15 de marzo de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Memorias del castillo de If. (Relato de ficción)
“GOOD WILL GIVE ME JUSTICE”
Memorias del castillo de If. (Relato de ficción)
Las crónicas más antiguas dicen que en este lugar que ahora vemos cubierto de agreste arboleda estuvo ubicado en tiempos un célebre castillo, en cuyas mazmorras se pudrieron muchos hombres honrados señalados como un peligro para las cloacas del poder.
Con el paso de los años lo que fuera un recinto destinado a prisión acabó siendo un hito, por su celebrada vocación monacal y por su preciada cerámica, de técnica y dibujo inglés.
Y tiempo después, convertido el rio en dársena, el antiguo islote se erigió de la noche a la mañana en símbolo del progreso y de la modernidad, para lo que se requirió una ingente cantidad de relleno y de material sobrante del “boom” de la construcción.
La Torre de Babé ya tenía nueva prole. El edificio aquél, de color amarillo y de aspecto pantagruélico, que tantísima controversia suscitara en la feligresía del arte, acabó de construirse en el año 93 con motivo de un evento muy importante que puso patas arribas los cimientos de la ciudad.
Los espíritus más refinados especularon sobre los múltiples mensajes proyectados en aquel sancta sanctorum de una nueva religión. Para los más una fiel imitación del romano Castillo de Sant´Angelo; para otros un bucle cuántico, un eco circular, una oda al sol, un burdel, una proyección en piedra del noveno Infierno, donde el divino Dante Alighieri ubicara a Lucifer.
Las tripas del edificio eran visibles gracias a sus paredes de cristal, y a que todo él se incardinaba alrededor de unas airosas escaleras de caracol, proyectadas sobre el eje imaginario de la mirada triangular del Gran Arquitecto.
Para que el Sr. Consejero pudiera levantar acta de los tejes y manejes del personal se potenció toda clase de perspectiva visual, recurriendo a la inestimable ayuda de la Física Óptica.
Y desde el instante mismo en que el interior del recinto fue revestido de paneles, sillones reclinables, mesas de diseño y biombos de separación, los ascensores, los ordenadores, las impresoras y las máquinas de café comenzaron a mover sus engranajes en una magnífica oda a la modernidad, a la lejía, y al Netol, en un tremendo batiburrillo de “mentiras y ascensores”, como un impertinente de la otra banda se atrevió a calificar.
Todo un ejército de trabajadores, la flor y nata de la administración, se puso a disposición del ciudadano para hacerle llegar todo el glamour achampañado que encerraban aquellos muros: un logro más del espíritu de no servicio, y de la torpe inoperancia.
Pero, como el paciente lector bien sabe, cuando el corazón se resuelve en máquina se prescinde de todo tipo de humanidad, y a poco que el Consejero se aplicara en la vigilancia de los veinte buenos, los cuatro listos, los cien incautos y los mil arribistas de turno, los blandos eslabones de la cadena se dejaron arrastrar por la inercia de los acontecimientos.
Más que hacer un emblema del trabajo responsable, aquella atildada casta ─ descendiente de otra casta similar, proveniente a su vez de otra de igual condición─ cayó en la idea de que lo más prudente era disimular, hacer como quien trabajaba y convertir la burocracia en un arte de birlibirloque, falseando estadísticas, inflando la producción, creando dificultades insoslayable al Sr. Josep K, haciendo informes ficticios, animando el partidismo glotón, propiciando la persecución política, el “mooving”, y la frustración en general; y perorando frases dignas del más siniestro orador:
─ Eminencia de abogado, ¿Para qué son necesarios sus servicios si no atiende mis argumentos? Se lo digo una vez más: lo que pretendo es que me haga un traje a mi medida, un traje de un corte apropiado para este cuerpo que Dios me dio, donde no aparezca ni un solo hilo que insinúe mi despotismo, y menos aún que en su suave forro de raso sea visible la palabra corrupción.
─ ¡Cráneo privilegiado! Señor Consejero, no recuerdo quien dijo esa frase, pero la repito en su honor. A mí me parece bien que las bases se pronuncien, pero salta a la vista que lo que se aprecia aquí es una clara ofensiva contra el movimiento sindical. ¿No se le ha ocurrido a usted pensar en eso…?
─ Toda rosa tiene sus espinas, apreciado servilón; pero si nos fijamos en la gaviota, que es la rata de los mares ─ incluidos los mares del Sur─, se llega a la feliz conclusión de que lo nuestro debe ser, en esencia y en presencia, de mucha mejor condición. Al menos el perfume de la rosa y de su hermano el clavel, podrían comercializarse… No me diga Vd. que no…
─ Por supuesto que sí, que nadie osaría dudarlo; y es más, yo apelo a su posición de florero ─ quise decir de farero del Gran Faro Sindical ─y le insto, con todo respeto, a que cambie de despacho al picapleitos, para que sepa lo mal que sienta el ostracismo y la marginación. ¡Malo, más que malo! ¡Échelo usted al paredón, Sr. Consejero!
─ ¡Señores, haya paz entre nosotros y no se pongan estupendos a la hora de buscar pleitos! ¡Un poco de serenidad, que a nadie se le ha metido en un ERE! El señor letrado es uno más de la familia y está dispuesto a rectificar. Y cuando se cumplen tales supuestos, lo que el pincha discos dice: “¡O follamos todos o la puta al rio!”
Y así, una vez dictada, negro sobre negro, la teórica del papanatismo radical tocaba poner fin a tan idílico simposio. Que aunque en su etimología griega el término no le disguste, la palabra designa aquella parte del ágape donde se bebe, o lo que traduce el común como “una reunión de borrachuelos”.
Y reunión va y reunión viene, día sí y día no, en aquella especie de cianótica atalaya se repetía a diario tan irreal proyección.
Mercenarios, maritornes, camanduleros, pisaverdes, jactanciosos, pícaros, carbonarios, gomosos, figurillas de artesanía, progresistas de escalafón, intrigantes del poder, gente políticamente correcta, cristobitas habituados a comulgar con ruedas de molino, payasos de congestionadas narices, y payasos de blanco, de cuello tieso y tafetán, se ganaban los favores de pertenecer a una familia de primerísima categoría.
Y poquito a poco, día sí y día no, se fue incubando en la trastienda una patología rayana en el cretinismo y la desazón, enfermedades genéticas que propicia la endogamia.
No ha de olvidar el lector que al tratarse de una torre inteligente se había desarrollado una secreta armonía entre el edificio y el hombre, entre el contenido y el contenedor.
Para un viandante ordinario, atrapado en la rutina de su particular peregrinación, los continuos desarreglos y dolencias que transmitía el inmueble era un tema de difícil de solución, pero no para un apóstol de los nuevos tiempos.
Edmundo Dantés, que así se hacía llamar aquél imberbe de la coleta, llevaba un tiempo apostado a la entrada del castillo, o fundación. Se hacía acompañar de un perro ─ flauta, de una tienda de campaña, de un ajado parasol, y de un cartelón enorme en el que figuraba la leyenda: “Medicina para los pobres. Pase usted sin llamar.”
Aquella caligrafía tenía todo el atractivo de un tótem, de una piedra miliar situada en un cruce de caminos y atrapada en el silencio de la sabiduría intemporal, apta para espíritus jóvenes, y para los humildes y peregrinos, pero oscura para los adictos a la doble moral.
Al principio algún caminante extraviado se acercaba a leer, luego de haber observado desde una distancia prudente que tan risueño individuo dejaba una buena impresión.
Pasaron tan sólo unos días y empezaron a asomar los que se tenían por enfermos.
La primera consulta la planteó un anciano que hacía sonar unos cascabeles prendidos de su pantalón:
─ Maestro, qué podría hacer para no andar tan perdido. Tengo pánico de que no me llegue el dinero de la jubilación, y de que este mundo ingrato se olvide de mí.
Y arrastrando parsimonioso las erres, y mirando las pupilas de aquel hombre, el apóstol de los pobres se limitó a decir:
─ Despréndete de los cascabeles y escucha tu corazón; después, mírate la cara en un espejo, hasta que sepas de ti. Y cuando creas conocerte suelta al aire un grito, o mejor una canción que te ayude a sonreír, a hacer coros con la luna, a musitar una oración, a hacer piña con los cien mil corazones de los cien mil olvidados que te harán de diapasón.
La segunda en consultar fue una chica tan joven que se diría menor de edad, a no ser porque sus grandes ojeras mostraban una historia terrible de amargura y desilusión. En varias ocasiones había acudido a las Oficinas del Castillo, y se había dejado trocitos de entrañas y sentina del corazón en las asépticas garras de un folio en blanco, cansada que estaba de saberse material de desecho, de inflarse de ira cual mamita orgullosa, para después deshincharse en tripa de acordeón. A sus pocos años tan sólo quería regresar a la magia del juego, a un trabajo que le diera de comer, y a encontrarle a la vida una sencilla y agradable explicación.
Y Edmundo Dantés, que así se hacía llamar el “perro- flauta”, la atrajo hacia sí y lloró junto a ella su desgracia, al tiempo que desgranaba entre rumorosas “erres” una especie de oración:
─ A ti, mujer, que iluminas con tu presencia; a ti, regazo amoroso de la comprensión; a ti madre dolorosa, a quien el moribundo invoca en un postrer suspiro, déjanos tu bendición…
Y aquella mujer tan joven, que se diría menor de edad de no ser por sus ojeras, lanzó un grito de loca y clamó a los cuatro vientos un “¡Hijo mío!” desgarrador.
Animada por el boca a boca, la fama del santo cundió hasta el punto que toda una legión de enfermos se iba acercando hasta él. Los mismos que en tiempos llevaban el carné del partido en la boca, y que portaban pancartas pidiendo caramelitos de menta contra la tos, acabaron gritando eufóricos: “¡Sí a la vida! ¡No al capitalismo feroz! ¡No a alta política! ¡No a los espías de las galaxias!¡No a los sofisticados métodos de manipulación!..”
Y así fue que un buen día la Directora de la Oficina para la Colaboración con el Usuario, con la asesoría de sus colaboradores ─ que ya se sabe que la política es un pulpo de cien brazos que a todo argumento se agarra─, se atrevió a requerir de aquel nuevo Tarzán barbilampiño, venido a menos, la pertinente información:
─ Conocerá, por la prensa, que hace la friolera de un año que la Torre de Gobierno padece de un mal que no ha sido suficientemente diagnosticado, y que a estas alturas no sabemos aún si es un tema de contaminación, de cargas electromagnéticas, del poder de la lejía, o de la química del aerosol. .. Lo cierto es que esta patología nos afecta a quienes venimos a trabajar a diario: mareos, vómitos, jaquecas, picor de ojos, e irritaciones, forman parte de tan extraña patología.
Tras tomar asiento y ajustar bien el parasol, para evitarse las innecesarias molestias del padre sol, el joven se dejó venir con la siguiente reflexión:
─ Señora, aún no se ha estudiado el efecto de los malos políticos y del ladrillo en nuestras vidas. Recordará que hubo un tiempo en que su casa la saludaba nada más verla, y que si algún día la abandonó apostaría que su ausencia le afectó como si de un familiar se tratara. Qué no podríamos decir de un edificio inteligente, que comulga con sus hijos en una sociedad horadada por el dinero, y por el monstruo de la incomunicación…
A continuación, arrellanándose en la hamaca, el dedo índice de su mano derecha sobre la mejilla, el joven formuló un consejo:
─ Me atrevería a decir que el edificio y ustedes están en perfecta comunión; luego no queda sino confiar en la fuerza de la mente. En este preciso momento está aquejado de botanas, como le pasa a un melón podrido… Pero si invocamos a la Madre Naturaleza de corazón se podría convertir en un trocito de pan, o en una tarta de fresa…
Y dicho y hecho. Como estaba próxima esa Semana que dicen que es de perdón, la Sra Directora de la Oficina para la Colaboración con el Usuario diligenció todos los trámites para que todos los días, a la hora del café, los trabajadores se congregasen ante el edificio para hacer unas rogativas al patrón de los imposibles.
Curiosamente, a los quince días de aquello y en una inspección rutinaria de la Delegación, el Sr. Arquitecto de turno se atrevió a dictaminar que la estructura del edificio contenía moléculas de un desconocido disacárido y que, de alcanzar unas determinadas temperaturas se podría caramelizar.
El escándalo cundió hasta el punto que fueron muchos los altos cargos obligados a salir de allí con las más variadas excusas; a la fiesta se sumó una legión de indignados, y la voz desacompasada de una flauta y de un trombón.
A los pocos meses una pertinaz lluvia, de esas que tan necesarias son para los campos y para limpiar las ciudades de la contaminación, disolvió hasta los cimientos la orgullosa torre, convertida ya en dulcísima melaza, y en alimento ideal para los albures que pululan por las literarias aguas del Río Guadalquivir.
Y un tiempo después los Gobiernos, desconfiados de una forma de infección que los expertos vinculaban con “el bichito” de las diabetes, determinaron la solución de poner más policías en los terminales de los aeropuertos, de construir en suelo comunitario un campo de descontaminación, de pasar controles diarios a todos los melenudos, y de revisar cualquier clase de documento que contuviera la palabra Dantés o términos similares, desde el florentino Dante Alighieri al revolucionario Georges Jacques Danton, guillotinado en la Place de la Concorde por echarle poca cuenta al fiera de Robespierre.
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