11 de febrero de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez
El regreso de D. Juan Tenorio
El regreso de D. Juan Tenorio
─ ¡¡SEVILLA!!¡¡GUADALQUIVIR!! / ¡CUÁL ATORMENTÁIS MI MENTE!...
Lunes de Carnaval. Indolente o perezosa, la ciudad abre los párpados, como espejada su imagen en el crisol de su rio, o como apagada su voluntad por el mágico efecto de una pócima.
Desde hora muy temprana la Hostería del Laurel observa expectante el continuo ir y venir de los grupos de turistas, prisioneros en las pisadas de un guía, y ávidos de compartir los mil y un secretos de la ciudad.
Sentado a una mesa, ante una hoja de papel en blanco, al abrigo de una humeante taza de café, se encuentra un anciano.
Cubierto los ojos de breve antifaz, y arropado en el paño de ancha capa castellana, su aspecto recuerda el de un reconocido actor, atrapado en la máscara del hombre que fue ─ rico, noble, bravo, y español─, y vencida las alas por un estigma del pasado:
─ Las fiestas del carnaval/ al hombre más principal
permiten sin deshonor/de su linaje, servirse/ de un antifaz, y bajo él
¿quién sabe hasta descubrirse/ de qué carne es el pastel?
Si alguien se acercara a su presencia, por alguna extraña razón, comprobaría al instante que tan gallarda escultura era una ágil pincelada de un tiempo que ya quedó volandero en las hojas del almanaque: las arrugas de la conciencia, como talladas a bisel sobre el marco de su frente; la voz profunda de un órgano, o el risueño halago de una fuente de cristal; la difícil decisión, escondida en la mirada, de echar el resto a una carta; la ternura de una sonrisa; las imágenes desvaídas de lo que fue una pasión; la insensatez de un desvarío, o la respiración cansada de un asmático que sueña con respirar.
Nada que reparar pueda la memoria de un penitente ─ fiel a su doble destino de Caperucita y de lobo, de pecador arrepentido, y de cliente de burdel─, que muy de mañana temprano se apresuraba a descender de su pedestal, allá en la Plaza de Refinadores, para acudir a su cita anual con D. Luis de Mejía, su declarado rival:
─ ¿Qué tiene pues, mi D. Juan?/ Que hijo de la traición, / es impío y es creyente,
Es balandrón y es valiente, / y tiene buen corazón.
Tiene que es diestro y es zurdo/ que no cree en Dios y le invoca,
Que lleva el alma en la boca/ y que es lógico y absurdo.
En este Hostal, propiedad del italiano Cristófano Butarelli en el sevillano barrio de Santa Cruz, un remozado Tenorio busca cambiar su fortuna, esclavo del dulce néctar que le dio a beber una virgen, y de la necesidad de redimirse ante un Dios, en el que nunca creyó, pero en quien íntimamente confía:
─ No es Doña Inés, Satanás
quien pone este amor en mí:
es Dios, que quiere por ti
Salvarme para él quizás.
Los falsos escarceos de fortuna deslavazaron, las más de las veces, su más íntimo destino, echando a rodar por las peñas la música de un pentagrama que un buen día rescató en la imagen cordial de un patio sevillano, en el delicado perfume de una flor, en el sonido armonioso de una fuente, y en el precipitado pálpito de unas voces de mujer:
─ ¿No oís pasos?
─ ¡Ay! Ahora
nada oigo.
─ Las nueve dan.
Suben… Se acercan… Señora
─ ¿Quién?
─ Él
─ ¡Don Juan!
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