18 de marzo de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez
La trilla en El Aljarafe
La trilla en El Aljarafe
Durante años de docencia tuve la suerte de estudiar el folclore de las comarcas sevillanas de El Aljarafe, Las Marismas y Los Alcores, con la ayuda de mis animosos alumnos de Lengua y Literatura Españolas.
Tan gozoso trabajo tuvo como única finalidad que la juventud se acercase lúdicamente a su entorno, que confrontase su cultura en las vivencias vitales de sus mayores, y que se empapase de todas aquellas aportaciones que el medio les pudiera proporcionar, particularmente de aquellas manifestaciones lingüístico─ literarias de su pueblo, y de su comarca.
El resultado fueron tres voluminosos libros que quedaron inéditos por incompetencia de los “expertos” en la materia─ que los retuvieron tres años en la indolencia de sus despachos─, y de los CEP de la zona, a los que fueron ofrecidos como material pedagógico, sin ninguna clase de contraprestación.
Ya en los pasados siglo los eruditos se percataron de que en sus viejas tradiciones los pueblos encierran los secretos de su pasado; fue así que, para designar esta “ciencia del pueblo” surgió la palabra inglesa “folklore”.
Los folcloristas han llegado a delimitar con exactitud su campo de estudio, trabajando sobre elementos tan inaprensibles como las costumbres, las tradiciones, las leyendas, los romances, las canciones infantiles, las recetas culinarias, etc…; conectando en estudios con otras muchas disciplinas.
Ningún arqueólogo, por ejemplo, podría ignorar esas tradiciones orales; ni el folclorista comprender lo que tiene delante sin conocer la labor del arqueólogo.
El problema surge por vía de la canción, pues muchas de las tradiciones que los folcloristas buscan están allí, si no muertas, dormidas.
Pero las canciones viven en constante transformación; de ahí que haya dos corrientes de estudio: la “puristas” ─ que trabaja sobre un material “muerto”, como son los cancioneros viejos y los códices─, y la “progresista”, a la que no le importa tanto que la música esté “recién fabricada”, si está a tono con la sensibilidad popular.
Conocer nuestra tradición, en estos tiempos de prisa, no es una rémora, ni una pérdida de tiempo, antes bien es una forma de conocer el presente de un pueblo; que como dice la canción: “que no hay que llegar primero/ pero que hay que saber llegar.”
Este artículo, pues, pretende celebrar la pasión del bello oficio de maestro, retratar el arte de ser buenos alumnos, y aportar un precioso material al proyecto museístico de la Fábrica de Harinas de Peñarroya─ Pueblonuevo, heredero de una tradición y de una forma de vida celebrada en mil canciones, óleos y poemas, como muestra este soneto dedicado a los segadores por los hermanos Serafín, y Joaquín Álvarez Quintero:
─ Ni una brisa templada los orea/ Meciendo leve la reseca espiga.
Del sol, que despiadado los castiga,/ El resplandor sobre la mies marea.
Abrasador ambiente los caldea/ Y sus miembros enerva la fatiga;
pero a luchar el hombre los obliga/ y resisten la bárbara pelea.
Y aún queda en algún pecho voz y aliento/ Para lanzar al aire en la llanura
Un cantar que es respiro y que es lamento…
Y quien contempla la brutal tortura,/ Funde en el haz de un solo sentimiento,
Piedad, justicia, comprensión, ternura…
…
Y allá va, por fin, la primera de las colaboraciones que mis queridos aljarafeños dedicaron a mi pueblo, sin pretenderlo: la relación “literal” de un día de trilla en la era, grabada por aquellos chicos a sus mayores en un antiguo casete:
“Les voy a contar a ustedes un día de trilla en la era. Aproximadamente el 14 de junio, día de San Basilio, empezábamos las labores.
Sobre las seis de la mañana nos liábamos a extender la parva; se cortaban los “vencejos” con una horqueta, y enganchábamos las bestias a unos trillos, que eran unos tableros con unos cilindros de doce o trece cuchillas cada uno.
El buen trillador iba de pie, y el que no lo era se sentaba encima del trillo.
Enganchadas ya las bestias se movía el trillo en círculos, de fuera a dentro, y de dentro a fuera: y cuando se calculaba que la parva estaba hecha se empezaba a dar vueltas desde el centro hasta el borde de la circunferencia.
A continuación iban viniendo los que esperaban en el sombrajo, con sus bielgos y horquetas para remover la paja.
Cuando ya se terminaba nos cambiábamos con otro “morero” en la trilla, y nos íbamos al sombrajo, bien a charlar, o a cocer collejas, o a preparar un gazpacho; o bien nos entreteníamos en poner dientes al bielgo.
Para animar a las bestias se entonaban unos cantes de trilla, que se comenzaban diciendo un “¡Vamos allá, mula!”, ayudándonos de un “zurriagazo”.
Sobre las tres de la tarde terminaba la labor, tras haber dado tres vueltas al “retrillón”.
Nos poníamos unos sombreros de paja para proteger la cabeza, y cuando ya se movía el viento ─ esa marea baja que viene desde la parte de Huelva─ nos íbamos a aventar: se empujaba con los rastrillos hacia donde se calculaba que venía el aire, y había veces en que tenías que mudar de posición tres, o cuatro veces, porque los aires cambiaban.
Y cuando estaba ya separada la paja del grano, se cogían las palas y se limpiaba el grano o “pez”, que una vez amontonado pasaba a la criba.
Ya envasado el grano en los costales, se transportaba en recuas de mulas. Había bestias que no querían nada con los costales, y los volcaban.
Cuando terminábamos de acarrear el grano en los costales, ya habíamos terminado la faena.
Si el aire venía muy tarde, cuando apenas si se veía, se ponían dos o tres bielgos en alto, con los que aguantar un farol, y poder terminar la faena.
Ya de noche, los carreteros iban a acarrear las gavillas de paja.
Así pues, para Santiago nos tirábamos un mes de trilla que concluía para feria.
¡Eso sí que era un trabajo”.
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