedo consiguiente a estarme confiado aquel canto dulcísimo, que escuchaban con recogimiento más de mil personas, entre ellas, alguna que me traía soñando despierto, iba yo saliendo adelante con mi empresa. En una de las pausas miré al maestro Arturo: dos gruesas lágrimas resbalaban por sus morenas mejillas hasta perderse en el encrespado erial de su barba, negra como las penas que debía de haber en el fondo de aquella alma inescrutable.
Como dirían los masones, la música, referida de una manera mediata a nuestra vida intelectual, produce en nuestro ánimo una catarata de pensamientos y emociones:
─ Cuando sonó el último acorde del verso, Arturo, precipitadamente, me arrebató la flauta y dijo a media voz a los músicos: ─ Da capo. Y comenzó de nuevo el Libera me; pero ya aquello no parecía un aire lento y majestuoso: ya era un desbordado torrente de sonidos, de escalas cromáticas, de hermosísima filigrana musical. Aquellas mínimas y semínimas del maestro Regalado se dividían y subdividían por arte prodigiosa en la flauta mágica de aquel hombre. Había en aquel canto inverosímil charlas de pajarillos al apuntar el día, quejidos de dolor, suspiros de esperanza, gritos de triunfo, súplicas apasionadas y vehementes..., un mundo, en fin, de sentimientos, ya apacibles, ya calurosos, y todo ello contrastando agradable y artísticamente con el pausado ritmo de la voz que cantaba: “Libera me de sanguinibus...”
El delicado sonido de la voz humana “responde a las impresiones que el hombre experimenta en su espíritu y su cuerpo”, según el masón Ernesto Krause, para quien la música y la poesía son instrumentos educativos propiciadores de un cambio en la sociedad y en el propio individuo:
─ Acabó el verso. Escuchábase en la iglesia sordo rumor de asombro. Abracé y abrazaron los músicos a Arturo. Él lloraba, lloraba, sin acertar a proferir palabra alguna.
Para Arturo, como para su homónimo Jorge Arial, el ciego protagonista de “Cambio de luz”, las melodías eran el principal instrumento de comunicación con los suyos, “eran todo un himnario de la fe inenarrable que él había creado para sus adentros; su religión de ciego; eran su dogmática en solfa, una teología de dos o tres octavas”.
La música “al igual que la vida es rítmica y métrica en el tiempo, constando de partes o ritmos concertados en un compás definido”, y sus notas se acompasan con una armonía casi celestial que, como suscribirían Bécquer, San Juan de la Cruz y Antonio Machado Ruiz, tiene como contrapunto el sonido de las estrellas; “y pues la vida del ánimo humano se corresponde y concuerda con la de la Naturaleza, asemejándose por esto, en sus límites, a la divina, debe considerarse a la música, en cuanto comprende la expresión de la vida entera de todos los seres, como un arte verdaderamente humano- divino” :
─Tal vez la mano, en sueños, / Del sembrador de estrellas
Hizo sonar la música olvidada/ Con una nota de la lira inmensa,
Y la ola humilde a nuestro labio vino/ De unas pocas palabras verdaderas.
La experiencia evocada en el texto recuerda el efecto que La sonata a Kreutzer, de Beethoven, produce en Jorge Arial, alter ego de Leopoldo Alas, “Clarín”:
─ Aquel hablar sin palabras, de la música serena, graciosa, profunda, casta, seria, sencilla, noble; aquella revelación, que parecía extranatural, de las afinidades armónicas de las cosas, por el lenguaje de las vibraciones íntimas; aquella elocuencia sin conceptos del sonido sabio y sentimental, le pusieron en un estado místico que él comparaba al que debió experimentar Moisés ante la zarza hirviendo.
El relato pergeñado por Rodríguez Marín también presenta concomitancias con otro que, a lo largo de 1863, daría lustre a la “Revista Sevillana Científica y Literaria”, y que no es improbable que él llegara a conocer; nos referimos a “Adelina”, leyenda que firma D. Vicente Rubio y Díaz.
En el citado relato un estudiante de Derecho, apasionado de la música y paseante nocturno por las orillas del Guadalquivir, ve interrumpidos sus pensamientos por un anciano que le invita a conocer el verdadero espíritu de este noble arte. Impresionado por los argumentos del personaje, el joven acude a visitarlo en su castillo, donde tiene la oportunidad de oír el canto de Adelina, discípula de tan siniestro maestro. Pronto entenderá el estudiante, sometido por el viejo a una sesión de magnetismo musical, que es el último eslabón de un experimento destinado a proporcionar las claves ocultas de una música que – como la que oyó el peregrino del Miserere becqueriano- sobrepasa los límites de la razón, para elevarnos a una dimensión sobrenatural.
Precisamente un íntimo de Rodríguez Marín, el ecijano Benito Mas y Prat, nos hace partícipes de ese sentimiento que, como dulce anticipo de la Semana Santa, compartían sus conciudadanos por la música que hacía furor en aquellos tiempos: el Miserere de Hilarión Eslava, obra interpretada en la Catedral por los primeros tenores de las compañías de ópera:
─ Las noches del Miserere son un verdadero acontecimiento para los sevillanos, que no dejarán de recordarlo de año en año por nada del mundo. Bien es verdad que suelen oírse sus versículos cantados por los primeros cantantes del universo: Tamberlick y Gayarre han dejado oír respectivamente, sus incomparables voces en los años últimos: los asistentes a la solemnidad pudieron creerse transportados a las regiones de la luz, desde la suave penumbra de nuestro templo bordado de ogivas.
A estas vivencias no son ajenas las circunstancias en que la música encuentra su expresión ideal:
─ He de confesar que la música y las solemnes ceremonias de la catedral de Sevilla, que fue para mí el primer lugar de placer espiritual, son ahora el más sólido cimiento de mi fe católica.
Con el título de “Coplas al Señor de Pasión” Francisco Rodríguez Marín compuso también un poema al Señor de la Pasión de la sevillana iglesia del Divino Salvador. El texto, cuya posible autoría comparte con Muñoz y Pabón, fue musicado por Joaquín Turina en 1897. El mismo compositor sería el encargado de dirigir su interpretación con la ayuda de un podium preparado ex profeso para suplir la limitación de la edad y su falta de estatura, como él mismo confiesa:
─ Yo mismo las dirigí. En el coro de la iglesia del Salvador se colocaba la orquestita, integrada por una veintena de músicos. El tenor Pardo y Astillero cantaron los solos acompañándoles un pequeño coro de hombres. Mi maestro de capilla de la catedral, don Evaristo García Gómez asistió al estreno.
Compuesta a la manera de “copla” al Santísimo Cristo de Pasión , en la mejor tradición del villancico renacentista, la pieza, que está destinada al culto interno de la hermandad, se canta entre el Sermón y el Tantum ergo:
─ Desgraciadamente se ha perdido la inmensa mayoría de estas partituras, consecuencia sin duda de las numerosas guerras, la quema de templos, las desamortizaciones e incautaciones de bienes eclesiásticos, e incluso la ignorancia y desidia de las hermandades.
Para el mencionado estudioso esta composición primeriza de Joaquín Turina tiene numerosos logros musicales, pese a ser una obra de juventud. En este sentido, no deja de subrayar el “atractivo efecto” del coro inicial, a dos voces, y “la expresión condensada en los inspirados solos de tenor y bajo que, al final del signo adquiere tintes de intenso dramatismo”.
El estilo italianizante de la obra responde al gusto de la época, al tiempo que denota la influencia de Hilarión Eslava, autor de un Miserere.
De la tradición creada por el músico navarro en la ciudad hispalense sigue diciendo el maestro Ignacio Otero Nieto:
─ No he de encarecer, por tanto, la regia grandiosidad con que el cabildo de aquella iglesia metropolitana y patriarcal celebra sus cultos en días tan señalados; ni el mágico efecto del famoso Miserere de Eslava; (...) ni el lento y majestuoso desfilar por las principales calles y plazas, en medio del bullidor y abigarrado gentío, de las treinta y tantas cofradías (...) imágenes que al gran tesoro del arte cristiano español legaron Martínez Montañés, Hita del Castillo, Gregorio Hernández, Gijón, los Roldanes (...).
La letra de la plegaria está compuesta, como dije, por Francisco Rodríguez Marín, destinada a ser cantada por tenor, barítono, coro y orquesta. Y dice así:
─ Salid a la muralla/ Doncellas de Sión,
Salid a ver el triunfo/ Del nuevo Salomón.
Hermoso en sus dolores, / Divino en la irrisión,
Su cruz es tu Reinado, / Su gloria es su Pasión.
Va a luchar con la muerte en el Gólgota / Cuerpo a cuerpo, cual lidia el atleta.
Siglo ha que en su mente el profeta/ Cual gusano y no hombre lo vio.
Mas no importa que exangüe y agónico, / Lento vaya al terrible martirio,
Encorvado cual cándido lirio/ Que la furia del cierzo tronchó.
No, no importa, indomable su espíritu, / Ni el dolor ni el ludibrio lo abate.
Triunfará en el sangriento combate, / Que el Dios fuerte jamás se rindió
¡Y la culpa, al hacerlo su víctima,/ Quedará con su sangre borrada.
Y la muerte verá horrorizada que, / Al herirle, a sí propia se hirió.
Marcha, marcha al Calvario, Dios fuerte, / Ya que el hombre tu sangre pidió.
Marcha, marcha a dar muerte a la muerte, / Pues a lucha mortal te retó.
Prosigue tu camino, / Doliente Salomón;
Salid a ver el triunfo, / Doncellas de Sión,
Salid a ver el triunfo / Del nuevo Salomón.
Hermoso en sus dolores, / Divino en la irrisión,
Su cruz es tu Reinado,/ Su gloria es su Pasión.
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