7 de marzo de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Un fraile, dos frailes, tres frailes…
Dibujo de Antonio Salvador Casano
Hasta el siglo pasado uno de los personajes más significativos de nuestra sociedad fue el fraile; individuo procedente de las más diversas capas sociales que, gracias a la religión, gracias a su capacidad de superación, y a su preparación en los estudios, llegaría a gozar de un gran predicamento dentro de la escala social.
Para una familia pobre y con una numerosa prole, debía ser más que provechoso que algunos de sus hijos buscase salida en los claustros, habida cuenta de que en una situación social tan penosa sólo podían optar a ser aprendices de artesano, o lazarillos de ciego.
Intrigantes, vanos, ambiciosos, listos a rabiar, indolentes, y sopla vientos, encontraron en el disimulo, en la hipocresía, y en el rezo del rosario, la posibilidad de medrar, de tener su ración alimenticia, y de aplacar la necesidad que padecían los suyos:
─ Lleno de negra amargura / (acababa de enviudar)
Fue un feligrés a encargar/ una misa al señor cura.
Llegó a su casa, llamó; / salió el ama, gordinflona,
Y simpática persona. / ─ ¿Está el señor cura? / ─No
─ Volveré, ya que no está/ Que diga una misa quiero.
─ Déjeme usted el dinero. /─ Una peseta...Allá va.
─ Y trocando la sonrisa / en ira, el ama exclamó
─ ¡Por ese dinero no/ decimos nosotros misa!
Es por ello que, conocedora en sus propias carnes de los efectos de la hambruna, la sabiduría popular señaló con benevolencia a los representantes del clero, por más que los reporteros del Boston Globe descubran con sus investigaciones los crímenes de pedofilia atribuibles a la Iglesia Católica:
─ De la panza sale la danza
─ Fraile de buen seso, guarda lo suyo y come lo ajeno.
─ Donde hay bonete nunca falta mollete.
─ Fraile merendón no pierde ocasión.
─ Los frailes entran sin conocerse, viven sin amarse y mueren sin llorarse
─ El cura es el yunque donde todos los parientes martillean.
─ Negocio en que danza un fraile no lo hurgue nadie.
De este último refrán hizo una finísima glosa el osunés D. Francisco Rodríguez Marín, en el relato que lleva por título “¡No hay nada vacante!”.
Bajaba el bueno de D. Alejandro Gálvez por aquellas pronunciadas escalinatas que, desde la Colegiata ursaonense llevan a la ciudad cuando, bien por el peso de las numerosas regalías que le procuraba la casa ducal, o bien por un simple mareo, tuvo la desgracia de resbalar y de desparramar por los suelos su pequeña y oronda anatomía.
Por la gravedad del caso, más de un acompañante acudió a socorrer al compañero. También aquellos envidiosos que, presintiendo un beneficio próximo, se hacían para sus adentros las cuentas de la lechera.
Y en tal situación se encontraban cuando D. Alejandro, recobrándose poco a poco, suspirando levemente y lanzando unos eructos, fue fijando la atención en cada uno de los eclesiásticos que le rodeaban, y leyendo en sus rostros aquella extraña pregunta, a la que no tardaría en contestar con cierto tonillo crítico:
─ ¡Gracias, muchas gracias, cariñosos amigos!¡No hay nada vacante!
Y es que nada hay vacante en la mesa de Gruñón que le invite a compartir con los demás enanitos. Y si no, que se lo pregunten a Cándido Méndez, y a Fernández Toxo, quienes tras muchos años de mantenidos de U.G.T. frotan sus frailunas manos, vacías de toda clase de explicaciones, para endulzarse los labios con manidos lugares comunes, y con estúpidas perogrulladas, como aquélla de que “el mundo puede vivir sin mí”.
En La Regenta ─ la gran novela de Leopoldo Alas ─ el escritor se hace eco del ansia de poder que mueve a Fermín de Pas, el Magistral de la catedral de Vetusta. El conocimiento de la intimidad de la institución familiar y de sus individuos, constituye un arma mortífera en manos de predicadores de la moral, de chivatos, de políticos, y de arribistas sin escrúpulos.
Aunque no siempre el conocimiento conlleve la discreción, el buen hacer y la sabiduría, que para esta clase de personajillos del “aquí te pillo y aquí te mato”, son cuestiones poco importantes, y fáciles de disimular.
Como en la anécdota aquélla de Luis de Pinedo, en que el orador “puesto en el púlpito, olvidó totalmente lo que tenía que decir, y como se vio perdido, al cabo de un gran rato dijo:
─ Vosotros, señores, sabéis lo que quiero decir.
Dijo uno de los que allí estaban:
─ Señor de ellos lo saben y de ellos no.
─ Pues los que lo saben díganlo a los que no lo saben, y así lo sabréis todos”.
Y el falso predicador dejó “a dos velas” a sus oyentes, y con más ganas de saber, como hoy en día pasa con tan fingidos oradores que, a fuerza de ejercer de cultos, y de “navegar” cual girasoles, desconocen hasta su propia identidad; algo que, hasta cierto punto, se aprecia como normal pues, a fuerza de fingimientos, de disfrazar lo que no saben, de propagar datos erróneos, de castrar verdades como puños, de repetir consignas, y de plagiar lo que otros dicen, llegan a creérselo todo, como le ocurrió a D. Quijote con el bálsamo de Fierabrás.
Para que López Aguilar, y otros frailes de esa índole nos vengan a vacunar contra el discurso del odio, del antisemitismo, o de la xenofobia, lo primero que sería necesario es que no estén salpicados de lacras, y que sus conductas sean creíbles.
Porque, para decir mi verdad, a un servidor no le importa que Felipe González tenga “las manos manchadas de cal viva” si se llevó por delante a todo un clan de matarifes y asesinos, mutiladores de casi un centenar de niños, a los que perdonará una sociedad enferma de hipocresía, pero no los que saben el significado real de ser padres y tutores.
Lo que me parece escandaloso es que se use el “terrorismo de estado” para inocular el miedo a los que son pobres víctimas, para llenar las sacas de doblones, y para provocar el recelo hacia esas estructuras de poder, representadas por aquellos estamentos que marcan las reglas del juego ─ frailes, jueces, reyes, banqueros, usureros, vendedores de armas, y políticos de toda índole…─ de cuyas malas artes desconfía cada vez más el sufrido ciudadano, como de aquel oscuro “curita de Tenerife” que, en lugar de velar por su grey sólo procuró su beneficio, la distinción de “figurar entre los buenos”, y la satisfacción de haber llegado “a buen puerto”:
─ Ya de misa, y no mero sacrismoche
listo, gracioso, y feo más que Picio
vino a Madrid buscando un beneficio
un tinerfeño oscuro cual la noche.
Memoriales echaba a troche y moche
a la Reina pidiendo algo nutricio
y cate usted que al fin le fue propicio
el hado al verla que tomaba el coche.
El curita husmeador, que de ordinario
junto al palacio real vaga y asiste
se acercó entre medroso y temerario.
Y díjole, al mirar su cara triste,
doña Isabel : “¿Qué quiere este canario?”
y al punto él respondió:”¡Señora, alpiste!”
Cayó tan bien el chiste
a la jacarandosa soberana
que dijo: “Por alpiste ven mañana”
Y de muy buena gana
se presentó a prebenda tan cumplida
que siempre le sobró toda su vida.
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