5 de enero de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Historia de una tertulia

Historia de una tertulia
Historia de una tertulia
Entre los grandes logros de nuestra más reciente democracia está el haber recuperado el espíritu del debate. Así al menos lo aseguran los asesores de imagen, que aconsejan de la necesidad de cambiar para que nada cambie, y que atribuyen el éxito de “Podemos” a la cercanía de trato de sus dirigentes, y a la posibilidad de expresar abiertamente las ideas, por parte de sus votantes.
Que lo mismo dijo aquel que también reflexionó acerca de la comedia humana, que cuando el público se niega a la manipulación, los recaudadores “por vivir de sus cobros, mechan al público con ideas nuevas, lo emborrazan de empresas, lo asan con prospectos, lo ensartan con halagos y terminan por comérselo en alguna nueva salsa en la que él se enreda y se emborracha como una mosca con su plombagina.”
Con aquella finalidad me imagino que se crearon en los pueblos las tertulias y los casinos; no para el fomento del vicio, y sí para “proteger la cultura y el adelanto”: para que los socios pudieran disponer de una biblioteca, consultar libros, ojear los periódicos del día, asistir a veladas literario─ musicales, y conversar de los más diversos temas, al abrigo agradable de una taza de café.
Como esa función se realiza en la actualidad con la supervisión del “Gran Hermano”, y con la colaboración interplanetaria de las redes, algún destacado politólogo habrá pensado que al público de hoy le resulta más descansado no opinar acerca de los misterios del cosmos, y menos aún preocuparse por los problemas del vecino.
Y empujado por los vientos de la desidia y por el pragmatismo del “dato”, nos fuimos aclimatando a remar en pateras de plástico, junto a un coro de gramáticos pardos que “restaban” más que sumar, y pregonaban a cada paso la desconfianza de la virtud, y el exclusivo interés personal.
Daba la impresión de que la bonanza económica había arrasado con la idea aquella de que la cultura, la reflexión y los libros habían jugado desde siempre un papel trascendental en el auge intelectual de los pueblos.
Pocos recordaban ya que, en la Sevilla de finales de siglo, la creación de algunas instituciones culturales y una famosa tertulia se constituyeron en hitos fundamentales en la promoción de la juventud.
En la tertulia de don Juan Pérez de Guzmán y Boza, Duque de T'Serclaes Tilly, sita en la céntrica Plaza del Duque, convivían democráticamente , y a la manera de los cénacles románticos, hombres ya forjados en las lides literarias, junto a jóvenes que buscaban abrirse paso en el mundo de las letras, según palabras de D. Luis Montoto:
─ "Los contertulios entraban allí como Pedro por su casa (...) El dueño de la casa solía llegar a las nueve de la noche, y saludaba cordialmente a todos (...) El alma de la tertulia era D. José Vázquez y Ruiz, que era el primero en llegar y el último en despedirse".
Por aquel palacio─ actualmente englobado en la sección de Informática de un gran centro comercial ─ pasaban, cuando venían a Sevilla, personalidades tan relevantes como la del polifacético Dr. Thebussem, o la del P. Mir, jesuita mallorquín.
A la biblioteca del Duque también acudía el gran polígrafo Menéndez y Pelayo quien, durante la última década del siglo, rendía una visita anual a la ciudad en primavera.
Los amores de la prima sevillana, según comentaban sus íntimos, la selecta afición a la lectura de libros raros, la calidez humana, el ingenio y el espíritu bromista de que hacían gala los contertulios de los duques de T'Serclaes y de su hermano, el Marqués de Jerez de los Caballeros, eran algunas de las motivaciones que le llevaban ─como las golondrinas becquerianas─ a volver cada nuevo año.
La figura del estudioso llegaba precedida de una gran aureola, sazonada con las innumerables anécdotas que documentan sus biógrafos: la que aludía a la sorprendente precocidad del niño de doce años capaz de resolver el difícil acertijo histórico propuesto desde las páginas de La Abeja Montañesa, de memorizar las Escenas Montañesas que Pereda publicaba en el citado periódico; la del acceso a la Cátedra en la Universidad de Madrid, obtenida frente a oponentes tan significados como Canalejas, y Sánchez Moguel; el que fuera necesario que las Cortes le extendieran una dispensa por la que se le permitía opositar con tan solo 21 años; la que le pintaba como el sabio que memorizaba páginas enteras, con el simple hecho de pasar los dedos por encima de ellas, etc...
La familiaridad con la que el santanderino trataba a sus amigos sevillanos, y la expectación de que se rodeaban sus visitas son instantáneas recreadas por Montoto, por Chaves y Rey, y por Rodríguez Marín, para honra de la ciudad.
─ "El maestro vendría a pasar con él (con el duque) una temporada, y se alojaría en su casa de la calle de Alfonso XII, donde todos los domingos nos congregábamos para almorzar con el bondadoso bibliófilo Vázquez y Ruiz, Hazañas, Rodríguez Marín, Serrano y algún otro más de los contertulios del duque (...) Por la noche, en la "Tertulia del duque" no cabía un grano de trigo. El dueño de la casa presentaba, uno a uno, al gran polígrafo a sus amigos, y don Marcelino, sonriente, les estrechaba la mano y para cada cual tenía una palabra halagadora.”
Pues bien, en la citada tertulia, y aunque alguno no lo crean, amén de pasar el tiempo dedicados al debate, a la investigación, y al estudio, también había lugar para la guasa.
Conocida la afición bibliófila de los hermanos ─su afán por visitar la papelería de Bianchi, y escudriñar libros de viejo en “el Jueves”─, dos de aquellos amigos acordaron gastarles una broma, con objeto de persuadirles de que “no siempre debe creerse en los libros de historias, sino, antes bien, ha de ponérseles en tela de juicio, dando a cada cual lo que se merezca”.
La curiosa burla aparece reflejada en un pequeño folleto titulado “Relación de lo ocurrido a dos bibliófilos sevillanos”, del que es autor D. Luis Montoto, velado por el seudónimo cervantino de D. Lorenzo de Miranda.
Para tan extraordinaria ocasión los eruditos prepararon un romance, relato de la grandeza de la ciudad de Xerez de los Caballeros, que había de firmar un escritor santanderino, Fray Enrique de Polanco, con prólogo de T.E.B. y P.I.
Fechado en Córdoba, en el año de 1742, el prólogo daba cuenta también de otras importantes obras de tan celebrado autor.
Para que nada faltara, y bajo juramento explícito de guardar el más completo sigilo, se contó con la colaboración de D. Enrique Rasco, renombrado impresor, conocedor de los mil secretos de la tipografía, y versado en estampaciones que remedaban antiguas litografías.
Lógicamente, al folleto se le añadiría el sello de antigüedad, las correspondientes arrugas, y los inconfundibles signos de la humedad y la vejez.
Se aprovechó que los dos hermanos veraneaban respectivamente en Lisboa y Santander, para enviar sendos ejemplares a conocidos anticuarios, en quienes confiarían sin dudar el duque, y su hermano el marqués.
Y puesto el anzuelo en el sitio adecuado no tardó en caer el pez.
Y ya tenemos a los bibliófilos haciendo su entrada triunfal en la famosa tertulia, haciendo gala de sus tesoros; no tardando en descubrir que el folleto era apócrifo y que, como bien decían las siglas del prólogo “Todo Es Broma y Pura Invención.”
La respuesta de tan entusiastas bibliófilos, más que la de sentirse estafados fue la de saberse beneficiados por la fortuna, por haber ampliado en un número más su ya extensa bibliografía.
 
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