18 de enero de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Catetos con pedigrí
Catetos con pedigrí
Ya no se escucha por las calles la música del afilador, ni los pregones de flores, ni la gracia de un requiebro, ni el repetido soniquete del vendedor de garbanzos tostados, del latero lañador, del tío del queso, o del ciego de los romances.
Ni se oye aquel falsete que bajaba desde la sierra, anticipando el frío invierno, y pregonando el tesoro de su mercancía vegetal desde las aguaderas de esparto de un burro de terciopelo:
─ ¡Carbón!, ¡Carbón!/ Carbón de encina, y picón.
Carbón de encina, picón de olivo/ Carbonerita, vente conmigo.
El reformador de las viejas costumbres nos dio ya la voz de aviso de que es poco cortesano pregonar el producto a pleno pulmón, o caer en la incorrección de gritarle al usuario, o echarle el humo a la gente, o ponerse a conversar en una esquina con el primer desconocido que encuentres.
Se imponen los buenos modales, y el ritual en el trato: los concursos de cocina con más audiencia en la televisión exigen del concursante una esmerada presentación personal, de sus hábitos de trabajo, de la decoración de la mesa, y del plato ganador.
Que el pasado ya pasó; y ya nadie se acuerda de compartir el humo y la conversación del vecino, ni acude a él para pedirle una botella de leche que se olvidó de comprar, o una tableta de chocolate para la merienda del niño, o una pizquita de sal, para sazonar el guiso.
“Antes muerta que sencilla”, como dice la canción; y antes de mostrar un roto es preferible encomendarse a la usura de un extraño, a los préstamos bancarios, o a la caridad del calvito de Hacienda ─ que Hacienda sólo son unos cuantos─ que se pasa el día amenazando con dejarnos a oscuras, o con cortarnos el grifo del agua, del pan y de la luz.
En una economía de servicios, donde la presentación de los actores sobre las tablas del escenario adquiere el carácter de símbolo, ya nadie quiere lucir como feo, como vulgar, o como tonto; y menos aún tener que devolver los favores a nadie, o aparecer ante el público con el rol de agarrado, miserable, o pobretón.
Imagine usted que va a comer a un restaurante, y que se tropieza al entrar con un cocinero desarrapado y mugriento; un camarero indolente, que no aparta el culo de la pared, ni se quita el cigarrillo de la boca, ni siquiera para saludar; un mantel lleno de lamparones, que alguien olvidó retirar; o la mirada despectiva e inquisitorial de un maître, empeñado en demostrar que un buen caldo de Rioja se toma a la temperatura ambiente, aunque haga un calor tórrido de los días de San Lorenzo.
Se imponen las buenas formas para que un señor exquisito no nos tache de catetos, ni nos eche en cara su pedigrí cortesano.
“Tiempos modernos” son estos que desconocen los tratados de urbanidad de vetustos libros, atrapados en la novedad de nuevas reglas y actitudes cual aquella singular película de Charles Chaplin
Mi asesor económico llevaba unos días importunándome a todas horas con la posibilidad de poner a buen recaudo mis ahorros.
Y uno ─ en parte por indolencia, y en parte por educación─, tuvo la malísima idea de atender sus inoportunas llamadas de teléfono.
Como nunca fui un lince en Matemáticas, y como el referido “Sr. X” ─ llamémosle así, porque las reglas de urbanidad sostienen que se dice el pecado, pero no el botín─ es un relamido fraile, digno de aprecio y encomio, y un magnífico vendedor de quien hace publicidad él mismo y un precioso terno gris, no dudé ni un segundo en dejar mi dinero a buen recaudo, en la seguridad de que un señor tan correcto y educado, tan atildado y brillante, no me habría de engañar.
Para estudiar la puntuación de mis ahorros, y los consabidos riesgos de esas continuas subidas y bajadas de escalera, mi lirondo amigo me pidió que le dejara la cartilla en sus manos. Y así lo hice, en la convicción de que un tipo tan correcto y educado nada ganaría con engañar.
Al día siguiente, y antes de disponerme a plantar un garabato en aquel laberinto de papeles, todo plagado de pequeñas advertencias y de coloreados símbolos, me dispuse como hombre sensato, y de pueblo, a la prueba del algodón:
─ Lo primerísimo de todo es que me devuelva usted la libreta que ayer le confié.
─ ¿La libreta? ─ dijo mi interlocutor, de mirada desquiciada y ojos rojos y saltones─ ¡La libreta la rompí ..!
─ ¿Qué rompió usted mi libreta? ¿Y quién leches es usted? ¡Hale, a por la libreta, que la quiero ver aquí en menos que canta un gallo!
Y hete aquí que la prueba funcionó, dejando en cueros al petimetre que, miedoso como un niño, y volandero cual gorrión, se levantó de su cálido asiento, se dirigió al cubil de su jefe, y se presentó ante mí con la libretita roja, y con todo un historial de disculpas, y de viejas costumbres que un experto en urbanidad plasmara en un millar de libros, con sus ilustraciones correspondientes:
─ Y ya sabe usted que desde este mismo momento le retiro mi confianza como gestor de mi cartilla de ahorros: sus juegos sin gracia, la codicia de sus jefes, la complicidad de las leyes, la opacidad de Internet, su retórica quejica e inútil, y su falsa urbanidad, han hecho de un individuo confiado el más exaltado enemigo de tan cortesana corporación. ¡Buenos días, y que nunca les aproveche a ustedes sus maneras de bandido!
Y me fui, pensando que la base de la buena educación, y de las reglas de urbanidad, es aquella frase que dice que “no quieras para otro lo que no quieras para ti”.
¿Y para esto me educaron mis padres ─ pensé para mis adentros─ en el arte de la reciprocidad, en la virtud de ser generoso, en la simetría de las formas, en no hacer eructos en la mesa, en saludar con naturalidad a la gente, en cuidar de mi aspecto para no dar grima a los demás, en guardar con respeto la cola, en ceder el asiento a mis mayores, en no agredir a la gente con la música del coche, en ser cortés con las mujeres..?
Pues qué es esto ¿es que lo que hasta hoy se tenía como una acto de urbanidad, lo han subvertido de repente, y convertido en un crimen de lesa humanidad?
Porque crimen alevoso es el que condena a una viejecita a la cuerda del ahorcado, a un oneroso mal vivir porque le hicieron firmar, con traición y alevosía, uno de esos fondos basura. Y no es cuento, es una forma de delito que está por tipificar aún, y a la consideración de la política y de los jueces.
Crímenes alevosos son, y no robos de guante blanco, los que permiten el latrocinio de esos cursis endomingados, así titulen de reyes.
Así que, con esta mentalidad que mis padres me legaron, y con este espectáculo de nocivos profetas, de banqueros sin leyes, de barbudos sin normas, de coletas y de desarrapados, que ayer mismo pululaban como perro sin dueño por entre las bancadas del Parlamento, no dejo de sorprenderme ante aquel viejo librito que hablaba del buen gusto en no aparentar, de cómo nos deberíamos comportar en la mesa, de cómo poner los cubiertos, cómo la servilleta, o cómo hacer un “four in hand”, un “medio Windsor”, un “Windsor”, o un simple nudo de la corbata.
Y al ver a los padres de la patria tan felices y despistados─ una de ellos con el moisés bajo el brazo, y el otros cantando un arrullo al niño, en chanclas y en albornoz─ como niños dispuestos a jalarse los bombones, como novios que se besan, y diciendo promesas y juramentos de distintas clases de calibre, no dudé en que algo fallaba de lo que aprendimos en nuestra juventud, ni resistí la tentación de gritarle a la pantalla plana de mi nuevo televisor:
─ ¡Catetos! ¡Que sois más de campo que un “arao”, y más de pueblo que yo! ¡Cuánta figurilla de correveidile y qué poquitas ganas de trabajar!
¿El primer día de colegio, y ya empezamos así, sin libreta ni pizarra?
¡Ya veréis cuando os coja “Baldomera”, que no se cansa de repartir; o cuando el Sr. Marina se plantee la necesidad de reimplantar las asignaturas de Pedagogía del Reciclaje, o de Educación para la Ciudadanía!
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